¿Qué se necesita hacer en México para poder consumir cannabis con uso medicinal? En este texto, Daniel Saldaña París nos narra su experiencia. #HablemosDeDrogasEstePaís
El tiempo de las plantas
¿Qué se necesita hacer en México para poder consumir cannabis con uso medicinal? En este texto, Daniel Saldaña París nos narra su experiencia. #HablemosDeDrogasEstePaís
Texto de Daniel Saldaña París 23/06/21
Mi relación con el cannabis no es reciente, ni pasa de forma exclusiva por el uso medicinal. Fumé en la adolescencia de manera asidua —esa hierba ordinaria y llena de insecticida que se conseguía entonces cerca de los embarcaderos de Xochimilco, y que atontaba más que otra cosa—, y luego de forma más esporádica —cada dos o tres meses— a lo largo de casi toda mi vida adulta. Pese a esta longeva amistad, mi tolerancia a la planta es nula: le doy un solo jalón o me tomo apenas dos gotas de aceite “de amplio espectro” y con eso tengo suficiente. Si la mezclo con café, me viene una especie de elocuencia delirante e improviso —para mis allegados o mi perro— todo un programa de radio sin sentido, hablando sin pausa durante dos horas. Si, por el contrario, la uso con la intención de relajarme, puedo pasar las mismas dos horas releyendo una misma frase de Proust sin entenderla y luego dormitar o arrellanarme en el sillón a disfrutar del dolce far niente.
Hace un par de años, cuando me diagnosticaron artritis reumatoide, abordé el problema de mi dolencia con la obsesión investigativa que me caracteriza. Leí todo lo que pude sobre mi enfermedad autoinmune y la historia de sus tratamientos, incluidos ciertos artículos de revistas especializadas de los que no entendí ni el 20 %, relatos personales en foros y algún texto de dudoso valor científico que recomendaba irse a vivir al campo y comer sólo cosas sembradas por uno mismo. Entre el alud de datos que absorbí, según yo para informarme, encontré uno que otro estudio y varios artículos de divulgación sobre el uso del cannabis medicinal para paliar algunos de los síntomas. Como desconfío de los conversos de la mota que aseguran que lo cura todo, desde el chancro hasta el chakra, le pregunté a mi reumatóloga —una eminencia que hace investigación y clínica en un hospital público— su opinión experta. “No te va a desinflamar, y se ha estudiado poco el efecto real que tiene, pero si ves que te ayuda a relajarte, adelante”: fue su comedida respuesta.
No sé si habla bien de mí como usuario el hecho de que casi nunca he comprado mota: soy un gorrón rodeado de personas que fuman mucho más y siempre les pido que me regalen un poco. Además, esa tendencia tan en boga de trasladar a los individuos la culpa de cualquier problema estructural —con la que luego cargamos como pípilas por las redes sociales— me hizo cuestionarme si comprar marihuana en el mercado negro equivaldría a financiar los más hórridos crímenes, y aunque la cantidad que requería era poco menos que risible, decidí pedir mejor unas semillitas y sembrar mi propia planta en el balcón de mi departamento. Al fin que la jardinería también tiene efectos relajantes.
Como un émulo de Bouvard y Pécuchet, pero con menos metros cuadrados de terreno (dos macetas de balcón, y no un jardín con tumba etrusca), me sumergí en los blogs y las revistas de autocultivo que explicaban la mezcla exacta de sustrato, el pH justo del agua de riego y las horas de sol directo que mis plantitas necesitaban para convertirse en frondosas y aromáticas matotas. Pero las opciones eran demasiadas: luces infrarrojas, sistemas de drenado, fertilizantes para cada etapa y tablas de crecimiento que había que llenar con meticulosidad y mimo. ¿En serio necesitaba tanta cosa? ¿Y si nomás aventaba las tristes semillas en la maceta y confiaba en que ellas supieran convertirse en cogollos?
En una junta de condóminos del edificio se comentó que alguien “fumaba drogas” en la azotea. Vivo en una alcaldía panista y mi edificio es una madriguera de señoras con el pelo teñido de un naranja imposible, que se la pasan buscando razones para odiar a alguien, así que temí que mis plantas, visibles desde la calle, me trajeran problemas. En vista de ello, contacté a una vieja amiga de la secundaria que ahora preside una organización en favor de la legalización del cannabis, y le pedí que me guiara en el calvario del trámite para conseguir un permiso de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) que me autorizara el autocultivo, el consumo y el transporte de marihuana. Si tenía un papelito, pensé, las vecinas panistas no podrían reprocharme nada.
Me sorprendió descubrir, al platicar de mi caso con dos abogados especialistas en el tema, que era mucho más difícil (casi imposible) conseguir un permiso de uso medicinal que uno de uso lúdico y recreativo. Yo hubiera pensado que con una carta de mi doctora que asentara mi diagnóstico bastaría para alegar que era un usuario “diferente”. Sentía el ridículo impulso de explicarle a la justicia que yo no quería ponerme hasta el moco para ver Bojack Horseman o escuchar rock progresivo, sino hacer más llevadero el dolor de articulaciones. Pero resulta que a la justicia le daban igual mis pretextos; el caminito para obtener el amparo y el permiso era uno solo: tenía que argumentar que la negativa de la Cofepris atentaba contra mi derecho al “libre desarrollo de la personalidad” que la Constitución garantiza. Pedí el permiso ante Cofepris en diciembre de 2019 y, como estaba previsto, me lo negaron, así que imprimí los muchos documentos que me pedían, mi declaración firmada y sus múltiples copias, y los fui a presentar al juzgado de distrito en materia administrativa. Mi demanda de amparo entró a trámite el 4 de marzo de 2020. Dos semanas después, se detuvo el mundo.
Mis plantas, que saben muy poco de procesos jurídicos, siguieron creciendo en el balcón, observadas con recelo por las señoras panistas de cabello naranja. La primera cosecha fue un desastre: le eché un fertilizante poco antes de cortarla; intenté fumarla y me dolió la cabeza como si tuviera un tumor cerebral, así que tiré todo y empecé de nuevo. Cada tanto, a lo largo del primer año de pandemia, un señor se presentaba en la puerta de mi departamento para darme personalmente una notificación del juzgado, donde se me informaba —creo— que la audiencia constitucional había sido pospuesta. Mi artritis mejoró y empecé a hacer meditación, yoga, psicoanálisis lacaniano y oniromancia. La segunda cosecha de mi balcón se llenó de plaga y corrió con la misma suerte que la primera. Una amiga puso su negocio de aceites de THC y le compré un frasquito. Los días pasaron raudos; los meses, lentos.
En las noticias, de vez en cuando, se hablaba de la iniciativa de ley para legalizar la marihuana, que pasaba del senado a la cámara de diputados o viceversa, ya no recuerdo. En mi balcón y allende el asfalto, las plantas seguían su ciclo de crecimiento, floración y muerte, como vienen haciendo desde hace 500 millones de años. Tuve una mala racha de artritis y luego una buena; el señor que a veces venía se presentó un día en mi puerta para entregarme un folio con sellos donde se anunciaba que me habían concedido el amparo, un año y medio más tarde. Ahora la Cofepris tiene que extenderme el permiso, pero supongo que está muy ocupada autorizando vacunas —una actividad más urgente, seamos honestos— y no me atrevo a presionarlos. Existe el tiempo de las nubes y existe, ajeno, el tiempo de las leyes. El tiempo de las articulaciones y el de los amparos. El de los anhelos y el de las litigaciones. El ciclo de floración en balcones y el de las sentencias. El de las semillas y el de los legisladores. Existe el tiempo del dolor y el del cabildeo. Los miles de consumidores de cannabis que somos habitamos un extraño paréntesis entre esas dos temporalidades, una prórroga ridícula de trámites y empeños y copias certificadas. La Suprema Corte de Justicia decidió hace ya mucho que esta estúpida prohibición atenta contra nuestros derechos constitucionales. Tenemos razón, pero falta —se nos ha dicho— voluntad política. Es decir que falta, por lo que entiendo, que se decida cómo convertir nuestra costumbre en negocio. EP
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