¿Son las mexicanas y los mexicanos que viven en EUA una fuerza que pueda determinar el rumbo de las elecciones? ¿Cómo se podría expresar esta influencia, con votos y con la legitimación de las políticas migratorias que incluyen el papel vigilante de México para detener la migración a Estados Unidos? ¿Será la política migratoria dictada por Trump y acatada por México una herramienta para asegurar su reelección?
¿Son las mexicanas y los mexicanos que viven en EUA una fuerza que pueda determinar el rumbo de las elecciones? ¿Cómo se podría expresar esta influencia, con votos y con la legitimación de las políticas migratorias que incluyen el papel vigilante de México para detener la migración a Estados Unidos? ¿Será la política migratoria dictada por Trump y acatada por México una herramienta para asegurar su reelección?
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“Este tipo ha hecho un show de su política, lo que no cambia es que los pobres somos pobres y los ricos, ricos”, me comenta Marta, originaria de Tlapa, Guerrero, mientras echa al comal una tortilla grande y se arremolinan más personas a pedirle tacos, quesadillas y gorditas de chicharrón. Una lona azul cubre el puesto afuera de un supermercado. No habla de México y al político que se refiere no es el presidente mexicano. Es Nueva York, es East Harlem, una de las zonas de la ciudad en donde viven decenas de miles de familias mexicanas mezcladas con comunidades como la puertorriqueña y la dominicana. Marta se queja secamente de Donald Trump, quien la tarde anterior rindió el informe anual sobre el estado en el que se encuentra Estados Unidos, lo que se conoce como The State of the Union Address. Es el último año de gobierno del mandatario estadounidense y tan sólo un par de semanas atrás se terminó el proceso de impeachment al que fue sometido, luego de ser acusado de buscar ayuda del gobierno de Ucrania para ser reelecto, así como de obstruir las labores del Congreso.
Sin embargo,
durante el show desatado por el empresario-presidente al dar su discurso, no
parecía preocupado ni reservado con sus logros; su insistente tono de voz, como
suele ser, era triunfador: “Honorables miembros del Congreso, el estado de
nuestra nación es más fuerte que nunca”, aseguró al iniciar su discurso. En
este contexto surgen algunas interrogantes que interpelan a la población
mexicana en buena parte del territorio estadounidense. ¿Son las mexicanas y los
mexicanos que viven en Estados Unidos una fuerza que pueda determinar el rumbo
de las elecciones? ¿De qué maneras se podría expresar esta influencia, con
votos y con la legitimación de las políticas migratorias que incluyen el papel
vigilante de México para detener la migración al sur de Estados Unidos? ¿Será
la política migratoria dictada por Trump y acatada por México una herramienta
para asegurar su reelección? Es muy pronto para dar respuesta a estas y otras
preguntas, pero es importante señalar que algunas han cambiado desde las
elecciones presidenciales de 2016. Hoy la balanza de las relaciones entre estas
dos naciones es distinta, pero también en años recientes se ha transformado la
percepción sobre las personas de origen mexicano al interior de la sociedad
estadounidense.
¿Quiénes somos del otro
lado?
Una buena parte
de la tradición de construir estereotipos y estigmas ha llevado a crear
personajes caricaturizados y fantasiosos que distan mucho de la realidad. Son
irreales porque parten del prejuicio racial y nos han asignado un factor de
inferioridad. Recientemente, Netflix y sus narcoseries agregaron la violencia
permanente a la imaginada idiosincrasia mexicana, construida desde un país fundado
y compuesto por migrantes.
María es
mexicana, originaria de la Ciudad de México y se mudó a Estados Unidos en 2012
para hacer una maestría en Connecticut; más tarde, en 2014, se instaló en Nueva
York. Es muy diferente a Marta, quien lleva más de 15 años trabajando en las
calles de Harlem, un barrio con una amplia tradición de resistencia por parte
de la población afroamericana. Las dos mujeres han establecido su residencia en
la Gran Manzana y son parte de los imaginarios que se construyen alrededor de
las mexicanas y los mexicanos.
Marta no
descansa casi nunca, “salvo cuando llueve mucho o cae nieve; pero si no, estoy
aquí preparando comida”. Alguien que haya crecido en alguna colonia popular de
México podría reconocer elementos de la calle en la que trabaja: largas filas
de carteles que anuncian conciertos y bailes donde grupos de sombrero tocan. Al
lado de su puesto, además de gente comiendo, hay dos niñas afroamericanas
jugando con una pelota, su mamá acaba de dejarlas ahí para hacer unas compras rápidas
en el supermercado de al lado. Entre la banqueta y la calle varios hombres
piden dinero acompañados de cobijas, bolsas, ropas. “No sé de qué bienestar
habla Trump. En las calles hay más personas pobres y viviendo en ellas, sin
trabajo. A ellas no las cuentan y tampoco las miran nunca”, me dice la
guerrerense mientras atiende a otro cliente que, mientras se quita el casco y
deja su motocicleta, pide dos tacos de chile relleno, “con todo por favor,
Martita”.
María vive en un
barrio distinto, pero que es toda una institución para las poblaciones no
blancas; es decir, lo que mucha gente llama latinos, negros y chinos. Brooklyn
es su hogar ahora. “En Connecticut vivía en una zona universitaria pero rural;
cuando me mudé a Nueva York, la manera en la que era percibida por ser mexicana
cambió: las personas aquí eran más recatadas o reservadas cuando se enteraban
que era mexicana. Allá caían más en el cliché y me preguntaban si me gustaban
los tacos”. Una revista en el puesto de periódicos afirma que los tacos son las
nuevas hamburguesas americanas, pero lo que he visto en materia culinaria es
muy distinto a la forma callejera y despreocupada con que comemos tacos en
México. Aquí existen muchos restaurantes —carísimos— de comida mexicana y los
puestos de nuestra comida callejera no son tan comunes. Por eso el puesto de
Marta resulta paradisiaco. Pareciera que la imagen de la comida mexicana ahora
está transitando a un nivel que tienen la china, la india u otras comidas
internacionales; un fenómeno que no dejo de relacionar con la moda desatada por
Frida Kahlo y su folklore artístico retomado por museos como el MoMA (Museum of
Modern Art).
“Últimamente,
cuando la gente se entera de que soy mexicana, quiere compartir sus
experiencias de viaje a México, sobre todo desde que la Ciudad de México ha
adquirido esta fama de destino cultural más que turístico entre los jóvenes
gringos. ‘Me encanta la Roma, me encanta la Condesa, fui a este bar y a este
otro’, quieren compartir su experiencia ‘auténtica’ de México”, me cuenta María
como parte de las indagatorias para comprender qué ideas giran en torno a
nuestra presencia en este país.
Algo ha cambiado
y es muy notorio: a pesar de que entre los barrios alejados del downtown existe la vieja imagen del
mexicano que come tacos, carga pistola y hace todo ilegal, ahora hay una
poderosa idea de que México es muy nice,
de que ir a México a tomar mezcal —de marca, por supuesto—, ir a la lucha libre
u hospedarse en colonias de apariencia europea, como las mencionadas, es parte
de la experiencia cultural del México contemporáneo. La Ciudad de México podría
ser la nueva París, o al menos así lo sugirió la escritora Sucheta Rawal en un
artículo publicado en el Hufftington Post,
en noviembre de 2015.
En el mundo de la academia existen otros estereotipos de lo mexicano, una proliferación de la discusión en torno al narco y a la violencia en el país. El juicio de Joaquín Guzmán Loera sólo aumentó esta fiebre que ahora, por supuesto, está alimentada por lo que suceda penalmente a Genaro García Luna, su supuesto socio económico y exsecretario de Seguridad Pública. Ahora, cuando decimos que somos mexicanos, se asume de inmediato que la violencia es parte de nuestro entorno.
Basta revisar con atención las imágenes de algunos medios que han documentado cómo el muro ya existe, es móvil y lo constituyen la Guardia Nacional mexicana, políticos y diplomáticos.
El muro sin fin
En Campo de guerra,1 Sergio
González Rodríguez analiza diversos conceptos y procesos políticos y sociales
relacionados con la comprensión del mundo como un territorio bélicamente
aprovechable desde la perspectiva de Estados Unidos, con objetivos económicos y
de control político. Uno de los procesos al que le dedica tiempo y espacio es
la migración, a través de México, de decenas de miles de personas,
principalmente originarias de países centroamericanos.
“Se puede aludir
a tres figuras cuya realidad y simbolismo son recurrentes en la frontera
mexicana: el puente, el muro y el basurero”, señala agudamente González. Algo
de lo que nadie habla cuando se reconoce a una mexicana o a un mexicano es lo
que se guarda entre líneas, con preguntas que se refieren al habla del inglés a
la razón para estar en Estados Unidos —“¿Eres estudiante o viniste a
trabajar?”—, pero nunca se toca el tema de la reciente declaración del
presidente Trump: “México, de hecho, está pagando por el muro. El muro está
finalmente y muy amablemente siendo pagado por México. Y queremos mucho a
México. El muro es una barrera vital para impedir que entren drogas mortales a
estas comunidades a raudales”.
Al otro lado de
la mesa de juego está el gobierno mexicano, haciendo malabares discursivos para
no aceptar lo evidente: su política migratoria se parece demasiado a acuerdos
binacionales como la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del
Norte (ASPAN) o a la Iniciativa Mérida. No hay muchas vueltas que darle; basta
revisar con atención las imágenes que nos brindan algunos medios de
comunicación y colegas que han documentado cómo el muro ya existe, es móvil y
lo constituyen miembros de la Guardia Nacional mexicana, políticos y
diplomáticos.
Acompañando a este texto se presenta una captura de pantalla del video que Édgar Hernández de Reforma publicó el 23 de enero de 2020, la muestra del muro que hemos creado y reafirma lo que hace más de un lustro analizó González Rodríguez: “el muro […] sería la contención posible frente a la liquidez y porosidad transfronteriza”. La imagen es contundente y amenazante: representa que no hemos tenido la capacidad para detener los planes económicos de despojo y explotación que genera una geopolítica específica. Simplemente volteamos a otro lado. ¿Quiénes son las personas que desafían al muro mexicano? ¿Son acaso delincuentes y traficantes, asesinos y secuestradores? Fijémonos bien en quién tiene necesidad —y el derecho— de migrar, repasemos nuestra propia historia de migración y volvamos al momento en que una persona, estadounidense, nos pregunta en las calles de Harlem, Brooklyn, Los Ángeles, Oklahoma, El Paso o cualquier lugar de este país: “¿Eres de México?”. ¿Es esto lo que somos, un muro para confirmar el guion de la política criminal?
El académico
Jasón de León exploró en The Land of Open
Graves2 la idea de que la adopción de la estrategia de la
prevención a través de la disuasión por parte de Estados Unidos, desde los años
noventa, ha usado como uno de sus elementos centrales el desierto como un arma.
La patrulla fronteriza genera una dinámica donde las personas que cruzan
ilegalmente la frontera eligen enfrentarse a peores condiciones para atravesar
un terreno desértico que es en sí un reto. No hace falta ahondar en la cantidad
de muertes que el desierto ha ocasionado. El muro no es nuevo, ha estado ahí
desde que la frontera entre Estados Unidos se cerró.
El muro es también no reconocer que somos un país centroamericano y compartimos realidades de desigualdad con nuestros vecinos del sur. El muro es llegar a Estados Unidos y no ser saludado por estadounidenses o verlos asumir que presentamos un papel falso para realizar un trámite. El muro se fortalece con el tráfico de armas y la expulsión de lo que se considera basura humana: miles de personas que aguardan la oportunidad para reunirse con sus familias. El muro es la deportación, pero también es la facilidad con que el gobierno mexicano militariza la frontera sur y no deja de afirmar que no reprime y no violenta a nadie. El muro somos nosotros, mientras exaltamos lo internacional de los barrios de clase media alta, pero nos molesta la diversidad de lenguas y culturas indígenas.
En la academia existen otros estereotipos de lo mexicano, una proliferación de la discusión en torno al narco y a la violencia en el país.
De cómo nos
perciban en Estados Unidos y cómo las identidades contradictorias acerca de lo
mexicano desempeñen un papel estratégico de cara a las elecciones de noviembre
y en el futuro de las relaciones económicas y políticas, dependerá el juego en
la cancha geopolítica. Cómo se desarrollen estos vasos comunicantes, que van
desde los estereotipos clásicos del bandolero con sombrero hasta el habilidoso
capo que se escapa de las cárceles, será determinante en el mediano y largo
plazos. ¿Cómo pasamos del “Bad hombres” al “Queremos mucho a México”? Justo ahí
están las claves de un verdadero campo de guerra; una guerra que no pedimos y
no es nuestra. EP
Sergio González Rodríguez,
2014, Campo de guerra, Editorial
Anagrama.
Jasón de León, 2015, The Land of Open Graves, University of
California Press.
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