La fotoperiodista Aurea Itandehui Del Rosario Ramírez se acerca al culto de la Santa Muerte y sus devotos.
Devociones: La Santa Muerte
La fotoperiodista Aurea Itandehui Del Rosario Ramírez se acerca al culto de la Santa Muerte y sus devotos.
Texto de Aurea Del Rosario 25/01/21
Es domingo primero de noviembre y las teclas del acordeón resuenan entre las avenidas Chimalhuacán y Carmelo Pérez, en el Estado de México. En una Plaza de Músicos, techada, chiquita con banquitas azules, en medio del camellón, ahí, contrarrestando el sonido de los autos, destaca una celebración con cantos, corridos y sobretodo con un rosario. Se festeja a la Niña Blanca, a la Santa Muerte.
Alberto “Paleta Stain” Bocanegra y Cristina Gutiérrez son los anfitriones en la realización de esta fiesta, porque el Día de Muertos es el día de ella; ellos, la acompañan, la bailan y le agradecen los favores. Pero antes de comenzar, hablan con la policía del Estado para que los dejen estar unas horas festejando, porque hay pandemia y debe haber distancia pero, dentro de esto, la gente que va llegando confía plenamente en su santa.
—Cuando mi niña me lo ordene, en sus brazos dejo mi vida; cuando me diga: “Se acabó”, pues se acabó, —dice Aurelio Vega, mientras fuma un cigarro junto a su sobrino; no tienen muchos meses como creyentes. Cristina, su madrina, les invitó a ir.
El altar es una mesa con más de diez santas, cada una con su guadaña. Tienen varias de diferentes tamaños, algunas hechas de madera y otras de porcelana; usan diferente ropaje con colores azules, amarillos y morados –cada tono representa éxito, economía, amor o salud; en estos tiempos se pide mucho por la salud junto al equilibrio entre el bien y el mal. Las flores están presentes: el altar se llena de pétalos de rosas y cempasúchil; hay pirámides de bolillos para que no falte el pan. Latas de cervezas, Tonayán y Huasteco, puros y cigarros para purificar.
Cristina es la encargada de realizar el rosario. Ella, al igual que las santas, cambia su vestimenta del diario por un vestido blanco; como cisne entre los devotos, carga collares de protección para regalar a los presentes. Stain los hace; tarda tres horas en cada uno, dependiendo las cuentas que traiga y si porta alguna Santa. La religiosidad que antes tenía Cristina era hacia el cristianismo. Conoció a Paleta vendiendo dulces en el mismo camellón —a Alberto le dicen Paleta por ser el dulce que vende—; él la atrajo —aunque menciona que pidió una novia a su flaca—, y Cristina se volvió su esposa. Ahora, ella purifica gente con humo de tabaco y mezcal rociado; les bendice como conducto de su niña.
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México, como un país con abundante cultura popular, crea una mística a diferentes devociones como santos, patronos y vírgenes. La gente los recrea, los resignifica y dependiendo de su contexto social, sea un sector vulnerable o no lo sea, liga sus necesidades personales a los poderes divinos de alguna figura religiosa a la que ofrece una oración.
La Santa Muerte fue creciendo ante estas necesidades. Óscar Lewis habló de ella en Los hijos de Sanchez, ligándola a Tepito, a las vecindades y sus habitantes. El santuario creado por Enriqueta Romero en la calle Alfarería la unió más al “barrio bravo”; no obstante, su culto va de norte a sur en Latinoamérica. Su fenómeno recorre a narcotraficantes, al igual que a madres que piden por sus hijos o a hijos que piden por su madres. Las expresiones de fe pueden ser marcas en la piel como tatuajes, obsequios para ella y ritos.
Dentro del imaginario colectivo se toman los espacios para rezarle; su práctica va en ascenso, la gente se convierte por el impulso de un porvenir.
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El rosario se lleva a cabo a las doce. Mientras Cristina ora, Paleta camina de un lado a otro; reza, enciende copal y lo sopla frente a las estatuas esqueléticas. Prende un puro y hace lo mismo. Se distingue por los tatuajes que le rodean el cuerpo; en la piel de su frente tiene las palabras Santa Muerte, y en el cachete izquierdo a su misma flaca; aún le faltan unos tatuajes más para terminar su manda. Se acerca a un árbol al lado del altar y sopla también; hay un cuadro con una oración para la prosperidad y una ofrenda. En la esquina de ese árbol, él trabaja de lunes a sábado; los domingos, como si fuera de misa, Alberto descansa, va a las canchas de fútbol y ora para que gane su equipo: el Milan.
Las personas que asisten varían en edad, acompañan familiares o van como amistades. Se encuentran los hijos de Cristina y su nieta; también llega la hermana de Paleta. La oración acaba para dar comienzo al gozo; por el micrófono, Alberto le recuerda a la gente que guarden distancia —si no los corren de la plaza—; llega el arroz con mole y se disponen a comer y a beber preparado de vodka Oso Negro con Powerade de mora azul sacado de un vitrolero.
Entre los que sirven la comida está “El Cholo” Martínez. “Antes de rezarle a la Santa hay que pedirle permiso a Dios”, menciona; así puede tener protección y ayuda. En los tatuajes de su cabeza él se representa como un muerto. Al lado de su figura está su patrona, porque la muerte se lo lleva y estará listo. Fiel por 11 años, es la segunda vez que asiste con Paleta y Cristina.
El pastel llega; la figura que lo adorna no puede ser otra que una Muerte con siete colores y una dedicatoria con bendiciones especiales a la familia Bocanegra.
El grupo “Arraigado”, el de los corridos, el que hizo escándalo toda la tarde en la plaza de su trabajo, el de Neza, el grupo personal de Stain, se mantuvo sin descanso sonando: “Pongan atención a este corrido / se trata de mi patrona / que me trae bien protegido / a la Santísima Muerte / siempre la traigo conmigo”.
Alberto saca a bailar a Cristina, le da vueltas y al terminar la canción, saca una tras otra a las Muertes; como a Cristina, también les da vueltas y las besa, llora con ellas, se siente feliz de estar, ríe, se echa un puro y sigue en su baile. Grita: “Una porra para la niña” y los asistentes responden con un “¡Viva!”.
Festejan. Paleta y Cristina se prepararon para este día; aunque cada primero de noviembre van a Tepito al altar de Alfarería, ponen su nicho y dan bendiciones. El viento sopla más fuerte y el frío arrecia. La gente disminuye poco a poco; antes de irse se despiden de la madrina y el padrino.
Sus amigos de las canchas siguen; los de la ruta 103 que pasa por Chimalhuacán siguen, como Iván Ortíz, el “Wapito”, conductor de combi que cree desde los trece años en la Santa para evitar un asalto, para que no lo baleen. “Porque cuando la jefa dice hasta aquí, pues uno qué hace”, comenta cuando le gritan que baile con la santa que trajo. Pero le da pena, hace como que la virgen, —se diría— más bien la santa le habla.
Algunos de los que quedan sirven más vodka con Powerade, cuando llegan dos camionetas de la policía, se bajan y comienzan a pedir que se despeje; Paleta se acerca a calmar las aguas, uno que otro le ofrece ayuda. Él, tranquilo, habla con la policía y pide un poco de tiempo para recoger. El tumulto de gente se queda con Alberto para saber lo que sucede, la policía se retira mientras quienes hacen el preparado siguen vaciando botellas. El vitrolero fue lo primero en desaparecer de la plaza.
Los músicos guardan sus instrumentos y en menos de 10 minutos se despeja su zona; ya se van a otra chamba. Wapito lleva santa tras santa a su combi para llevarlas a casa de los anfitriones. Cristina mueve el altar y sus invitados le ayudan a guardar. Paleta se va regocijado; sintió que no se le cebaba el día: le cumplió como cada año desde que en la cárcel comenzó a creer. El polvo de la avenida, atraído por el viento, alcanza a la plaza cuando ya nadie se encuentra en ella, tal vez recalcando que todos en algún momento nos desvaneceremos y seremos polvo de Chimalhuacán. Mientras, la tarde cae; el tiempo cesa.
De altares hablamos: Alfarería es fe
A 28 kilómetros y a una hora con veinte minutos de la avenida Chimalhuacán, está la calle de Alfarería, en Tepito. Como cada primero de mes, devotos se reúnen para pedir por favores y pagar mandas en el altar que se encuentra en el número 12. A lo lejos se ven las flores. El olor a mona se mezcla con tabaco y copal. A ese sitio es donde Paleta y Cristina acuden, montan su nicho, saludan a la gente y se van ya muy noche, no sin antes echar una chela con quienes les hablan.
Enriqueta Romero, la guardiana del altar, se distingue por su mechón blanco de cabello, una presencia fuerte y una voz muy amable. Se ve contenta este primero de noviembre, porque mucha gente llegó a la calle; siente que, pese a la pandemia, no cambió nada, que la fe se mantuvo porque es muy grande en este altar; habla mientras sonríe picaramente y atiende a personas que comprarán algún llavero o cadena con la imagen de la Santa.
El amor a la Muerte es grande; se bebe, se festeja por quienes estuvieron y por quienes llegan. Son las 10 de la noche y los feligreses siguen llegando con su familia y amigos, muchos disfrazados, otros con flores, todos con su Santa. Enriqueta no tiene hora de cierre. “No hay hora para nacer, no hay hora para morir”, dice enigmáticamente, mientras se sienta en una silla y prosigue a ver la noche pasar. EP
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