El Caribe mexicano forma parte del Sistema Arrecifal
Mesoamericano, una de las regiones más diversas y económicamente importantes
del planeta. La porción mexicana de este sistema se distribuye a lo largo de un
estrecho de 400 km de costa en el estado de Quintana Roo e incluye un conjunto
de islas entre las que destacan Isla Contoy, Isla Mujeres, Cozumel y el banco
Chinchorro. Quizá para la mayoría, al escuchar que se menciona el Caribe
Mexicano la primera imagen que nos viene a la mente son las distintas
tonalidades de azul —que aún es posible observar— en sus aguas marinas. Esto se
debe principalmente a que el mar es oligotrófico, es decir pobre en nutrientes
y, por lo tanto, la transparencia del agua es muy alta. Esta característica es
también fundamental para el desarrollo de los importantes procesos ecológicos
que mantienen a los ecosistemas costero-marinos que aquí existen y de los
cuales depende el bienestar socioambiental en la región.
Entre los principales ecosistemas que conforman el paisaje
del Caribe mexicano encontramos extensos bosques de manglar, praderas de pastos
marinos, arrecifes coralinos y playas de arena blanca con dunas costeras. Estos
ecosistemas están intrínsecamente relacionados entre sí y dependen directa e
indirectamente uno del otro para persistir ante distintas amenazas como los
huracanes, las tormentas, la contaminación y el cambio climático. Se estima
que, en su conjunto, sostienen una economía de aproximadamente 9,500 millones
de dólares anuales en los bienes y servicios que proveen a las poblaciones
humanas. Estos bienes y servicios incluyen los recursos pesqueros, la arena blanca
de las playas y la protección natural de la infraestructura costera. Sin
embargo, el rápido crecimiento urbano en la región, combinado con la falta de
implementación de estrategias de manejo y conservación, con una regulación
deficiente y desarrollo turístico desordenado, han provocado consecuencias
negativas en los diversos ecosistemas, afectando su resiliencia y, por lo
tanto, los servicios ambientales que proporcionan.
El desarrollo del Caribe mexicano inició en la década de
1970, como parte de la estrategia gubernamental para atraer la inversión
turística al país, a través del establecimiento de centros turísticos
integralmente planeados en las costas. En Quintana Roo, esto ocasionó que la
población se duplicara cuatro veces en poco menos de medio siglo: pasó de cerca
de 90 mil habitantes en 1970 a más de 1.5 millones de acuerdo a la última
encuesta (2015) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Así
mismo, el número de cuartos de hotel ha crecido exponencialmente en las últimas
décadas, para llegar a casi 100 mil en la actualidad. A la par de la creciente
demanda turística, se ha generado una rápida urbanización de la zona costera
para albergar a las personas que trabajan en las actividades relacionadas con
este sector económico, con la industria de la construcción y con todas aquellas
—nacionales e internacionales— que se ven atraídas por la región. El desarrollo
turístico y el urbano es mayor en el norte que en el sur, por lo que no es
coincidencia que en los últimos 30 años Playa del Carmen haya tenido una tasa
de crecimiento anual tres veces mayor al promedio nacional, o que la isla de
Cozumel reciba más de cinco millones de visitantes en un año; quizá esta isla
es el lugar más visitado por el turismo de crucero en todo el mar Caribe. Desde
el punto de vista económico, el modelo del Caribe mexicano parece ser un éxito
para la economía nacional, ya que genera casi 1.6 % del Producto Interno Bruto.
Desde la perspectiva ambiental la historia tiene matices distintos.
El descontrolado desarrollo costero ha impactado
negativamente en el sistema arrecifal, en las selvas y los manglares. En
particular para los arrecifes coralinos, la falta de instalaciones adecuadas
para tratamiento de aguas residuales ha propiciado un incremento de contaminantes,
de nutrientes y de sedimentos que los afectan. Para entender mejor la dimensión
de estos impactos podemos poner como ejemplo la rápida disminución en la
abundancia de corales formadores de arrecife, como los corales cuernos de alce.
Históricamente, los corales han ocupado más del 50% del sustrato en los
arrecifes del mar Caribe. Esta relación disminuyó drásticamente a partir de la
década de 1970. Hoy, la gran mayoría de los arrecifes del Caribe mexicano sólo
tiene entre 5 y 15% de corales, con severas implicaciones en la capacidad de
construir estructuras arrecifales que sirven de hábitat a muchas otras
especies. Esto a su vez genera un efecto en cadena que puede disminuir la
cantidad de otros organismos arrecifales, entre ellos especies de importancia
comercial que son fuente de trabajo y alimento para pobladores locales. La
disminución de corales en los arrecifes coralinos también afecta su capacidad
actual y futura como barreras naturales que protegen las costas —y la
infraestructura turística— del impacto de tormentas y huracanes tropicales.
Los impactos negativos del desarrollo costero se pueden
entender por la conexión que existe entre los sistemas kársticos (ríos
subterráneos) y los ecosistemas marinos. La región se caracteriza por estar
conformada principalmente por roca caliza, la cual es altamente permeable. Esto
implica que todo lo que ocurre en la superficie y genera residuos, se filtra y
llega al subsuelo y por lo tanto al acuífero. El acuífero —a una profundidad de
entre cinco y 20 metros de la superficie— es uno de los más importantes del
país y se conforma por una extensa red de cavernas y túneles inundados e
interconectados, distribuida a lo largo y ancho de la península de Yucatán. Es
utilizado como fuente de agua para consumo humano y, a su vez —en distintos
puntos a lo largo de la costa—, se conecta con el océano, transportando
nutrientes, materia orgánica y contaminantes al sistema arrecifal. Por lo
tanto, una de las principales preocupaciones —aparentemente inadvertida— es su
contaminación. Los sistemas de drenaje utilizados para el manejo de aguas
residuales son limitados y las regulaciones locales sólo requieren el uso de
tanques sépticos que inyectan las descargas al subsuelo, bajo una norma oficial
que no ha sido actualizada en más de 20 años. Esto se ha permitido bajo el
incorrecto supuesto de que las aguas residuales estarán aisladas por un largo
periodo. Sin embargo, distintos estudios en la región han demostrado que el
acuífero se mezcla con las aguas residuales, ya que al analizar las aguas que
se descargan al océano, se han detectado metales pesados, herbicidas,
indicadores de materia fecal e hidrocarburos; estos últimos incluso siguen un
patrón de disminución de norte a sur, que corresponde con el nivel de
desarrollo de la infraestructura.
Si bien es probable que la problemática ambiental en el
Caribe mexicano más grave se relacione con la sobreexplotación y contaminación
del acuífero, incluyendo la descarga de contaminantes al mar, esta no es la
única amenaza producto del desarrollo descontrolado de su línea costera. La
pérdida de bosques de manglar y dunas costeras como consecuencia del desarrollo
urbano y turístico, así como la desaparición de praderas de pastos marinos son
un problema serio. También, en años recientes han surgido nuevas amenazas, como
la aparición de especies invasoras como el pez león o la arribazón de
cantidades extraordinarias a las costas de un conjunto de especies de
macroalgas conocidas como sargazo (Sargassum
spp). Estas arribazones ocasionan “mareas marrones” producto de su
descomposición, lo que resulta en la mortalidad de especies marinas. La
acumulación de sargazo en cantidades nunca antes observadas en la playa
ocasiona pérdidas económicas a la industria turística y constituye un grave
problema relacionado con su disposición. Por la escala de este fenómeno y de
incrementarse su cantidad y frecuencia en los próximos años, esta generación
podría ser testigo del cambio de color del mar Caribe y por lo tanto del cambio
en todos sus ecosistemas. Además de las presiones relacionadas con la actividad
humana, la región es afectada por el cambio climático global, lo cual
ocasionará un aumento en el nivel del mar e inundaciones en zonas bajas,
temperaturas más altas y acidificación del océano; causará blanqueamiento de
corales y disminución de sus tasas de crecimiento, así como cambios en los
patrones de tormentas y huracanes, haciéndolos probablemente más intensos y
frecuentes.
También es de muy esencial atención una nueva enfermedad
emergente que está afectando los arrecifes coralinos a lo largo del Caribe
mexicano. Esta enfermedad, que afecta a más de 20 especies, se conoce como el
síndrome blanco y está provocando una drástica mortalidad en corales del Caribe
mexicano. El síndrome blanco provoca un rápido desprendimiento del tejido
coralino y bandas blancas muy evidentes. Uno de los ejemplos más preocupantes
ocurre con el coral pilar, especie que forma estructuras que alcanzan varios
metros de altura, las cuales asemejan catedrales submarinas. Cuando estos corales,
que tardan siglos en crecer, son invadidos por la enfermedad, mueren en pocas
semanas. Colonias de esta especie y de muchas otras se están perdiendo a una
velocidad alarmante en la costa del Caribe. Si bien el conocimiento del
patógeno que causa la enfermedad aún es escaso, los científicos atribuyen su
rápido avance, en parte, a la mala calidad del agua marina, resultante de
actividades humanas y de la destrucción de hábitats costeros como el manglar.
La problemática ambiental en el Caribe mexicano es bastante
compleja. Es obvio el atractivo de la región y de sus recursos naturales para
el desarrollo de la industria turística y la generación de oportunidades
económicas. Sin embargo, al mismo tiempo se incrementa la presión sobre los
arrecifes coralinos, los bosques de manglar, las dunas costeras y las praderas
de pastos marinos. Estos ecosistemas se vuelven más vulnerables a otras
amenazas —como el cambio climático— y se arriesga su permanencia y la de los
servicios ambientales que proporcionan a lo largo del tiempo. Si bien existen
iniciativas recientes que buscan mitigar el impacto humano sobre estos
ecosistemas, como aquellas enfocadas a proteger el sistema hídrico del estado
de Quintana Roo o el establecimiento de cuotas de saneamiento a los usuarios de
hoteles, se ha probado que las áreas naturales protegidas (ANP) bien
administradas son la mejor herramienta para su conservación. Incluso, se espera
que éstas ayuden a la mitigación de los efectos del cambio climático y a la vez
permitan el desarrollo de las comunidades locales que habitan en ellas. En el
Caribe mexicano existen 16 ANP, administradas por la Comisión Nacional de Áreas
Naturales Protegidas (Conanp), que suman cerca de siete millones de hectáreas,
de las cuales alrededor de 83% corresponden a la Reserva de la Biósfera Gran
Caribe Mexicano, establecida a finales de 2016. El establecimiento de nuevas
ANP es una política gubernamental correcta, pero debe estar acompañada de
suficiente presupuesto para que puedan cumplir con su objetivo de conservación
y trasciendan más allá del papel. Desafortunadamente, desde 2003 el
financiamiento destinado a las ANP en el Caribe mexicano —como el de otras ANP
del país— ha disminuido considerablemente: de cerca de 2.5 millones de dólares
en 2003, a menos de medio millón para 2017. Esta tendencia no ha cambiado en
las decisiones del gobierno actual ya que en 2019 la Conanp tuvo una reducción
en su presupuesto de alrededor de 28%.
Se han demostrado de manera extensa los múltiples beneficios
relacionados con el establecimiento y la operación de ANP. En particular en
aquellas con un componente marino, las poblaciones de peces se benefician al
removerse las presiones pesqueras. Así mismo, las comunidades de coral pueden
beneficiarse de la protección marina mediante dos mecanismos principales.
Primero, es posible regular actividades que causan daños físicos a los corales,
como el uso descuidado de anclas, prácticas destructivas de pesca y turismo
masivo de buceo y esnórquel. En segundo lugar, se espera que el efecto positivo
de la protección sobre las poblaciones de peces herbívoros controle las
macroalgas bentónicas y beneficie indirectamente a las comunidades de coral, al
reducir la competencia y liberar espacio para el establecimiento y crecimiento
de especies coralinas.
Sin embargo, en el Caribe mexicano se ha demostrado que los
efectos negativos del desarrollo costero y la contaminación marina sobrepasan
los beneficios que brinda la protección. La cobertura de coral se relaciona
positivamente con las características de protección, pero es significativamente
menor en sitios con actividad humana local elevada. Además, pronosticamos que
el desarrollo costero en curso reducirá la cobertura de coral —a pesar de la
protección ampliada dentro de un área protegida regional— si no se implementa
una estrategia efectiva de gestión integrada de la zona costera. Por esto es
fundamental que las personas encargadas de formular las políticas públicas
nacionales reconozcan el impacto perjudicial del desarrollo costero descontrolado
y fortalezcan, mediante presupuestos adecuados, a aquellas instituciones de
gobierno encargadas de verificar y aplicar las normas de construcción y
ordenamiento territorial, de descarga de aguas residuales, y de las estrategias
efectivas de conservación de los ecosistemas costero-marinos. La protección y
el manejo efectivo de los ecosistemas del Caribe mexicano son una cuestión de
seguridad nacional. Desde la academia, así como con la participación de
distintas organizaciones de la sociedad civil, debemos colaborar con el sector
público, para asegurar la persistencia social, económica y ambiental de esta
importante región. EP
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