DRAMA EN SERIES: Game of Thrones: Jugando a la Edad Media

La existencia de una historia supone la existencia de un mundo. El mundo en el que sucede la historia puede ser real o ficticio. Cuando el mundo de la historia es real, lo importante es la historia, cuando el mundo de la historia es irreal (nuevos continentes, una galaxia alternativa, una nave interestelar, etcétera), lo […]

Texto de 22/11/17

La existencia de una historia supone la existencia de un mundo. El mundo en el que sucede la historia puede ser real o ficticio. Cuando el mundo de la historia es real, lo importante es la historia, cuando el mundo de la historia es irreal (nuevos continentes, una galaxia alternativa, una nave interestelar, etcétera), lo […]

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La existencia de una historia supone la existencia de un mundo. El mundo en el que sucede la historia puede ser real o ficticio. Cuando el mundo de la historia es real, lo importante es la historia, cuando el mundo de la historia es irreal (nuevos continentes, una galaxia alternativa, una nave interestelar, etcétera), lo importante es el mundo. En las historias reales, el mundo permite el desarrollo de los personajes, mientras que, en las historias irreales, son los personajes los que permiten el desarrollo del mundo. Así, el explorador Raphael Hythloday nos hace conocer la isla Utopía de Tomás Moro, el doctor Gulliver nos hace conocer la Lilliput de Jonathan Swift, y un hobbit nos hace conocer la Tierra Media de Tolkien. De la misma forma, una galería de variopintos personajes nos hacen conocer Westeros y Essos, dos continentes ficticios en Game of Thrones (hbo, 2011-2019), pertenecientes a un mundo neomedieval donde abunda la intriga y la traición, el sexo, la violencia explícita, locaciones exóticas, larguísimos inviernos, ejércitos de zombis, hechiceros y dragones.

Cuando digo que en este tipo de mundos, las historias no son importantes, me refiero a que no son complejas, a que cuentan dilemas que no exigen mayor desarrollo, porque lo que se desarrolla es el mundo. Por ejemplo, en la primera temporada, antes de que el hijo mayor de la Casa Stark parta a su primera guerra, la madre le dice: “Si pierdes, tu padre muere, tus hermanas mueren, yo muero, moriremos todos”. El hijo contesta: “Entonces es simple”. Otra madre, Cersei Lannister, cuando instruye a su hijo aspirante a rey, le aclara: “Todos los que no son nosotros, son enemigos”. Como se puede apreciar, los dilemas de Game of Thrones se solucionan rápido; sin embargo, la historia parece no terminar nunca. ¿Cómo puede durar tanto algo que se decide tan fácil? La explicación descansa en un principio dramático: las historias con dilemas simples tienen tramas complicadas. Un sencillo ejemplo ilustra bien este principio: en Caperucita Roja, el lobo tiene que decidir si se come o no a Caperucita; para un lobo hambriento eso es un dilema sencillo, lo complicado está en la trama: el lobo se hace pasar por la abuelita. Lo mismo sucede en Game of Thrones, que, por cierto, está llena de lobos.

La trama es complicada y gira en torno a tres ejes: (1) luego de trescientos años en el poder, la dinastía Targaryen es aniquilada; la hija del rey, única sobreviviente, desde el exilio en Essos, un continente parecido a Eurasia, busca regresar a Westeros, parecido a Gran Bretaña, donde: (2) varias familias nobles se enfrascan en una violenta lucha dinástica; al mismo tiempo: (3) en el extremo norte de Westeros, una inmensa muralla intenta detener a zombis y a salvajes. Estos tres vértices conforman una rueda dramática que gira y gira sin parar, generando incontables situaciones, mientras las historias (los dilemas) se repiten tal como las jugadas de una partida de ajedrez: las variantes son infinitas, con personajes de una sola pieza (el autor dirigía torneos de ajedrez). Hay una variante que lo vuelve un ajedrez único, enloquecido: en Game of Thrones el rey muere a cada rato y con bastante facilidad.

La idea de un mundo que ha sido creado implica la idea de un dios creador. Los escritores que inventan mundos deben ser considerados escritores-dioses, gente de prodigiosa imaginación, cuyos personajes resultan criaturas dotadas, también ellas, de prodigiosas facultades. El personaje-
criatura se caracteriza porque hace lo que le dicta el escritor-dios, que siempre tiene el poder total (al revés del escritor-demiurgo, que depende de lo que le dicta el personaje). El hecho de que en Game of Thrones pululen criaturas en el sentido más tradicional de la palabra (seres imaginarios, nefastos o monstruosos), confirma lo que digo: el personaje-criatura es la creación natural del escritor-dios, y éste es el denominador común de la literatura fantástica. Por lo tanto, el verdadero poder en Game of Thrones no está en el Trono de Hierro, sino en la silla del estudio de George R. R. Martin (Nueva Jersey, 1948), ubicada en Santa Fe, Nuevo México, lugar donde reside.

Flojo de cuerpo (es obeso), hiperactivo de mente (apasionado ajedrecista), Martin era un sencillo profesor de periodismo en un sencillo instituto en Illinois. Nadie hubiera sospechado que estaba destinado a grandes cosas. No obstante, el escritor-dios había iniciado el prodigio: a partir de 1975, año tras año, hasta la actualidad, no ha parado de ganar los principales concursos literarios de ciencia ficción acumulando varios Hugos, Locus, Nébulas, Seiuns y AnLabs, además de un Bram Stoker y un Premio Mundial de Fantasía. Su primera novela (Muerte de la luz, 1977) lo consagró. Dejó el periodismo para dedicarse por completo a la literatura. No fue fácil: su cuarta novela vendió tan poco que, para sobrevivir, terminó engrosando las filas de los guionistas de Hollywood durante más de diez años, escribiendo episodios para series de corte fantástico como The Twilight ZoneWild Cards y La Bella y la Bestia. Pero un escritor-dios necesita crear sus propios mundos y, a mediados de los noventa, Martin renunció a Hollywood, se enclaustró en Santa Fe y al cabo de unos pocos años salió de ahí convertido en el mayor escritor de género fantástico de todos los tiempos. Juego de Tronos (1996), la primera novela de la serie Canción de hielo y fuego, lo catapultó en las listas de ventas. Tenebrosa, sádica, misteriosa, ágil, ingeniosa, brutal, sexual, mítica, fantástica, fue un éxito sin precedentes. El escritor resultó ser el dios de un mundo que producía mucho dinero. Siguieron entonces Choque de reyes (1998) y Tormenta de espadas (2000), aún con mejores resultados. La trilogía se volvió heptalogía, donde la repetición, la fórmula, es evidente: Festín de cuervos (2005), Danza de dragones (2011), Vientos de invierno (2018) y Sueño de primavera (sin fecha y fin de la saga). La cosa no termina ahí porque se anuncian varias precuelas y secuelas. Hay que decirlo: Martin no parará de explorar su vasto mundo imaginario en busca de todo el oro que pueda encontrar.

Se ha equiparado a Martin con Tolkien. En efecto, ambos son escritores-dioses, ambos son los autores de las sagas fantásticas más potentes en el mundo editorial y cinematográfico, ambos comparten una doble R en el nombre de pila (Ronald Reuel Tolkien y Raymond Richard Martin). Sin embargo, son opuestos. Tolkien combatió en la Primera Guerra Mundial, Martin fue objetor de conciencia; Tolkien (1892-1973) era británico, Martin es estadounidense; Tolkien era un hombre de acción, Martin es sedentario; Tolkien fue un católico ultraconservador, Martin es un demócrata; Tolkien fue doctor honoris causa de varias universidades, comendador de la Orden del Imperio Británico; Martin es un multipremiado escritor de ciencia ficción, millonario, dueño de un cine en Santa Fe. La diferencia más profunda y significativa tiene que ver con el tipo de vacío cultural que cada uno llenó. Gran Bretaña carece de una mitología como la griega y Tolkien (celoso) quiso corregir esa “falta”. Inspirado en el Kalevala finés, el Antiguo Testamento, las sagas nórdicas, la mitología celta y la Primera Guerra Mundial, fue capaz de generar un mundo mítico paralelo atiborrado de leyendas e historias épicas, un legendarium, como lo bautizó el propio Tolkien. Obra compleja, se trata de una auténtica cosmogonía que explora la naturaleza del mal, el significado de la muerte, el sacrificio y la redención.

Del otro lado del Atlántico, y de manera equivalente, Martin también encontró algo que “faltaba” en la civilización estadounidense: carecía de Edad Media, y él, George R. R. Martin, agarrándose de Tolkien, agarrándose de Los reyes malditos de Maurice Druon y de la Guerra de las Dos Rosas de la Inglaterra del siglo xv, terminó por darle forma a esa Edad Media que faltaba. Se trata de una Edad Media llena de otros (zombis, salvajes y extrañas criaturas), con una muralla de proporciones descomunales (el ideal medieval, el sueño de Donald Trump), y cuervos-mensajeros, eficientes como celulares. Una Edad Media rápida, espectacular y brutal, donde las continuas ejecuciones, esclavitud, incesto, tortura, violaciones, matrimonios forzados, secuestros y uso militar de niños, no buscan revelar un sentido o un origen común, sino tan sólo poner en acción un juego, un mecanismo (como bien ilustra la cortinilla de inicio), un gran game. Así es el nuevo Tolkien.

En Game of Thrones no hay buenos y malos porque todos son malos, todos pueden ser vengativos, crueles y despiadados (excepto el gigante Hodor, que sólo dice su nombre). Aquí, más bien, hay simpáticos y antipáticos, en términos técnicos: héroes y antihéroes. Por héroe se entiende el personaje que busca restablecer el orden o liberar una fuerza oprimida mediante una hazaña, y por antihéroe el que usurpa un lugar que no le corresponde. Recuperar/Usurpar es el conflicto-eje que pone en acción el andamiaje de esta historia. Como las historias avanzan igual que los seres humanos, con dos piernas, hay un segundo conflicto-eje tan poderoso como el anterior: el del inocente y el traidor. En esta serie, a cada rato, en todas partes, hay un traidor que avanza a costa de un traicionado. Esta figura permite todo tipo de cambios repentinos, lo que vuelve a la historia hiperdinámica. Son las razones dramáticas que han llevado esta serie a ser la más exitosa de todos los tiempos.

El personaje que agoniza (que sufre) es el protagonista, aquél con el que estamos dispuestos a sufrir juntos, a sentir compasión. Como en Game of Thrones agonizan casi todos, la galería de protagonistas es enorme, de tal forma que cada espectador termina eligiendo, según su gusto, a quien acompañará en su dolor. Yo elijo al enano libidinoso Tyrion Lannister: aristócrata, hijo despreciado por el padre, tan inteligente como minusválido en un mundo donde matar es condición para vivir. En sus propias palabras, el personaje se retrata así: “Soy un hombre vil, mis crímenes y pecados son incontables: he mentido, he engañado, apostado y salido con prostitutas. No soy particularmente bueno con la violencia, pero soy bueno en convencer a otros para que ejerzan violencia por mí”. Tiene el espesor de los mejores personajes shakespearianos, mezcla de Falstaff (cobardón y vanidoso) y Ricardo III (el deforme ambicioso), y resulta un gigante en términos dramáticos, la mejor creación de Martin. El actor que lo interpreta, Peter Dinklage (Morristown, 1969), es excepcional, el único del nutrido grupo de actores que ha recibido un Emmy y un Globo de Oro por sus actuaciones. Cuando aparece en escena, la historia se vuelve mayor, no sólo por su gran cinismo y astucia, sino también porque asume el rol de voz moral, el personaje que, dentro de la historia, representa al espectador. Porque en un mundo como el de Game of Thrones, todos somos el enano.  EP

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