El espejo de las ideas: El anverso de la vida

Para Nacho Padilla, profético Diversos como son, los documentos —escrituras, actas, licencias, títulos de propiedad, acciones, pólizas— comparten la vocación esencial de ser sombra y anverso de la vida: reacción de los hombres, remedio o venganza, contra la fragilidad y precariedad de su existencia. Hay una relación inversamente proporcional entre el esmero documental de alguien […]

Texto de 24/10/16

Para Nacho Padilla, profético Diversos como son, los documentos —escrituras, actas, licencias, títulos de propiedad, acciones, pólizas— comparten la vocación esencial de ser sombra y anverso de la vida: reacción de los hombres, remedio o venganza, contra la fragilidad y precariedad de su existencia. Hay una relación inversamente proporcional entre el esmero documental de alguien […]

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Para Nacho Padilla, profético

Diversos como son, los documentos —escrituras, actas, licencias, títulos de propiedad, acciones, pólizas— comparten la vocación esencial de ser sombra y anverso de la vida: reacción de los hombres, remedio o venganza, contra la fragilidad y precariedad de su existencia.

Hay una relación inversamente proporcional entre el esmero documental de alguien —persona, institución o sociedad— y la vida que palpita en él. Los jóvenes, como los anarquistas y las comunidades nacientes, desdeñan los documentos. Los abogados, los notarios y los viejos, más conscientes de la finitud o más cercanos a la muerte, construyen técnicas, profesiones y archivos para resguardar documentos. Edifican así, sin pretenderlo, los templos y las urnas en las que los historiadores practicarán su singular culto.

Nada más lejano a una vivencia que un certificado notarial sobre la misma. Una partitura, necesaria para la supervivencia del arte efímero que es la música, no es propiamente música. Los archivos musicales suelen ser lugares curiosa y paradójicamente silenciosos, panteones, en los que las almas de miles de composiciones aguardan pacientemente el día de su gloriosa ejecución. Toda biblioteca guarda un no declarado parentesco con los mausoleos.

Si, como en las novelas de Saramago, imagináramos la vida sin un único elemento, en este caso sin historiadores, develaríamos algo de surrealista y absurdo en documentos como las actas de nacimiento.

—Necesito que me muestre una copia certificada de su acta de nacimiento.

—¿Para qué, señor?

—La requerimos, amigo, para comprobar que usted existe.

La necrofilia burocrática es necesariamente cartesiana, alérgica al sentido común y a cualquier ejercicio teleológico o humorístico. Requiere quizás, como instituciones y sociedades, sacralizar los absurdos en los que se cimienta y de los que se alimenta.

Para los más vivos de entre nosotros, en cambio, el razonamiento filosófico y el humor florecen al tiempo en que los documentos se antojan inútiles. Sócrates, cuyo cimiento engendró la vida filosófica, al igual que Jesús, que se definió como la vida misma, atentos a su vocación, nunca se sintieron llamados a documentarse. Teresa de Calcuta, sin pasaporte ni boletos de avión, realizó innumerables viajes internacionales. Nadie se atrevió a ser el primero en pedirle un pasaporte.

Con la edad se incrementa en nosotros la necesidad de conservar documentos hasta que, cuando morimos, éstos, que por años durmieron el sueño de los archivos, emergen de esa oscuridad como fantasmas ansiosos de reencarnación, como única posible expresión de vida, como una paradójica necesidad vital.

La muerte, radical transvaloración, hace de la memoria un imperativo vital, incluso moral. Se abren los capullos que sellan los archivos y se liberan las mariposas. Las familias cobran un interés súbito, hasta voraz, por los álbumes, las actas empolvadas y los testamentos. Con nuestra muerte, los documentos resucitan.

Los escritores se distinguen en este contexto por su bendita y singular vocación. Trabajan con la misma materia prima que los escribanos —la palabra—, pero lejos de troquelar con ella documentos inalterables, moldean combinaciones y posibilidades, dinamismo, metáforas e historias: la vida nueva que es la poesía. Insuflan la materia muerta de los documentos y la resucitan.

Como personas, los escritores son, por supuesto, vulnerables a la muerte. La muerte es para ellos un punto de congelamiento en el que los textos vivos, aún susceptibles de corrección, se transforman en elementos cultuales. Por eso los coleccionistas desbordan las librerías los días posteriores a la muerte de un escritor.

Pero nuestros mejores escritores —los que han rescatado a las palabras de la muerte, los que las resucitan— gozan, como en un eco de su propio oficio, de la bendición de una forma específica de resurrección.

No estoy pensando por supuesto en cualquiera que haya tomado una computadora o una pluma. Tampoco en quienes deshonran el oficio y lo malgastan maldiciendo.

Pienso en los que con sus letras crearon vida y nos la dieron, los que descubrieron en la palabra un camino para honrar una vocación, al igual que ellos, única, insustituible y trascendente.

Pienso en aquellos que se sumergieron en lo humano —lo humorístico, lo infernal, lo lúdico, lo trágico, lo asombroso y lo gozoso— y desde allí nos lanzaron claves y preguntas fundamentales, en los que nos bendicen.

Pienso en personas indisociables de su oficio de escritores como Vicente Leñero, Francisco Prieto y, por supuesto, el gran Ignacio Padilla.

La muerte es para los de esta estirpe el inicio de nuevos diálogos, amistades profundas y afinidades difíciles de comprender. Inaugura vínculos que trascienden las fronteras y el tiempo.

Lo sabemos porque somos amigos y herederos de los que, con sus palabras y con su oficio, ejercidos hace años o siglos en cualquier tierra que no hayamos pisado, nos marcaron.

¿Acaso estos rasgos inherentes a la poesía —la capacidad de resucitar mediante el juego creativo a las palabras y la de generar vínculos atópicos y acrónicos, pero definitivos— no sugieren otra forma de trascendencia, la del acontecer, que devela nuestro parentesco con el Misterio? ¿Acaso quienes dedicaron su vida a liar y resucitar palabras no nos hablan de nuestra propia filiación con la Palabra? ¿Puede ser que en el anverso de la vida encontremos algo más —y acaso opuesto— que los documentos, los archivos y la muerte? ¿Son, pues, nuestros acontecimientos fundamentales los estéticos, los amorosos, señales del Acontecer, así con mayúscula?

Si así fuera, habría en los creadores —creyentes o no, conscientes o no— una vocación profética, las palabras no sólo serían venganza frente a nuestra precariedad ontológica; serían también en y más allá de sus significados, el llamado de los escritores, profetas entrañables, a la Palabra, la Eternidad y la Trascendencia. 

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