La
Universidad Nacional Autónoma de México ha sido y es el proyecto cultural más
importante de nuestro país desde la época colonial. Es, quizá, el único
proyecto de largo alcance que ha permanecido vigente en todo tiempo, a través
de distintas formas. La universidad ha cambiado al mismo ritmo que México, no
por consonancia, sino por esencia, pues la cultura nacional y el ser de la
universidad se identifican en una misma unidad conceptual.
La
vida colonial mexicana comienza con el final del impulso conquistador y la
fundación de la Real Universidad de México. La Conquista se torna en Colonia,
las nuevas instituciones permiten el flujo cultural entre la metrópoli y los
territorios de ultramar. En 1530 fray Juan de Zumárraga solicita al Emperador
Carlos v la fundación de una universidad novohispana. La Real y Pontificia
Universidad de México llega en un lamentable estado a los umbrales de la
Independencia. A lo largo del siglo xix su historia es una serie de intentos
por extinguirla; abandonada a su suerte, sin posibilidad alguna de
autoregenerarse, la universidad fue cerrada una vez más en 1857 y reabierta en
1858. Juárez la disolvería de nuevo y tendría su último momento de vida con
Maximiliano en 1863, para extinguirse en 1865.
Nuestra
universidad renace en 1910. Si se pretende trazar una línea de continuidad, es
necesario abordarla no sólo en su historia jurídica y política, sino también en
términos de una historia de las ideas en México. Al igual que la Real Universidad
de México, la Universidad Nacional de México es producto de un pensamiento que
precede en el tiempo a su reapertura formal. Se trata de una postura frente a
la cultura y a la nación que no se modificó, pese a los desaciertos y a la
falta de fortuna de la universidad decimonónica, y privó a la universidad del
ejercicio del pensamiento original y de la protección de un Estado que le
concediera los beneficios de la libertad y la seguridad.
La
universidad es tanto una institución como una idea y un concepto vital para una
nación. Siguió existiendo en su forma ideal, se refugió en la Escuela Nacional
Preparatoria de Gabino Barreda, creada en 1871; se mantuvo en las escuelas
nacionales como la de Medicina y la de Jurisprudencia; pero sobre todo en las clases
que se educaron en dichas instituciones y transitaron del positivismo a
ultranza a la criticidad que la realidad social generaba y que adoptaba la
estructura intelectual de la filosofía humanista de Bergson y Boutroux. El
Ateneo de la Juventud fue el último rayo que salió de la Escuela Nacional
Preparatoria.
Desde
su nueva fundación, la Universidad Nacional de México tendría un carácter
basado en la necesidad de renovar la identidad nacional; sus elementos fueron
la idea de incluir a México en el mundo, es decir, activar el comercio de las
ideas con los principales centros intelectuales de occidente, convertir a esta
casa de estudios en un centro para el análisis de la realidad mexicana desde un
punto de vista humanista y retornar a la posibilidad social del movimiento que
el Porfiriato, sustentado en el añejo positivismo de Comte en la versión de
Barreda, habían terminado de aniquilar. Finalmente, el 22 de septiembre de 1910
abrió sus puertas la Universidad Nacional de México.
En
su discurso inaugural Justo Sierra definió en lo intelectual el carácter de la
universidad. Su primera preocupación fue fijar la relación entre la antigua
universidad y la nueva; una relación que permitiera afirmar una continuidad
histórica de entonces 360 años, pero que conjurara los fantasmas del pasado e
impidiera que los gérmenes de la destrucción de la anterior institución pasaran
a la sangre de la que recién nacía. En el siglo XX esa injerencia estatal
desaparece; la Universidad de Michoacán de San Nicolás de Hidalgo la proclama
en 1917; ese mismo año la de San Luís Potosí; posteriormente el Movimiento de
Reforma Universitaria en la ciudad de Córdoba, Argentina, generaliza este
principio. Esta idea esencialmente americana pasará, junto a muchos otros
valores y principios como el de la república, la separación entre Iglesia y
Estado y la secularización de los actos inherentes al estado civil de las
personas, al ámbito europeo. No hay valor que la universidad aprecie tanto como
la autonomía; la autonomía es la universidad, sin ella carecería de identidad.
Al
nacer, en 1910, la autonomía universitaria es todavía un concepto incipiente.
El propio Sierra no puede adelantarse a su tiempo e imaginar una universidad
con autogobierno pleno; sabe que el Estado carece de elementos para enfrentar
la intervención en el plano académico y científico, pero no puede deslindar las
fronteras con claridad. Para cumplir con los fines universitarios surgieron en
Latinoamérica, a partir del movimiento de Córdoba en 1928, diversas demandas de
autonomía, como un reclamo de libertad que permitiera sacar del atraso a otras
naciones mediante la aplicación del saber universitario a los grandes
problemas.
La
Ley Orgánica del 26 de julio de 1929 definió a la Universidad Nacional de
México como una corporación pública con capacidad jurídica; por primera vez se
reconoció su autonomía, aunque no en forma plena, ya que la Secretaría de
Educación Pública contaba con un delegado en el Consejo Universitario y su
rector era designado de acuerdo con una terna propuesta por el presidente de la
república, quien podía vetar las resoluciones del consejo. Se le concebía como
una institución del Estado que debía responder a las formalidades del mismo. En
1933, en medio del debate entre la libertad de cátedra, sustentada por Antonio
Caso, y la educación socialista, planteada por Vicente Lombardo Toledano, se
expidió una nueva ley orgánica que amplió los rasgos de la autonomía, aunque
mantuvo en silencio el carácter nacional y público de la universidad.
Ese
mismo año se expidió una nueva ley marcadamente asambleísta que trajo 10 años
de inestabilidad universitaria; entre 1933 y 1944 se sucedieron un número
considerable de rectores y muchas veces dos reclamaban su legitimidad al mismo
tiempo. En 1944 el presidente Manuel Ávila Camacho convoca a un grupo selecto
de universitarios, encabezados por Antonio Caso y Eduardo García Máynez, para
analizar la situación de la universidad y elaborar un proyecto de iniciativa de
ley que, una vez aprobado por el Congreso Federal, se convertiría en la Ley
Orgánica de la Universidad Nacional Autónoma de México, ley que la rige hasta
estos días.
La
autonomía surge para preservar la libertad de cátedra, las líneas de
investigación, la organización administrativa y el destino de los recursos de
manera autónoma, sin someterse a factores gubernamentales externos que limiten
la capacidad de creación y la libertad de pensamiento. El esquema
administrativo de la universidad, ideado por el maestro Eduardo García Máynez,
es un inteligentísimo mecanismo de pesos, contrapesos y niveles de gobierno que
permiten su organización y funcionamiento; el rector, la Junta de Gobierno, el
Consejo Universitario, el Patronato Universitario a nivel central; y las
facultades, escuelas e institutos, los consejos técnicos, los consejos internos
y posteriormente, en el periodo de José Sarukhán, los consejos académicos de
área, permiten un mecanismo flexible de participación y libertad.
El
3 de agosto de 1944 se formó el Consejo Constituyente Universitario, que
finalmente propondría la auténtica y total autonomía mediante el proyecto de ley
por el que la universidad finalmente adoptaría su conformación actual. La Ley
Orgánica, publicada el 6 de enero de 1945, amplió el concepto de autonomía,
indicó expresamente el carácter nacional y público de la universidad y
estableció la obligación estatal de otorgar subsidios periódicos. Desde
entonces, se concibe a la autonomía como la manifestación más alta de libertad
de investigación y de cátedra, presupuesto indispensable de la función
universitaria. En adelante todo ha sido defenderla, tanto del poder público
como de los grupos de presión interesados en someter a la universidad a férulas
ideológicas y a coyunturas políticas.
La
complejidad de la sociedad ha provocado que los peligros contra los centros de
educación superior no se circunscriban a la injerencia del poder público, sino
que también sindicatos, centros de poder financiero y económico y partidos
políticos, a través de diferentes medios de presión y muchas veces de dádivas
financieras para estudios o contratos, pretendan dirigir u orientar la
investigación y la enseñanza universitaria.
El sistema ideado en 1944 y vigente
desde el año siguiente ha demostrado su eficacia. La sabiduría de quienes lo
idearon se ha manifestado en las diversas crisis que la universidad ha sufrido
en estos 70 años. Por todo ello debemos luchar por fortalecer, proteger y
salvaguardar la autonomía universitaria, esencia de la universidad, que gracias
a ella ha sido, es y seguirá siendo la conciencia crítica de la nación. EP
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