El canto y el vuelo (fragmentos)

Seleccioné algunos fragmentos del tercer volumen de la poética de Alberto Blanco, que lleva por título El canto y el vuelo (anDante, 2016). En los próximos números publicaremos fragmentos de los otros dos volúmenes: La poesía y el presente (Auieo Ediciones y Taller Ditoria, 2014) y El llamado y el don (Auieo Ediciones y Conaculta, 2011). Agradecemos al autor y a las editoriales mencionadas el permiso para su reproducción. Esta selección no puede dar una idea cabal del alcance de tales ensayos; pretende tan sólo invitar a los lectores a leer los volúmenes completos de la reflexión más importante que se ha escrito en nuestro país sobre la poesía, desde que Octavio Paz publicó El arco y la lira. PB

Texto de 19/08/17

Seleccioné algunos fragmentos del tercer volumen de la poética de Alberto Blanco, que lleva por título El canto y el vuelo (anDante, 2016). En los próximos números publicaremos fragmentos de los otros dos volúmenes: La poesía y el presente (Auieo Ediciones y Taller Ditoria, 2014) y El llamado y el don (Auieo Ediciones y Conaculta, 2011). Agradecemos al autor y a las editoriales mencionadas el permiso para su reproducción. Esta selección no puede dar una idea cabal del alcance de tales ensayos; pretende tan sólo invitar a los lectores a leer los volúmenes completos de la reflexión más importante que se ha escrito en nuestro país sobre la poesía, desde que Octavio Paz publicó El arco y la lira. PB

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El canto y el vuelo (fragmentos)

Selección de Pablo Boullosa

La inspiración, si sucede —¡y más vale que suceda!— sucede en el principio y prácticamente no dura nada… es, si acaso se la puede comparar con algún fenómeno, como un relámpago. Lo que sigue es mucho trabajo que lleva mucho tiempo.

Nuestro tiempo es una época que valora el instante muy por encima del pasado y del futuro, y que ha decidido prescindir, para todos los fines prácticos, de la hipótesis de la eternidad.

Del capítulo “El futuro”

Tanto la poesía como la ciencia comparten un mismo anhelo: penetrar de lleno en la realidad, sin conformarse con lo que nos dicen las apariencias inmediatas, para tratar de entenderla mejor… este anhelo involucra una paradoja: se requiere de una fe ciega en los sentidos y su capacidad de darnos testimonio del mundo para investigar cualquier fenómeno, y al mismo tiempo es necesario tener y mantener un profundo escepticismo en cuanto a los alcances de los mismos.

La imaginación es la misma sea cual sea la actividad en la que se ponga en práctica, como también lo son la paciencia y la atención para ser capaces de observar la belleza del universo.

El poeta inglés Coleridge solía asistir a las clases de química de la Royal Institution. Un día, alguien sorprendido le preguntó por qué acudía a escuchar una materia tan distinta a la que él practicaba. El autor de “Kubla Khan” le respondió: “para enriquecer mis provisiones de metáforas”… ¿qué sería de la ciencia sin metáforas?

Primero la visión y luego la realización. Éste ha sido, es y seguirá siendo un postulado básico del arte tradicional. Primero la labor libre que lleva al artista a concebir la obra que ha de ser realizada y luego el trabajo servil para darle forma a su visión.

Si algo me enseñó la ciencia es que cuando uno investiga, es porque no sabe. Los auténticos trabajos de investigación son fruto de la ignorancia. Si un científico quiere investigar algo que ya sabe, sólo está perdiendo el tiempo. Se investiga algo, bien sea con la imaginación y/o con los instrumentos adecuados, para penetrar en una zona donde no ha entrado nadie; para tratar de comprender lo incomprensible. “No existe para el hombre —dice Goethe— mayor felicidad que explorar lo cognoscible y venerar lo incognoscible”. Esto es la poesía.

La ciencia no necesita del arte y el arte no necesita de la ciencia; pero el hombre sí necesita de los dos.

Del capítulo “La ciencia”

Al paso que vamos, pronto, muy pronto, no habrá para dónde hacerse.

Todas las formas de vida, incluyendo por supuesto la vida humana, son interdependientes. No pueden existir en soledad.

El arte, antes que un fenómeno cultural, es un fenómeno biológico.

Todas las artes son interdependientes.

Entre más ricas y variadas sean las formas artísticas cultivadas por una sociedad y por una tradición, éstas serán más sanas, armoniosas y estables.

Los llamados “periodos dorados o clásicos” de las distintas civilizaciones coinciden con un florecimiento de todas las artes en todos los niveles.

A más diversidad, más armonía y más estabilidad.

La vitalidad de una tradición poética depende de su riqueza y variedad. Entre más voces, visiones y formas poéticas se cultiven, mayor será la estabilidad de esta tradición.

El equilibrio que no se cumple dentro de una obra, así como el que no se logra dentro de un libro (y ya no digamos dentro de un poema), se puede cumplir dentro de una generación. Y aun el equilibrio que no se cumple dentro de una generación, se puede cumplir dentro de una escuela de poesía, un movimiento poético o una tradición.

Todas las artes son limitadas en sus efectos. Lo son también en los medios que utilizan para lograrlos.

El alcance de la poesía se confunde con el alcance del lenguaje. La poesía es la punta de lanza de las huestes del lenguaje. La poesía es el filo cortante de la esfera del lenguaje.

La poesía nos abre las puertas del misterio de la totalidad del ser humano, que va más allá, mucho más allá de las limitaciones del lenguaje.

La poesía llega al umbral de lo indecible, es decir, a los límites de lo que se puede pensar, comprender y transmitir con el lenguaje.

Del capítulo “La ecología”

Podemos considerar a la poesía como una reserva ecológica en el mundo devastado del libre mercado, porque como objeto de consumo la poesía prácticamente no existe.

Recibimos “pagos simbólicos” porque nuestro trabajo también… ¡es simbólico! Para los poetas no hay dinero porque la poesía no se vende… Y no se vende, en primer lugar y al margen de otras razones, porque no tiene nada que vender.

La poesía es el camino más corto para llegar hasta aquí. Éste es nuestro único refugio: saber que no hay refugio.

Todo oculta un alimento para el alma, y aun la existencia más miserable en apariencia tiene su secreta nobleza. Está en nosotros el descubrirla, el reconocerla, el crearla. Ésta es la altura, la dignidad de la poesía.

Existe en la práctica de la poesía una profunda pobreza original.

La dimensión de pobreza ontológica de la poesía le otorga su más alto grado de dignidad, y tiene que ver con la trágica condición humana de todos los tiempos; con el marcado contraste que existe entre la envergadura de los anhelos de la poesía y la dolorosa pobreza de sus medios para realizarlos; con la flagrante desproporción que existe entre las aspiraciones del hombre y los severísimos límites materiales, individuales, de su vida.

La pobreza de la poesía no es sino nuestra propia pobreza; la dignidad de la poesía radica en la cabal aceptación de sus límites para trascenderlos mediante el arte de inventarnos por la palabra, de volvernos seres humanos, de hacernos un alma.

Del capítulo “La pobreza”

La poesía es un arte de la velocidad.

En última instancia, la poesía, más que un asunto de placer —es decir, un asunto de satisfacción de los sentidos— es cuestión de conocimiento.

Primero tiene que haber una visión en nuestra mente. Y esta visión sólo puede provenir de un estado mental que no tiene principio ni fin. Es decir, de una mente meditativa. La visión sólo se da en el presente. Sucede siempre en el aquí y el ahora.

La posibilidad de la poesía es la más alta posibilidad del lenguaje. Por eso la poesía no corre prisa. La poesía se mueve demasiado rápido como para tener prisa.

Un verso, un poema, un libro de poemas, tienen su propio ritmo, su propio tiempo, y no hay modo de acelerarlos sin echarlos a perder.

En la poesía, como en la danza, nos encontramos con un sistema de actos cuya peculiaridad es que tienen su fin en sí mismos. No se trata de efectuar un movimiento cuya finalidad consiste en llegar a un lugar determinado (como el simple andar en busca de algo), sino de crear algo, un estado especial, mediante movimientos periódicos y regulados por ritmos.

Sólo hay que dar un breve paso para declarar a la poesía y a la danza como “inútiles”. Sí, tan “inútiles” como el juego, la elegancia, la cortesía, y hasta el amor… y tan necesarias. Son estas inutilidades las que nos han convertido en seres humanos.

El reino de la cantidad y la velocidad no da tregua, y si el poeta ha de sobrevivir a los vientos furiosos, ha de confiar en la profunda quietud del ojo del huracán.

Del capítulo “La velocidad”

El arte hace sentido, los artistas buscan este sentido y dar sentido, simple y sencillamente porque nuestro cerebro —maquinaria u organismo prodigioso— está diseñado para eso. Lo hace todo el tiempo. Nuestro cerebro hace sentido de toda la información que recibe y le da forma.

Ni siquiera Antonin Artaud con su sintaxis fracturada (que mucho debía sin duda a su cerebro atormentado y ya profundamente lastimado por los bárbaros tratamientos de electroshocks) deja de tener sentido y hacer sentido. ¡Así sea para hablar de la falta de sentido!

Es en la hora negra cuando la fe verdadera, inexplicable y absurda, tiene que ofrecernos sostén, refugio y sosiego a la absurda, inexplicable y verdadera aventura de vivir. Aquí y ahora.

Este universo no se puede reducir a una pura descripción matemática, necesitamos también del arte y la filosofía si queremos llegar a saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.

Del capítulo “El azar”

Todo parece indicar que yo debe desaparecer para que aparezca la poesía.

El yo es, por encima de todo, un recuerdo. Mejor aún: el yo es una serie de recuerdos. El yo es memoria. Una concatenación de imágenes y de historias. Una narración.

Allí donde la prosa encadena, la poesía desencadena.

Hay algo escondido en lo real, que es más real que lo real, y que se manifiesta en lo real.

El yo que canta no es yo.

No existe mayor obstáculo para la unión con Dios que yo, en la medida en que yo es tiempo.

Marina Tsvietáieva pone, como el incrédulo de Santo Tomás, el dedo en la llaga cuando afirma en Un poeta a propósito de la crítica que el enemigo más terrible del poeta es la obviedad de lo visible, la banalidad de lo que cree que sabe… esta confianza ingenua en la solidez del yo, en un supuesto autoconocimiento —que mucho más tiene de autocomplacencia y profunda pereza que de cualquier otra cosa—, es el verdadero enemigo.

Tal vez éste sea el verdadero sentido de la poesía y de todo el arte que, por principio de cuentas, o bien, al final de un largo y penoso proceso de depuración, no le da la espalda a la meditación: parar el diálogo interior hasta conseguir, más que la liberación del yo —una expresión ambigua que fácilmente conduce a malentendidos—, la disolución del yo. El silencio del yo. La disolución es la solución.

El yo y su proyección teatral, la personalidad, como hijos legítimos de una cultura cronofílica

Lo que importa de verdad es si hay una identificación a muerte con esta construcción o si existe un espacio para observarla, una sana distancia que nos permita tener sentido del humor y reírse de uno mismo, un escepticismo que nos deje ver que la vida es muchísimo más grande que yo.

Del capítulo “El yo”

En más de un sentido, la poesía extrae sus metales más preciosos de las minas del sueño.

Existe la posibilidad de escribir en el mismo sueño. Escribir poesía de esta manera implica, como resulta evidente, estar despierto y atento en el sueño, y ser capaz —como en la historia de la flor de Coleridge que tanto le gustaba citar a Borges— de trasladar los poemas escritos en el sueño hasta el mundo de la diaria vigilia. En otras palabras, se trata de pasar de contrabando, a través de la delgada membrana que separa a la vigilia del sueño, los poemas concedidos, concebidos y realizados en el sueño. Poemas traídos del sueño.

A fin de cuentas se trata simple y sencillamente de despertar.

Todos estamos dormidos, en mayor o en menor grado… El verdadero desafío sería despertar en esta vida. Y para ello la poesía es, o puede llegar a ser, una poderosa herramienta, un vehículo y hasta el camino mismo hacia la lucidez.

Los umbrales, como la membrana de una célula, no pueden funcionar solamente como protección y contención. La membrana celular ha de ser flexible y porosa, para permitir a la célula nutrirse y excretar, en un intercambio constante de energías con el mundo. Por eso todo umbral sólo puede cumplir con sus funciones si a la tarea de protección se suman sus posibilidades de transformación.

Tal vez el único testigo que pueda dar fe del paso del día del cuerpo a la noche oscura del alma, del cruce a través de la raja de los mundos, sea el poeta y su espada de dos filos: el lenguaje. Sólo el poeta, dormido y despierto al mismo tiempo, con la espada envainada y desenvainada, puede sentirse cómodo entre dos mundos —traspuesto el umbral— y capaz de situarse en el umbral mismo si es preciso, para dar noticias del otro mundo: es éste.

Lo que verdaderamente importa es que estamos vivos y que podemos estar despiertos. Vivos en el sueño de la vida. Despiertos en el sueño de la vida. Vivos en el sueño del despertar. El único sueño que de veras vale la pena es éste: ¡despertar!

Del capítulo “El sueño”

Para un artista —y no se diga para un músico o un poeta— es absolutamente indispensable ser capaz de escuchar en el silencio más profundo lo que el silencio dice. Esto es oír sin oír, escuchar sin escuchar; atender lo que el otro lado del lenguaje —o de la existencia— tiene a bien manifestar…

Así como la pintura es un intento por hacer visible lo invisible, y la música es un intento por hacernos escuchar lo que nunca ha sido oído, la poseía es un intento por decir lo que no se puede decir.

Nos queda el poema: la muestra de que se ha estado allí. Ésta es la flor de Coleridge de la que tanto hablaba Borges y que no es más que la comprobación de que el paraíso soñado, silencioso, existe. El poema vendría a ser entonces “lo que quedó” de la experiencia del silencio, de La Poesía con mayúsculas, algo así como la ceniza de la imaginación.

Las palabras están llenas de vida. La poesía no hace sino recordárnoslo…

La palabra poética debe descansar sobre los cimientos transparentes del silencio. No hay canto sin silencio.

Un silencio que nos ofrece —dependiendo de qué tan profundo, qué tan sincero, qué tan esencial sea— la sensación o la certeza de la eternidad y la experiencia del infinito, encarnados en el ruido del mundo: la realidad concreta, limitada y continuamente renovada de nuestra existencia.

Sin embargo, el camino de la poesía está poblado de sonidos. Mejor aún: el camino de la poesía es un camino de sonidos. No puede prescindir del sonido para hacer valer su silencio. Y ésta es una de sus más grandes paradojas. El don silencioso de la poesía requiere precisamente de la renuncia temporal a este don.

Me parece que en el silencio y con el silencio sólo se vuelve loco el ego. A quien le resulta insoportable y enloquecedora la realidad sin palabras es al yo, por la simple y sencilla razón de que yo no es sino palabras y no soporta el silencio.

Del capítulo “El silencio”

Sea constructivo o inspirado, apolíneo o dionisíaco, portador del arco o de la lira, la misión de todo poeta y de todo ser humano que se pregunta por los misterios de su oficio y, en última instancia, por el sentido de su existencia, consiste en ir más allá de las palabras.

La única respuesta apropiada a las grandes interrogantes de la vida es un acrecentamiento de la conciencia.

Todos los poemas, si de verdad han sido tocados por la gracia de la poesía, son pequeñas iluminaciones. Pero hasta los más grandes no dejan de ser como estrellas: luces diminutas, que nos llegan desde muy lejos, y que con su tenue y parpadeante luz iluminan con extrema delicadeza la noche del mundo… sin su belleza la noche sería, tal vez, insoportable.

Entre cantar y encantar no media más que una sílaba. Y entre esta sílaba y el silencio del vuelo, no hay más que un paso. Hay que darlo.

Al igual que las aves, el poeta tiene que usar —ya sea en sentido estricto o en un sentido figurado— constantemente la pluma: calentar la pluma, dejar correr la pluma, entrenar la pluma; y tener mucha confianza en el tiempo maravillado, el tiempo que no miden los relojes, el otro tiempo. El tiempo de los dioses.

El proceso que implica perder la importancia personal, para que la verdadera persona —el no-yo— aparezca, es fundamental no sólo en el arte de la poesía y en todas las demás artes, sino en el arte de amar y vivir.

Se trata de vivir una verdadera trans-formación, desde una vida centrada en el ego, hasta una vida donde lo importante no es el yo. Transformalismo. Así sucedió con las plumas de las aves, que empezaron siendo una simple adaptación anatómica para regular la temperatura y que se convirtieron con el tiempo en un maravilloso instrumento para volar.

La forma es el medio. El fin es trascender la forma.

Del capítulo “El canto y el vuelo”  ~

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