La
ética de la autenticidad que nuestro tiempo defiende tenaz y tácitamente
pondera la actitud del buscador, la de quien no se priva de ninguna de las
alternativas que la vida le presenta ni se conforma con sus hallazgos, la de
los hombres y mujeres que se mantienen dispuestos a descubrir, renuncian a
fórmulas preestablecidas y no escatiman buscando caminos nuevos para conjugar
la existencia.
La
edad aceptada socialmente para contraer matrimonio, criar hijos, elegir una
carrera o abrazar una vocación religiosa ha aumentado de manera significativa
en pocos años. A diferencia de nuestros padres, nos parece inaceptable que
alguien se case, se embarace o se defina en cualquier alternativa vocacio-nal
irreversible siendo menor de edad.
Reconocemos el valor de la mujer que renuncia a la seguridad de una pareja inocua para abrirse a una vida genuina, o el del hombre que cierra su despacho de abogados para cumplir el sueño de ser ebanista. Aplaudimos las vocaciones auténticas al arte y cuando escuchamos la historia del joven que habiendo obtenido un título universitario se lo aventó a su papá, nos ponemos silenciosamente de su lado y de aquello que es capaz de encender su vida. Sin embargo, esta lógica conoce, como tantas, de contrapesos y fronteras. El buscar sólo cobra sentido en el encontrar. Siembra y cosecha se requieren mutuamente pero tienen tiempos y racionalidades distintas. Lo que en un momento es virtuoso, resulta perverso en otro.
Por
eso no sólo nos cuestionamos frente al seminarista de once años, sino también
ante el hippy de setenta. Nos duele tanto lo malogrado de las decisiones
prematuras como lo podrido de las indefinidamente postergadas. Hay decisiones
que, por ser tardías, se vuelven moralmente cuestionables o irrelevantes. El
divorcio que treinta años atrás parecía urgente, se convierte en anecdótico. El
testimonio de la mujer que, ya con hijos adolescentes, deja a su familia para
explorar su posible identidad homosexual, incuestionable en su autenticidad,
nos deja para la noche cuestionamientos difíciles de articular.
Intento
mostrar la otra cara de la moneda de la libertad de un tiempo al que Lipovetsky
ha adjetivado de vacío, de una era infantilizada que se programa para
explorarlo todo sin abrazar a nadie. La proliferación de los tatuajes es
sintomática de un tiempo así, que aspira a compensar su ligereza estéticamente.
Grabamos en nuestro cuerpo dibujos tan indelebles como epidérmicos.
Hay
un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar, reza el Eclesiastés. Y el uno
y el otro proclaman verdades y requieren virtudes radicalmente distintas.
Transitar
de la búsqueda al abrazo no implica detener el ejercicio de la libertad, que de
suyo es imparable. Lo invita, no obstante, a progresar ya no por la vía de la
sustitución, sino por la del ahondamiento, a transitar de la divergencia a la
profundidad.
La noción de libertad en tiempos de
búsqueda es la de la libertad
de. La del encuentro es la libertad
para. La ética de la autenticidad aplaude el construir
alternativas. La de la entrega, el crecer en la fidelidad a las mismas. Para la
primera soltar es virtud, para la otra, abrazar. Una dibuja caminos
divergentes, la otra aprecia la focalización y la profundidad, el carácter.
Hay
algo que nos dice que en la medida en que atendamos satisfactoriamente las
exigencias de la juventud podremos luego responder a las invitaciones de la
madurez. Quizá por ello dispensamos la falta de compromiso de quien nunca tuvo
alternativas.También algo nos dice que hay un momento crítico en la vida
individual y social que invita a renunciar a las mieles de la juventud para
acce-der a otro tipo de ética y de vida.
Hay
un tiempo para buscar y otro para ahondar. La tierra no debe permanecer abierta
más que en el tiempo de siembra, es claro, pero ¿cuál es el tiempo apropiado
para dejar de plantar y preparar la cosecha?
El
reconocimiento de los signos de los tiempos y de su llamado es, como la
observación que el campesino hace del viento y de las nubes, un arte delicado
que la vida encomienda a cada quien y que constituye una de las formas más
finas de la sabiduría individual que, por serlo, no acepta recetas ni admite
evasiones.
Esta
metáfora aplica al ámbito indi-vidual, ciertamente. Pero, en la composición de
nuestra sinfonía histórica, el primer movimento, infantile, parece haberse
alargado indebida e injustificadamente, incapaz de dar paso al de la madurez.
Esta
postergación cuyos síntomas son graves problemas éticos desatendidos, como el
ecológico-climático, nos ha llevado de lo caricaturesco a lo patético.
Tatuados y sin carácter, asfixiados en
nuestra divergencia, infantes padres de infantes, necesitamos reaccionar. EP