¿Cuáles son nuestras concepciones sobre los distintos territorios del país? ¿Cómo pensamos que es el norte o el sur?, ¿cuál es el centro? La escritora Mónica Nepote piensa en torno a estos conceptos y nos mueve a resignificarlos.
Desaprender los puntos cardinales para volverlos a imaginar
¿Cuáles son nuestras concepciones sobre los distintos territorios del país? ¿Cómo pensamos que es el norte o el sur?, ¿cuál es el centro? La escritora Mónica Nepote piensa en torno a estos conceptos y nos mueve a resignificarlos.
Texto de Mónica Nepote 10/05/21
Nací en la zona del occidente de México. En una ciudad que dividía la mancha urbana en dos: oriente y poniente. No había otra lectura posible en cuanto a puntos cardinales: o eras de un lado o de otro. Esta división hace un fuerte acento social. Una persona de la urbe era “de la Calzada para allá” o “de la Calzada para acá”; está claro que la frase tiene un emisor preciso en su generalidad y que dicho emisor articuló la distinción en un ser de cierta condición social, cierta condición racial y, sobre todo, cierta condición económica. La zona oriente marcaba los asentamientos populares, donde la población indígena y mestiza fue habitando aquella ciudad que en esa zona de acá resultaba predominantemente criolla; la zona de los trabajadores, por un lado, y la de los propietarios, administradores y empleadores, la otra. En su origen, esa división geográfica estaba marcada por la presencia de un río que, como suele pasar con la historia urbana de nuestras ciudades, desapareció del paisaje volviéndose un fantasma entubado que todavía cobra algunas facturas: hundimientos o humedades.
Ahora que retomo la idea del oriente y del poniente de mi ciudad natal con mapa a la vista, me doy cuenta de cuán abstracta era la frase aquella para mí, en cierto sentido topográfico, y cuán verídica en el sentido social. La frase no me hizo sentir ni orgullosa, ni identificada. Me hizo crecer con la sensación de que todo territorio tiene en sí una cicatriz y que esa cicatriz simboliza privilegios, olvidos, desigualdades, entre muchas otras cosas. También sabemos o podemos deducir que en la creación de imaginarios del “para allá” ocurría el desbordamiento y el ingenio, las permisibilidades, otras concesiones y acuerdos en relación con la supuesta moral y buenas costumbres que “regía” el otro lado.
No soy una persona muy ubicada. De hecho, esta característica me genera cierta angustia. Soy caminante y esta desubicación me vuelve muy vulnerable: no reconozco parajes, soy capaz de perderme en las referencias más conocidas y memorizar el territorio me implica un esfuerzo importante. No puedo hacer un recorrido, charlar al mismo tiempo, y luego recapitular el recorrido. Sería incapaz de regresar a un punto si no es con la ayuda de alguna aplicación, pese a su ineludible trackeo y los riesgos que esto provoca: estar doblemente vulnerable ante la metadata.
Decido hablar de esta desubicación: quisiera decir que me gusta, quizá como consuelo, encarnar esa sensación de estar perdida, desorientada —curiosa palabra que sintetiza el perder el rumbo, como perder el oriente— pensando en el país, pero eso es imposible. La cultura social, la economía, la política nos han querido arruinar las versiones de autonomía en el territorio que conocemos como México. Ese famoso centralismo mexicano impide mi desorientación continua.
Como imagino le sucede a muchas personas, mis relaciones con la idea de norte o sur de México pasan por los afectos. No puedo pensar en las ideas de “polos” simplemente. Mapeo zonas complejas, algunas más conocidas que otras. El norte es un lugar que me resulta muy familiar, literalmente. Mi hermana vive allá desde los años setenta, así que reacciono corporalmente al acento, al desierto y a la frontera, a esa frontera. Sin embargo, sé —porque lo conozco— que el norte no es uno solo. Implica mares en otros territorios, montañas; significa ciudades industriales, quiere decir ventanas a la vida primigenia en pozas cada vez más desecadas. Y denota también grandes extensiones, minería, maquila, feminicidios, animales extintos. Pero también quiere decir muchos amigos y una cierta noción peculiar de calidez. Esta ambigüedad afectiva me desconcierta tanto como la división anclada en lo material, pero paradójicamente abstracta de mi ciudad natal.
Del sur, quizá, sé muchísimo menos. Tan es así que recientemente en uno de los espacios pedagógicos que comparto donde hablamos de lo no humano, de escritura y ambientalismo, me hicieron notar que a mi inventario de topografías le hacía falta el lenguaje de los cenotes. Pensaba y enumeraba montañas, playas, desiertos, valles, bosques, manglares… pero faltaba el cenote. Digamos que, en mi lenguaje común, tal vez cuento con una mayor cantidad de palabras para describir el norte, desde lo afectivo hasta lo topográfico.
He visitado la selva, he estado en las costas, he padecido el calor, pero también he percibido los olores más intensamente extraordinarios de los animales y el follaje, el olor de la tierra. He tenido mayor oportunidad de observar conductas animales en mis escasos viajes al sur de México que en cualquier otra parte.
Pero aun así, no cuento con el mismo mapa de la frontera sur y aunque, por ejemplo, de voz de una defensora del territorio sé sobre los daños que algunos corporativos provocan en los ríos del sur, siento que mi involucramiento afectivo está desbalanceado.
¿Es importante lo que me pasa en relación con estas dos maneras de leer un territorio? No lo sé, pero me pregunto por qué —aunque quiera— parece que no logro evitar esta división; por qué mi tendencia a vivir fuera de ubicación parece difuminarse.
¿Será tal vez el notable cambio que la topografía tiene a partir de lo que antes se llamaba cinturón volcánico? Justo ahí donde cae el “centro”; pero el centro es un vacío, me dice Christiane, una amiga alemana que llegó a vivir a México hace más de dos décadas y que ha estado muy ligada a tierras mayas por su trabajo artístico. Y sí, pero en ese vacío, ese hueco donde todo cabe, incluidas las decisiones de poder económico, cultural, social y demás, no es un espacio abstracto-filosófico. Es materialmente un lugar donde se enuncia el resto de una diversidad de tramas, destinándolas a esa extraña región conceptual que podría resumirse en todo aquello que no sucede en el centro, pese a que es ahí desde donde se toma todo lo que el centro necesita.
Durante varios años trabajé con la imagen interiorizada de un país o del mapa de la llamada República Mexicana —cómo no cuestionarse la veracidad de que un país es un país, después de leer a Yásnaya Aguilar—. Tenía que pensar en una topografía variada, en una diversidad de acentos no sólo de voces, sino de maneras de entender el mundo, y las muchas formas de también entender lo que significa hacer todo: cultura, música, literatura, gestión y autogestión. Y desde ahí aprendí a construir o desconocer las ideas creadas por el centro mismo sobre norte y sur.
Al inicio del siglo XXI, circulaba la idea entre curadores de arte —he de decir: a nivel internacional— de que el nuevo eje de centros de producción artística no era Londres, ni Nueva York, ni París. El nuevo eje creativo, donde ocurría el arte que recibía el nuevo milenio, era Berlín-Tijuana. La escena electrónica, las comunidades artísticas, el aura vibrátil de las ciudades y sus diversas comunidades que giraban en torno al arte, la fiesta, la escena, la movilidad, el todoterrenismo, la creación con computadoras, las volvía centros palpitantes que apostaban, de alguna manera y de entrada, por descentralizar las obviedades.
Tijuana estuvo en la Feria de Arte Arco, en 2005, y no es que los artistas y la ciudad necesitaran la validación del Viejo mundo para ser lo que ya era: un centro de producción artística, cuyos parámetros y lenguajes en diálogo u oposición con el mundo contemporáneo hiperconectado y líquido no se veían en ningún otro lugar del país. En muchos sentidos fue importante que la noche mexicana, esa otra noche implacable tijuanense, desbordara la idea de un país cuyos símbolos no respondían ya a los viejos estereotipos.
Ese es el norte que conocí y del que puedo hablar. Pero confieso que mi desubicación generalizada me hace cuestionarme mientras más escribo, y más me lo pregunto: decir norte y sur, ¿no será achatar todas las formas, una vez más? ¿Qué nos sucede al cumplir con ese famoso micropoema de Vicente Huidobro: “Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte”? O Huidobro nos jugó la broma, sabiendo que caeríamos una y otra vez en el gesto imposible de Sísifo, rodar la piedra para ir por ella. ¿Es este un irrompible viejo vicio de centralización, de hacer pequeños centros distribuidos al centro de otros conceptos: norte-sur?
En la Teoría de redes, se sugieren tres maneras de entender-crear la red. La primera es la centralizada, donde un emisor central concentra la información y la emite a los demás puntos; la segunda es la red descentralizada, una red nodal que si bien tiene pequeños centros, los demás puntos pueden recibir o no información; y el último caso, la utopía: la red distribuida, la que hace que todos los puntos que la componen sean emisores-receptores. Esto es hablar de redes y es un esquema para definir internet, y a lo largo de tres décadas hemos pasado del sueño de la red distribuida a la militarización de la misma (pensemos en las continuas iniciativas que lxs ciudadanxs tenemos que gestionar cada tanto para impedir la promoción de leyes invasivas que pretenden el control de nuestros datos). Pero fue también la World Wide Web la que nos hizo cuestionarnos muchos supuestos: la centralización editorial, con el surgimiento de los blogs desde los años noventa con diversos momentos de boom, muerte y renacimiento; la circulación de contenidos, pese a la resistencia del lastre del canon literario del siglo XX que idea leyes de circulación para formas de producción del siglo XIX… En este panorama, ¿por qué no habríamos entonces de imaginarnos otros nortes y otros sures, o muchos nortes y muchos sures, ponientes y orientes, no basados en el prejuicio sino en la potencia de sus ecosistemas y sus biomas humanos y no humanos? Y aunque desde un centro-vacío que controla numerizaciones y administra, que concede presupuestos y crea atajos conceptuales para determinar dualidades y tensiones, los nortes y los sures siguen multiplicándose y autogestionando, desasemejándose a la ideas precreadas o dictadas desde el centro. Los nortes serán muchos y muy variados, los sures lo han sido y lo serán. Y mientras escribo, pese a mis dudas y la desorientación que me suele habitar, la idea —sugerida por mi amigo Rulo— de hacer que la montaña conozca al cenote, me sigue pareciendo la mejor opción en un imaginario que establece otros diálogos, al menos, por ahí en los terrenos a donde no llegan los artilugios del pensamiento institucional. Ahí es posible dialogar en formas espirales donde todos los nortes sean los sures al mismo tiempo en distinto espacio. EP
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