Una de las definiciones de inteligencia más prácticas es, sin lugar a dudas, la que nos ofrece la OTAN. Para el organismo militar supranacional, el fenómeno que llamamos inteligencia resulta ser toda información proporcionada y recogida por fuentes humanas. Pensar, entender, razonar, asimilar, son cosas valiosas; sin embargo, desde el punto de vista de la OTAN, no dan […]
Drama en series: The Americans: cosas de la inteligencia militar
Una de las definiciones de inteligencia más prácticas es, sin lugar a dudas, la que nos ofrece la OTAN. Para el organismo militar supranacional, el fenómeno que llamamos inteligencia resulta ser toda información proporcionada y recogida por fuentes humanas. Pensar, entender, razonar, asimilar, son cosas valiosas; sin embargo, desde el punto de vista de la OTAN, no dan […]
Texto de Ernesto Anaya Ottone 18/06/17
Una de las definiciones de inteligencia más prácticas es, sin lugar a dudas, la que nos ofrece la OTAN. Para el organismo militar supranacional, el fenómeno que llamamos inteligencia resulta ser toda información proporcionada y recogida por fuentes humanas. Pensar, entender, razonar, asimilar, son cosas valiosas; sin embargo, desde el punto de vista de la OTAN, no dan con el núcleo duro, con el meollo del asunto; porque la inteligencia tiene que ver, en esencia, con la información que pasa de un lado a otro: sólo donde hay información en movimiento hay inteligencia. Las personas más inteligentes (para la OTAN) no son las que crean información sino las que obtienen información y se la pasan a otros.
El mundo civil que se dedica a crear información (el mundo de las artes y el de las ciencias, por ejemplo) no comparte la perspectiva de la OTAN porque la inteligencia, para un civil, no tiene que ver con llegar a la información sino con llegar a la verdad. Eso que la OTAN llama inteligencia, en el mundo civil se conoce como astucia: astuta es la persona que aprovecha la circunstancia; inteligente, en cambio, es la persona que sabe adecuarse a la circunstancia. En el mundo civil y en el militar la inteligencia llega a significar cosas opuestas: la inteligencia civil ve en el otro (¿la otredad?) la posibilidad del encuentro; la inteligencia militar ve la posibilidad de la eliminación. La inteligencia civil ilumina; la inteligencia militar oculta. La inteligencia civil tiene metas; la inteligencia militar, objetivos. La inteligencia civil medita; la inteligencia militar especula. El contrapunto no tiene fin, son opuestos perennes, una ecuación que nunca se termina de resolver y que no sólo es un problema de Estado sino también individual, porque cada uno de nosotros cuenta con una inteligencia civil, que crea, y otra militar, que ejecuta; y tenemos que aprender a hacerlas convivir.
La precaria armonía entre estas dos maneras de entender el mundo (inteligencia/astucia) es lo que da forma al escenario dramático de la serie The Americans (2013), que cuenta las aventuras de una pareja de espías rusos mimetizada en un suburbio de Washington al comienzo de la era Reagan. La idea se le ocurrió a Joseph Weisberg (Chicago, 1963), un hombre de inteligencia militar. Luego de pasar por la Universidad de Yale, ingresó a la cia. Ahí, no sólo accedió al conocimiento científico en el arte del espionaje; también se enteró de anécdotas, aventuras y peripecias de todo tipo. A la hora de espiar, no ha habido gente más inspirada, más ocurrente y audaz que los rusos. Dentro del mundo del espionaje es universalmente aceptado que los soviéticos fueron, entre todos, los más inteligentes. Perdieron la Guerra Fría, pero ganaron la guerra secreta. La inteligencia militar de Weisberg vio en ese caudal de historias información valiosa y definió un objetivo: convertirlas en novelas, y dio el primer paso: renunció a la cia; el agente secreto quiso ser célebre. Talentoso y trabajador, rápidamente le dio forma a la primera novela: 10th Grade (Random Mondadori, 2002), con un arranque prometedor: fue incluida en la lista de libros notables que The New York Times hace cada año. Entusiasmado, el exespía trabajó arduamente la segunda novela: An Ordinary Spy (Bloomsbury, 2008), y logró una nominación al Believer Book Award. Más importante que la nominación fue que el productor Graham Yost leyera la novela y quisiera convertirla en serie televisiva para el canal FX (cuya especialidad son los deportes y las películas de acción).
El día que Yost tocó a la puerta de Weisberg, se llevó una sorpresa: el exespía ya había escrito el capítulo piloto. Yost lo leyó y le dio el mejor regalo que un ser humano le puede dar a un escritor: una buena crítica. La sentencia del productor fue clara y concisa: “Annoyingly good” (‘fastidiosamente bueno’). Weisberg no sabía escribir para la pantalla; había mucho que hacer pero faltaba el cómo; era preciso que aprendiera el arte de contar historias en movimiento. La solución que encontró el productor fue genial: lo puso a espiar. Introdujo al novato Weisberg en el grupo de escritores de la serie Falling Skies, creada para tnt por Steven Spielberg, cuya primera temporada estaba justo en proceso de escritura.
Escribir un guion puede resultar muy parecido a una operación militar. La historia se genera en un espacio-tiempo cerrado, un circuito, un campo de batalla, se lucha contra el caos, se hacen mapas, estrategias, revisiones, análisis, cambios de posiciones; hay que avanzar, hay conflictos, hay privaciones, angustia. Además, la lucha se hace desde el anonimato, en silencio. A los ojos de Weisberg ser guionista y ser espía resultaron actividades parecidas. Él, por lo tanto, tenía evidentes ventajas comparativas, y fue así como, después de dos años de duro entrenamiento, sobre el escritorio de Yost apareció un nuevo episodio piloto de la historia de espías. Esta vez al productor no le pareció fastidioso; aprobó la idea y, siempre paternal, llamó al escritor Joel Fields para que apoyara al aprendiz guionista en la tarea monumental de construir The Americans.
Cuando Weisberg ingresó al mundo del espionaje, a finales de los ochenta, el bloque soviético ya había sido derrotado (el Muro de Berlín cayó en 1989). Sólo quedaban las anécdotas, diseminadas como ruinas. Weisberg eligió, entre todas, el programa de espionaje biológico de la URSS, una de las ocurrencias más insólitas de los soviéticos. El programa convertía espías rusos en inofensivos ciudadanos estadounidenses, mimetizándolos a la perfección. Entre las anécdotas circulaba la historia de un falso matrimonio capaz de recurrir incluso al sexo para manipular y extorsionar; capaz de asesinar y, al mismo tiempo, de ser una pareja inocua, perfecta, patriótica. En la figura del matrimonio mentiroso, Weisberg encontró mucho más que una buena anécdota, dio con un contraste estructural (verdad/mentira) que le permitiría construir una historia mayor. Una estructura dramática, además del elemento sustantivo (el contraste), tiene un elemento activo (el conflicto). En el caso de The Americans, el conflicto estructural fue más que evidente; se trataba de la Guerra Fría: URSS/USA.
Así como el contraste verdad/mentira aterrizó en la figura del falso matrimonio, el conflicto de la Guerra Fría aterrizó en un excelente año (en términos dramáticos): el inicio de la era Reagan, en concreto, cuando le dispararon: un momento de caos (el peor escenario para un agente secreto), el principio del fin de la Unión Soviética (apenas faltaban diez años para su derrumbe), una situación dramática perfecta para arrancar la historia. La elección de Weisberg fue casi perfecta porque, pudiendo abrir el primer episodio de la serie con el atentado, lo colocó hasta el cuarto capítulo, desaprovechando la posibilidad de empezar con el mayor nivel de tensión posible. No hay mejor principio que un final, pero la inteligencia militar ve en el principio lo que empieza, no lo que termina.
Cuando se piensa una historia con inteligencia militar, lo más importante es el objetivo, no las razones, lo cual hace que los personajes tengan metas contundentes pero motivos forzados, débiles, incluso contradictorios. Es lo que sucede en The Americans, por ejemplo: la violación de Nadezhda (Elizabeth como estadounidense) por parte de un oficial soviético durante su entrenamiento, no afecta en nada su fervor patriótico. Sigue sin dudar un ápice lo que le ordena el sacrosanto régimen. El personaje está construido como pieza de ajedrez: siempre es la misma, de principio a fin, una mujer fría a la que no le entran balas. De hecho, toda la serie está armada como si se tratara de un conjunto de partidas de ajedrez. Son historias donde sólo hay dos situaciones dramáticas: defensa y ataque; las escenas son jugadas, es decir, desplazamientos en lo que alguien busca sacar provecho del otro; las situaciones dramáticas más recurrentes son la coincidencia y la amenaza; cuesta romper el equilibrio (en el ajedrez el empate es lo natural).
En el arco de desarrollo de su historia, Weisberg no le dio (no le vio) peso dramático al colapso de la Unión Soviética, porque lo que necesitaba eran espías bien mantenidos, bien pagados, sin fisuras (si tienen dudas, las superan rápido). The Americans necesitaba dos superpotencias que pelearan al mismo nivel, una capaz de desarrollar tecnología de punta y otra capaz de robarla. No hay mucho espacio para la crisis del imperio, ni para desarrollar las crisis personales: porque éste es un matrimonio que tiene una condición sine qua non: ninguno de los dos se tiene que enamorar del otro. Esa condición se rompe, pues sucede que ya no toleran las misiones sexuales del otro, sienten celos, están confundidos, el falso matrimonio entra en crisis. Intentan amarse pero no deben, no pueden. Este drama, bien desarrollado, hubiera hecho que la historia personal se impusiera a la historia oficial; en lugar de eso, dura unos pocos capítulos y, más que resolverse, se disuelve; simplemente, se impone el deber, el matrimonio falso vuelve a ser la única verdad, podrán sentir cosas pero habrá que aguantar: son lo que son y no se discuta más. De esta manera la pareja de espías puede volver a trabajar día y noche, durante varias temporadas, en peligrosos operativos de los que siempre sobrevivirán para llegar a casa a cenar con sus hijos o a despertarlos por la mañana y servirles el desayuno. Cumplen misiones agotadoras pero tienen la casa impecable, sin empleada doméstica.
The Americans resulta una serie fantasiosa y ligera; podría haber sido incluso una comedia si no fuera por la monstruosidad del planteamiento: la procreación y crianza de dos hijos para encubrir a la pareja de espías. Lo fantasioso y ligero contrasta con lo oscuro y violento, y fue ése el contraste que finalmente encantó a Weisberg y que desarrolló, dejando en statu quo verdad/mentira.
Al igual que el ajedrez, The Americans también presume algunas partidas notables. Las vicisitudes de Beeman, agente de la cia cuyo peor enemigo son los afectos. La historia de Nina, la secretaria del jefe de la oficina de la KGB en Washington (suena absurdo pero es así, se hacen pasar por una suerte de consulado al que llaman “Rezidentura”, dentro del cual opera la “oficina S”, y la cia sabe todo). Y en particular la historia de Martha, la secretaria del jefe de la cia. Ambas mujeres son los personajes más complejos, con potencial y calidad para ser, en sí mismos, el tema de una novela o una obra de teatro.
En los sesenta, Mel Brooks hizo una parodia del mundo del espionaje llamada Get Smart (Superagente 86). Llegó a ganar un Emmy y casi un Globo de Oro. The Americans lleva cuatro temporadas sin poder cosechar tributo alguno. Es que cada vez que termina una temporada, Weisberg y su equipo se juntan para hacer lo que llaman el storybreaking y el overarching; es decir, para que la historia avance, la “rompen”; para que progrese, la “sobrearquean”. Cosas de la inteligencia militar. ~