Drama en series: De Twin Peaks a Twin Towers

Entre abril de 1990 y junio de 1991, el mundo de la televisión estadounidense experimentó un hecho inédito, impredecible e irrepetible: una cadena más bien conservadora, la abc, produjo una serie surrealista, dadaísta, onírica y grotesca, que cautivó a millones de espectadores. La primera temporada de Twin Peaks (de tan sólo ocho episodios) fue pautada en horario […]

Texto de 24/09/16

Entre abril de 1990 y junio de 1991, el mundo de la televisión estadounidense experimentó un hecho inédito, impredecible e irrepetible: una cadena más bien conservadora, la abc, produjo una serie surrealista, dadaísta, onírica y grotesca, que cautivó a millones de espectadores. La primera temporada de Twin Peaks (de tan sólo ocho episodios) fue pautada en horario […]

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Entre abril de 1990 y junio de 1991, el mundo de la televisión estadounidense experimentó un hecho inédito, impredecible e irrepetible: una cadena más bien conservadora, la abc, produjo una serie surrealista, dadaísta, onírica y grotesca, que cautivó a millones de espectadores. La primera temporada de Twin Peaks (de tan sólo ocho episodios) fue pautada en horario estelar y alcanzó la cima del éxito comercial. Pero el sueño no duró mucho. Al parecer, los telespectadores tomaron conciencia de que lo que estaban presenciando no era lo que tenían que estar viendo, y la segunda temporada de veintidós episodios se fue a pique. Con la audiencia por los suelos, la abc no tuvo más remedio que dar carpetazo final a las extrañas vicisitudes del agente del fbi, Dale Cooper, protagonista de la serie. Aun cuando lo insólito desapareció de la pantalla, ésta no pudo volver a ser la misma de antes; a partir de entonces, los dramas televisivos de larga duración ya no sólo tuvieron que intrigar y entretener, sino que, además, tuvieron que perturbar. Serie que no perturba no es serie, y eso se lo debemos a Twin Peaks.

Si bien Twin Peaks es una cocreación del director/guionista David Lynch y del guionista/director Mark Frost, la serie existió en la cabeza del primero antes que en la del segundo. Prueba de ello es Blue Velvet (1986), anterior película de Lynch, que de paso lo convirtió en el más popular de los directores de culto. La historia de Blue Velvet transcurre en Lumberton, un pequeño pueblo maderero del nordeste de Estados Unidos, idéntico a Twin Peaks. El actor que encarna el rol protagónico es el mismo en ambos trabajos, Kyle MacLachlan, y el tipo de personaje también: alguien audaz que investiga un crimen de manera inusual, desafiando la legalidad. En el caso de la serie se trata de un agente del fbi; en Blue Velvet, de un joven que descubre que su pasión es husmear en otras vidas. No cabe duda de que el futuro del joven Jeffrey será entrar a la academia del fbi, de la que saldrá convertido en el agente Cooper. Es tal la similitud entre ambos personajes que incluso usan la misma ropa interior: los boxers que Isabella Rossellini le baja lentamente a Jeffrey cuando lo desnuda en su departamento son idénticos a los que lleva puestos el agente Cooper mientras hace ejercicio en su cuarto del The Great Northern Hotel, al comenzar el segundo día de investigaciones.

Blue Velvet y Twin Peaks manejan tramas policiales, y ambas juegan con el mismo motivo: detrás del crimen hay una perversión. Develar el misterio —en Blue Velvet, quién tiró al pasto una oreja humana; en Twin Peaks, quién mató a Laura Palmer— es la meta en función de la cual giran todos los elementos de la historia. Pero las historias policiales, salvo excepciones, no son auténticamente “historias”. Entiendo por historia la situación dramática en la cual se presenta un dilema, es decir, cuando el protagonista enfrenta una disyuntiva y está obligado a tomar una decisión. Descifrar pistas no es lo mismo que tomar una decisión. El agente Cooper es un personaje de una sola pieza, íntegro, con un objetivo claro; enfrente tiene obstáculos que le impiden llegar a la verdad, pero él cuenta con herramientas profesionales y paranormales que le permiten ir derribando esas dificultades.

Ahora bien, enfrentar un obstáculo no es lo mismo que enfrentar un dilema; el obstáculo es un conflicto, un choque; el dilema, una bifurcación. Los obstáculos (conflictos) sólo se resuelven de tres maneras: evadiéndolos, superándolos o eliminándolos (un místico agregaría, disolviéndolos). El dilema, en cambio, se resuelve de una sola manera: decidiendo. ¿Qué tiene que decidir el agente Cooper en Twin Peaks? Una sola cosa: si se acuesta o no con Audrey, la hija menor de edad (17 años) del hombre más rico de Twin Peaks, Benjamin Horne, dueño de The Great Northern Hotel. Sin embargo, el dilema del agente Cooper está en la periferia de la trama. Lynch está más concentrado en develar sueños, descolocar la realidad, normalizar la patología; como no le interesa el dilema en que se encuentra el agente Cooper, lo resuelve rápidamente en una escena de alcoba: Audrey se mete al cuarto de éste y lo espera desnuda en la cama; al llegar, Cooper se sienta en una orilla, muy arropado con una chamarra del fbi, pidiéndole que por favor se retire, que es de su gusto, sí, pero que antes están el deber y la ley. Fin de la historia. ¿Qué queda entonces por contar? Lo que queda cuando ya no hay dilema, es decir, un conjunto de eventos que podemos identificar como “situación dramática”.

Una situación dramática se compone de tres elementos: coincidencias, contrastes y conflictos. La manera más fácil de encontrar situaciones dramáticas —intensas y continuas— es encender la televisión y mirar cualquier canal deportivo; basta con hacer coincidir en un mismo lugar a dos contendientes con un objetivo claro —la superación del otro— y todo un mundo empezará a girar en torno. Y eso es justamente lo que hace David Lynch en Twin Peaks: la investigación de un crimen atroz —la situación dramática— le permite crear un mundo donde la maldad no tiene que ver con el sistema de valores, sino con un espíritu endemoniado que toma posesión de la gente.

El mundo de Twin Peaks es bello, oscuro, extraño y anormal. Es un mundo complejo que se desenvuelve en una trama complicada; pero se trata de un mundo sin historia, porque a Lynch no le interesan las historias, sino los mundos descarnados y surrealistas. Para ponerlos en acción sólo le hacen falta situaciones dramáticas eficaces, y la pregunta “¿quién mató a Laura Palmer?” —que tuvo en vilo a todo Estados Unidos— cumplió ese cometido a la perfección. Sin embargo, para Lynch se trataba de una pregunta abierta que no tenía que ser contestada. Fiel a esa idea, se dedicó a jugar Clue con millones de espectadores, hasta el agotamiento. Sin historia que contar y con la presión de todo un país que demandaba el nombre del asesino, Lynch tuvo que renunciar a su terquedad (se ríe de sí mismo interpretando a un personaje medio sordo y gritón), y finalmente, en el episodio nueve de la segunda temporada, se resuelve el crimen. Lynch no escribió ni dirigió este capítulo, el más importante de la serie; estaba decepcionado: la idea surrealista de hacer un policial donde nunca se sabe quién es el criminal se había ido al traste.

El personaje elegido para encarnar al asesino de Laura Palmer tuvo un final melodramático y compasivo: en el fondo se trataba de alguien querido por el público que había sido poseído por Bob, un espíritu maligno. No es un dato menor acotar que el tal Bob fue una ocurrencia a partir de un error: en la última escena de la primera temporada, mientras la mamá de Laura Palmer llora desconsolada, aparece reflejado en un espejo el asistente de decoración. Lejos de desechar la toma, Lynch la incorporó al corazón mismo de la serie, convirtiendo a un hombre distraído en estrella televisiva. Cuando un trabajo de este tipo depende a tal punto de las ocurrencias de su creador, es difícil augurar un buen final. En este caso, la virtud de ser un artista abierto y receptivo a lo que sucede en los procesos creativos se terminó convirtiendo en la dictadura de una subjetividad.

Desde el punto de vista de la escritura dramática, el problema de Twin Peaks fue que el dilema no estuvo nunca en manos de ningún personaje: se lo apropió Lynch al dejar en suspenso la decisión de quién encarnaría al asesino, convirtiendo la serie en un “reality show”. Finalmente, y ahogado por su propia criatura, Lynch abandonó el proyecto en manos de hábiles asistentes y se fue a preparar Wild at Heart, película con la que ganaría la Palma de Oro en Cannes. A Pirandello no se le habría ocurrido nunca que seis personajes en busca del autor podrían llegar a ser los sesenta y seis de una serie que quedó a la deriva. Lynch hizo realidad el absurdo. En estas condiciones, y una vez resuelto el asesinato de Laura Palmer, Twin Peaks cometió el error de durar trece episodios más —seis horas y media de ocurrencias— que resultan prescindibles. No puedo decir lo mismo de los primeros tres episodios —dirigidos por Lynch— que, en conjunto, son una obra maestra del cine.

Uno puede tener claras las razones que hundieron a Twin Peaks; sin embargo, resulta un misterio entender cómo fue posible que una serie vanguardista haya podido alcanzar tales niveles de audiencia. Quizá fue porque la era Reagan/Bush estaba llegando a su fin y la sociedad estadounidense anhelaba aires nuevos. Comenzaba Los Simpson y faltaba muy poco para el ascenso al poder de Clinton, cuyo chascarro futuro encajaría en cualquier película de Lynch.

Probablemente el punto de enganche más fuerte entre Twin Peaks y la mentalidad estadounidense —en la era que sea— es la sospecha de que el mal viene de fuera y que puede encarnar en cualquiera. Para Lynch resultó ser un despistado que salió en cámara; para la Casa Blanca —en ese momento— el mal había tomado posesión de Sadam Husein, al que se le declaró una guerra bautizada por el propio Sadam como “la madre de todas las guerras” (y tenía razón). La segunda temporada de Twin Peaks tuvo que competir con las crudas imágenes en directo de la guerra del Golfo, y la serie terminó por desmoronarse. Diez años más tarde, por la misma causa, lo que se desmoronó fueron las Twin Towers, algo que ni siquiera Lynch hubiera imaginado.  ~

DOPSA, S.A. DE C.V