De las libretas de notas (en la guerra)

Ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de Los muchachos de zinc: Voces soviéticas de la guerra de Afganistán, de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015. Se trata de una crónica desgarradora de los estragos de la guerra afgano-soviética (1979-1989) en voz de algunas de sus víctimas, muchas de ellas madres que vieron a sus hijos volver a casa en ataúdes de zinc. Cuando apareció el libro, la autora fue llevada a juicio por supuestamente difamar al Ejército soviético, pero finalmente fue absuelta. Alexiévich ha señalado que ella no escribe sobre la guerra “sino sobre el ser humano en la guerra. No escribo la historia de la guerra sino la historia de los sentimientos. Soy historiadora del alma”. Agradecemos a Penguin Random House que nos haya permitido publicar este adelanto. La traducción es de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González.

Texto de 23/06/16

Ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de Los muchachos de zinc: Voces soviéticas de la guerra de Afganistán, de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015. Se trata de una crónica desgarradora de los estragos de la guerra afgano-soviética (1979-1989) en voz de algunas de sus víctimas, muchas de ellas madres que vieron a sus hijos volver a casa en ataúdes de zinc. Cuando apareció el libro, la autora fue llevada a juicio por supuestamente difamar al Ejército soviético, pero finalmente fue absuelta. Alexiévich ha señalado que ella no escribe sobre la guerra “sino sobre el ser humano en la guerra. No escribo la historia de la guerra sino la historia de los sentimientos. Soy historiadora del alma”. Agradecemos a Penguin Random House que nos haya permitido publicar este adelanto. La traducción es de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González.

Tiempo de lectura: 16 minutos
De las libretas de notas (en la guerra)

1986,  JUNIO

No quiero volver a escribir sobre la guerra… No quiero vivir de nuevo inmersa en la “filosofía de la desaparición” en vez de en la “filosofía de la vida”. Recolectar la interminable experiencia de la no-existencia. Cuando acabé La guerra no tiene rostro de mujer pasé mucho tiempo sin ser capaz de estar presente cuando, tras un pequeño golpe, a un niño le sangraba la nariz. En las vacaciones me tenía que alejar corriendo de los pescadores, que lanzaban alegremente sobre la arena a los peces extraídos de las profundidades; sus ojos saltarines, petrificados, me daban náuseas. Cada persona tiene una cantidad determinada de fuerzas para defenderse ante el dolor, sea físico o psicológico, y las mías estaban agotadas. El chillido de una gata atropellada por un coche me volvía completamente loca, desviaba la mirada frente a cada lombriz aplastada. Una rana pisoteada y reseca en mitad de la carretera… Muchas veces he pensado que los animales, los pájaros, los peces, también tienen derecho a su propia historia del sufrimiento. Algún día se escribirá.

Y de pronto… Si es que se puede decir “de pronto”. Estamos en el séptimo año de guerra… Pero no sabemos nada más allá de los heroicos reportajes televisivos. De vez en cuando nos sentimos golpeados por esos ataúdes de zinc procedentes de un país lejano y que no encajan con las diminutas dimensiones de las viviendas urbanas. Luego quedan atrás las salvas fúnebres y otra vez reina el silencio. Nuestra mentalidad mitológica es inmutable: somos justos y sublimes. Y siempre tenemos razón. Arden y se extinguen los últimos destellos de las ideas de la revolución mundial… Nadie se da cuenta de que el incendio ya está aquí. Nuestra casa está en llamas. Ha empezado la Perestroika de Gorbachov. Aspiramos a una vida nueva. ¿Qué nos deparará el futuro? ¿De qué seremos capaces después de tantos años de letargo artificial? Mientras tanto, nuestros chicos se están muriendo en un país lejano por algo que desconocemos…

¿De qué se habla a mi alrededor? ¿De qué se escribe? De deberes internacionales y de geopolítica, de intereses soberanos y de las fronteras del sur. Y la gente se lo cree. ¡Se lo creen! Las madres que hace nada se arrodillaban sumidas en la desesperación frente a los ciegos cajones de metal en los que les devolvían a sus hijos, hoy dan discursos en las escuelas y en los museos militares para animar a otros muchachos a “cumplir con su deber ante la Patria”. La censura vigila atentamente los reportajes bélicos para que no haya mención alguna de las pérdidas humanas, pregonan que el llamado contingente limitado de las tropas soviéticas está ayudando a un pueblo hermano a construir puentes, carreteras y escuelas, a repartir fertilizantes y harina por los kishlak,1 y que los médicos soviéticos asisten a las mujeres afganas en sus partos. Los soldados que regresan llevan sus guitarras a las escuelas para cantar aquello que pide hablarse a gritos.

Con uno mantuve una larga conversación… Quería que me hablara de lo angustioso de esta elección: ¿disparar o no? Sin embargo, para él en eso no había drama alguno. ¿Qué es bueno? ¿Qué es malo? ¿Es bueno matar “en nombre del socialismo”? Para estos muchachos los límites morales los marca la orden de su superior. Aunque, eso sí: ellos hablan de la muerte con mucha más cautela que nosotros. Ahí es donde se nota al instante la distancia entre un soldado y un civil.

¿Cómo hacerlo para vivir en la historia y escribir sobre ella al mismo tiempo? No se puede agarrar por el cuello un pedazo de vida, toda esa porquería existencial, y arrastrarlo a la fuerza hasta el libro. No se puede coger todo eso y engastarlo en la historia tal cual. Es necesario “abrir una brecha en el tiempo” y “atrapar la esencia”.

“La esencia de todo pesar tiene veinte sombras” (Shakespeare, Ricardo II).

… En la estación de autobuses, en una sala de espera medio vacía, había un oficial sentado con su maleta, a su lado un chaval con la cabeza rapada al estilo militar escarbaba con un tenedor la tierra de la maceta de un ficus seco. Dos pueblerinas, con su ingenuidad natural, se sentaron a su lado y le preguntaron de todo: ¿adónde, por qué, quién? El oficial acompañaba a su casa al soldado, que había perdido la razón: “Desde Kabul no para de cavar, cava con cualquier cosa que tenga en las manos: una pala, un tenedor, un palo, un bolígrafo”. El chaval levantó la cabeza: “Tenemos que escondernos… Cavaré una trinchera. Soy muy rápido. Las llamamos fosas comunes. Cavaré una trinchera muy grande donde quepamos todos…”.

Era la primera vez en mi vida que veía unas pupilas tan anchas como el ojo.

Estoy en el cementerio municipal… A mi alrededor hay centenares de personas. En medio, nueve ataúdes forrados con tela roja. Hablan los militares. Un general ha pedido la palabra… Las mujeres de negro lloran. La gente guarda silencio. Tan solo una niña pequeña con trenzas se ahoga en sollozos junto a uno de los ataúdes: “¡Papá! ¡¡Papááá!! ¿Dónde estás? Me prometiste que me traerías una muñeca. ¡Una muñeca bonita! He dibujado para ti toda una libreta con casitas y flores… Te estoy esperando…”. Un oficial joven coge a la niña en brazos y se la lleva hacia un coche negro que hay aparcado afuera. Pero durante mucho rato seguimos oyendo: “¡Papá! Papááá… Papááá, te quiero…”.

El general pronuncia su discurso… Las mujeres de negro lloran. Nosotros guardamos silencio. ¿Por qué guardamos silencio?

No quiero estar callada… Y no puedo seguir escribiendo sobre la guerra.

1988, SEPTIEMBRE

5 de septiembre

Taskent. El aeropuerto es asfixiante, huele a melones, parece que estás en un melonar. Son las dos de la madrugada. Unos gatos gordos, casi salvajes, se meten con osadía debajo de los taxis, los llaman gatos afganos. Entre la muchedumbre de veraneantes bronceados, entre cajas y cestas llenas de fruta, avanzan unos soldados jóvenes, chavales, saltando sobre sus muletas. Nadie se fija en ellos, la gente está acostumbrada a su presencia. Duermen y comen aquí mismo, en el suelo, encima de periódicos y revistas viejas, llevan semanas tratando de comprar un billete de avión a Sarátov, a Kazán, a Novosibirsk, a Kiev… ¿De dónde vienen todos estos mutilados? ¿Qué es lo que estaban defendiendo? A nadie le interesa. Tan solo hay un niño pequeño que no les quita de encima los ojos bien abiertos, y una vagabunda borracha, que se ha acercado a uno de los soldaditos:

—Ven aquí… Te daré un abrazo…

Él la rechaza con un movimiento de su muleta. Ella, sin ofenderse, añade una frase triste, femenina.

A mi lado están sentados unos oficiales de permiso. Comentan lo malas que son nuestras prótesis. Hablan de la fiebre tifoidea, del cólera, de la malaria, de la hepatitis. De cómo en los primeros años de guerra no había ni pozos, ni cocinas, ni baños, ni siquiera había con qué lavar los platos. También hablan de las cosas que se llevan a casa: uno va con un videocasete, otro con un magnetófono Sharp o Sony. Se me ha quedado grabada en la memoria la manera en que observaban a las mujeres, mujeres descansadas, guapas, con sus vestidos escotados…

Esperamos durante mucho rato el avión militar que nos llevará a Kabul. Nos comentan que primero cargarán el equipamiento y después a la gente. Hay unas cien personas esperando. Todos son militares. Me sorprende que hay muchas mujeres.

Fragmentos de las conversaciones que escucho:

—Estoy perdiendo el oído. Lo primero que dejé de oír son los pájaros que cantan más agudo. Es debido a una contusión craneal… Por ejemplo, al escribano cerillo no lo oigo en absoluto. He grabado su canto y me pongo la cinta a toda pastilla, pero nada…

—Primero disparas y luego miras a ver a quién le has dado: ¿será una mujer?, ¿un niño? Cada uno tiene su propia pesadilla…

—El burrito, durante el bombardeo, se tumba. Acaba el bombardeo y se levanta de un brinco.

—¿Quiénes somos nosotras en la Unión Soviética? ¿Las putas? Eso lo sabemos. Una trata de ganar al menos para comprarse una vivienda. ¿Y los hombres qué? Todos se dan a la botella.

—El general hablaba del deber internacional, de la defensa de las fronteras del sur. Incluso le salió la vena sentimental: “Llévense caramelos. Sí, los afganos son como niños. El mejor regalo son unos caramelos”.

—Era un oficial joven. Se enteró de que le habían cortado la pierna y lloró. Su tez parecía de niña: blanca, con las mejillas rosadas. Al principio los muertos me daban cosa, sobre todo si no tenían piernas o brazos. Y después, nada, me he acostumbrado…

—Caen prisioneros. Les cortan los miembros y luego les ponen torniquetes para que no mueran desangrados. Y así los dejan, los nuestros recogen a esos muñones. Ellos buscan la muerte, pero los curan contra su voluntad. Y después del hospital no quieren volver a casa.

—En la aduana vieron que llevaba la bolsa de viaje vacía: “¿Qué llevas?”. “Nada”. “¿Nada?”. No me creyeron. Me obligaron a quitarme la ropa. Todo el mundo va con dos o tres maletas.

En el avión me toca sentarme al lado de un vehículo blindado que va atado con unas cadenas. Por suerte, el mayor que va en el asiento vecino está sobrio, los demás van borrachos. Cerca de mí alguien duerme abrazado a un busto de Marx (los retratos y los bustos de los caudillos socialistas se transportaban sin envoltorios); no solo transportan el armamento, sino todo lo necesario para los ritos soviéticos. Hay una pila de banderas rojas, rulos de cintas rojas…

El aullido de la sirena…

—Despiértese. Si no, se perderá el reino de Dios. —Eso ya cuando sobrevolábamos Kabul.

Iniciamos el aterrizaje.

… El mugido de los cañones… Una patrulla armada con fusiles de asalto y chalecos antibalas me exige que enseñe el salvoconducto. Yo no quería volver a escribir sobre la guerra. Pero ahora estoy en una guerra de verdad. Estoy en medio de la gente de la guerra, los objetos de la guerra. El tiempo de la guerra.

12 de septiembre

Hay algo amoral en la observación atenta de la valentía y el riesgo ajenos. Ayer entramos a desayunar en el comedor y al pasar saludamos al guardia. Media hora más tarde ese guardia había muerto por un fragmento de mina que había llegado volando hasta el cuartel por pura casualidad. Me pasé todo el día intentando recordar la cara de ese muchacho…

Aquí a los periodistas los llaman fabulistas. Lo mismo ocurre con los escritores. En nuestro grupo de literatos solo hay hombres. Se mueren por visitar los puestos lejanos, por entrar en combate. Le pregunto a uno:

—¿Para qué?

—Lo encuentro interesante. Después podré contar que he estado en el túnel de Salang. Y dispararé un poco…

No logro quitarme de encima la sensación de que la guerra es fruto de la naturaleza masculina, de la que en muchos aspectos me siento muy alejada. Aunque es cierto que la cotidianidad de la guerra es grandiosa. Apollinaire veía la belleza en ella.

En una guerra todo es distinto: tu ser, tu naturaleza, tus pensamientos. Aquí he comprendido que el pensamiento humano puede llegar a ser muy cruel.

Esté donde esté, pregunto y escucho: en el cuartel, en el comedor, en el campo de fútbol, en la sala de baile… sorprendentemente, en todas partes aparecen elementos de la vida en tiempos de paz:

—He disparado a quemarropa y he visto cómo un cráneo humano se hacía pedazos. Y pensé: “Es el primero”. Después del combate solo quedan muertos y heridos. Todos callados… Aquí siempre sueño con tranvías. Sueño que voy a casa en un tranvía… Mi recuerdo favorito: mamá horneando pasteles. Toda la casa olía a masa dulce…

—Te haces amigo de un buen tipo… y poco después ves sus entrañas esparcidas por las rocas. Entonces empiezas a vengar su muerte.

—Estábamos esperando una caravana. Pasamos dos o tres días preparados para la emboscada. Teníamos que permanecer todo el rato tumbados sobre la arena caliente, nos meábamos encima. Al final del tercer día explotábamos de cólera. Con qué odio disparamos aquella primera ráfaga. Después del tiroteo, cuando todo se había acabado, nos dimos cuenta: la caravana iba cargada de plátanos y mermelada. Nos hartamos de dulce para el resto de nuestras vidas…

—Hicimos prisioneros a unos dushmán2 Los interrogamos: “¿Dónde están los almacenes militares?”. Ellos callados. A dos de ellos los subimos en los helicópteros: “¿Dónde? Señaládnoslo”. Nada. A uno de ellos lo tiramos a las rocas…

—Hacer el amor en la guerra y después de la guerra no es lo mismo… En la guerra todo es como si fuera la primera vez…

—Los Grad3 disparan… Sobrevuelan los cohetes… Pero por encima de todo eso está ¡vivir!, ¡vivir!, ¡vivir! No sabes nada más, no te importan los sufrimientos de los del otro bando. Vivir y ya está. ¡Vivir!

Contar toda la verdad sobre uno mismo, según una observación de Pushkin, resulta “una imposibilidad física”.

En la guerra lo que salva al hombre es que la conciencia se distrae, se dispersa. Porque la muerte a su alrededor siempre es absurda, casual. Carece totalmente de cualquier significado sublime.

… Escrito con pintura roja en la coraza de un carro blindado: “Vengaremos a Malkin”.

En mitad de una calle, arrodillada ante un niño muerto, una joven afgana grita. Probablemente, solo los animales heridos gritan así.

Hemos pasado por delante de aldeas muertas, parecen un campo arado. La arcilla inerte de lo que hasta hace poco ha sido una vivienda humana asusta todavía más que la oscuridad desde la que nos pueden disparar.

He ido al hospital y he dejado un osito de peluche sobre la cama de un niño afgano. Él ha cogido el juguete con los dientes y así, sonriendo, se ha puesto a jugar: le faltaban ambos brazos. “Tus rusos le han disparado. —Me iban traduciendo lo que decía su madre—. ¿Tú tienes algún hijo? ¿Qué es, niño o niña?”. No sabría decir qué era lo que había en sus palabras, si terror o perdón.

Cuentan la crueldad con que los muyahidines castigan a los prisioneros rusos. Es algo que te hace pensar en la Edad Media. En realidad, aquí el tiempo es otro, los calendarios marcan el siglo xiv.

En Un héroe de nuestro tiempo, de Lérmontov, cuando el personaje de Maksímych comenta la actuación del montañés que degolló al padre de Bela, dice: “Claro, a su entender él tenía razón”. Sin embargo, desde el punto de vista de un ruso aquel era un acto bárbaro. El escritor había sabido captar ese sorprendente rasgo de los rusos: la capacidad de ponerse en el lugar de otro pueblo, de ver las cosas desde otro punto de vista.

Pero ahora…

17 de septiembre

Día tras día observo cómo el ser humano se hace pequeño. Solo en contadas ocasiones se crece.

Iván Karamázov, de Dostoievski, observa: “Una bestia jamás podría ser tan cruel como lo es el hombre, tan artística y estéticamente cruel”.

Sí, sospecho que es así: no queremos oír nada, no queremos saberlo. Sin embargo, en cualquier guerra, no importa quién luche ni por qué luche, ya sea con Julio César o con Iósif Stalin, los hombres se matan entre ellos. Se trata de asesinato. Y sin embargo, en nuestro país no hay costumbre de reflexionar sobre ello; por alguna razón, ni siquiera en las escuelas se habla de la educación patriótica, sino de la patriótica militar. Pero ¿por qué debería sorprenderme? En el fondo es muy lógico: socialismo militar, país militar, pensamiento militar.

No se debe poner a prueba al ser humano de este modo. El ser humano no resiste tantos experimentos. En medicina, a esto se le llama la vivisección. Experimentación in vivo.

Por la tarde, en la residencia de soldados, situada enfrente del hotel, suena un casete de música. Yo también he estado escuchando esas canciones “afganas”. Esas voces juveniles, que aún no han acabado de hacer el cambio, intentando imitar la voz ronca de Visotski:4 “El sol cayó sobre el kishlak como una bomba enorme”, “No quiero fama, queremos vivir, esa es nuestra recompensa”, “¿Por qué matamos? ¿por qué nos matan?”, “Ya he empezado a olvidar los rostros”, “Afganistán, eres más que nuestro deber, tú eres nuestro mundo”, “Los cojos saltan a la orilla del mar como aves enormes”, “Un muerto ya no es de nadie, no hay odio en su cara”.

Por la noche sueño que nuestros soldados se marchan a casa, yo estoy entre los que los despiden. Me acerco a un chaval, no tiene lengua, es mudo. Había sido prisionero. El pijama del hospital le sobresale por debajo de la guerrera. Le pregunto algo, pero él no para de escribir su nombre: “Vánechka… Vánechka…”. Distingo su nombre de una forma tan clara: Vánechka… Se parece al muchacho con el que hablé el día anterior, repetía todo el rato: “Mi madre me está esperando en casa”.

Recorremos las calles de Kabul a una hora en que la vida ya se ha extinguido, en el centro de la ciudad vemos un montón de pancartas que nos son familiares: “El comunismo es un futuro de luz”, “Kabul, la ciudad de la paz”, “El pueblo y el partido están unidos”. Son nuestras pancartas, salieron de nuestras imprentas. Nuestro Lenin está aquí con la mano alzada…

Nos encontramos con unos cámaras de Moscú.

Han estado filmando cómo cargan el “tulipán negro”.5 Sin levantar la mirada, explican que a los muertos los visten con uniformes militares antiguos de los años cuarenta, esos del pantalón abotinado, y que a veces los meten en los ataúdes sin nada: los viejos uniformes tampoco dan para todos. Las maderas astilladas, los clavos oxidados…6 “Hoy han traído nuevos muertos al frigorífico. Huelen como la carne de jabalí cuando ya está rancia”.

¿Alguien me creerá si escribo esto?

20 de septiembre

He visto un combate…

Han matado a tres soldados… Por la noche hemos cenado todos juntos y nadie se ha acordado de los muertos, aunque los tenemos aquí al lado.

El derecho del hombre a no matar. A no aprender a matar. No está escrito en ninguna de las constituciones existentes.

La guerra es un mundo, no es un suceso… Aquí todo es distinto: el paisaje, el hombre, las palabras. En la memoria se graba la parte más teatral de la guerra: un tanque hace una maniobra, se oyen las voces de mando… la destellante trayectoria de las balas en la oscuridad…

Pensar en la muerte es como pensar en el futuro. Algo le ocurre al tiempo cuando piensas en la muerte, cuando la observas. Al lado del miedo a la muerte está el atractivo de la muerte…

No hace falta inventarse nada. Hay fragmentos de grandes libros en todas partes. En cada persona.

En lo que cuentan (¡tan a menudo!) sorprende la agresividad ingenua de nuestros chicos. De aquellos que hasta hace muy poco eran los estudiantes soviéticos del último curso. Lo que quiero conseguir de ellos es el diálogo del hombre con su hombre interior.

Y, sin embargo… ¿qué idioma hablamos con nosotros mismos, con los demás? Por eso me gusta el lenguaje oral, no le debe nada a nadie, fluye libremente. Todo está suelto y respira a sus anchas: la sintaxis, la entonación, los matices, y así es como se reconstruye exactamente el sentimiento. Yo rastreo el sentimiento, no el suceso. Cómo se desarrollan nuestros sentimientos, no los hechos. Probablemente lo que yo estoy haciendo se parece a la labor de un historiador, soy una historiadora de lo etéreo. ¿Qué ocurre con los grandes acontecimientos? Quedan fijados en la Historia. En cambio, los pequeños, que sin embargo son importantes para el hombre pequeño, desaparecen sin dejar huella. Hoy mismo un chico —no parecía un soldado, era frágil y de aspecto enclenque— me ha contado lo extraño y a la vez apasionante que es matar todos juntos. Y lo espantoso que es fusilar.

¿Acaso eso quedará en la Historia? Eso es a lo que yo me dedico desesperadamente (libro tras libro): a disminuir la historia hasta que toma una dimensión humana.

He estado reflexionando mucho sobre la imposibilidad de escribir un libro acerca de la guerra estando en medio de una guerra. Hay muchas interferencias: la compasión, el odio, el dolor físico, la amistad… Y esa carta que viene de casa y nos enciende las ganas de vivir… Cuentan que cuando matan evitan mirar a los ojos, incluso esquivan la mirada de los camellos. Aquí no hay ateos. Todos son supersticiosos.

Me llenan de reproches (sobre todo los oficiales, no tanto los soldados): ¿cómo puedo escribir sobre la guerra si nunca he disparado ni he sido blanco de disparos? Pero tal vez eso sea lo mejor, que nunca he disparado.

¿Dónde está ese ser humano a quien el simple hecho de pensar en la guerra le causa sufrimiento? No lo encuentro. Ayer cerca del Estado Mayor había un pájaro muerto en el suelo, de una especie que desconozco. Es curioso… Los militares se acercaban a él, trataban de adivinar qué especie era. Les daba lástima.

Sobre los rostros muertos se puede leer algo así como la inspiración… No logro acostumbrarme a la locura de los objetos cotidianos en la guerra (agua, cigarrillos, pan…). Sobre todo cuando nos fuimos del acuartelamiento y subimos a las montañas. Allí el hombre está cara a cara con la naturaleza y la incertidumbre. ¿La bala pasará por delante, sí o no? ¿Quién disparará primero, tú o él? Allí te encuentras con el hombre que la naturaleza creó, no el que creó la sociedad.

En la Unión Soviética los reportajes de la tele muestran imágenes de cómo se plantan las arboladas de la amistad, que ninguno de nosotros ni ha visto ni ha plantado…

Dostoievski en Los Demonios: “El hombre y sus convicciones son, está claro, dos cosas muy diferentes. Todos somos culpables, todos somos culpables… ¡solo nos falta convencernos de ello!”. También dice que la humanidad sabe sobre ella misma mucho más de lo que ha podido plasmar en la literatura o en la ciencia. Sin embargo, él decía que esta reflexión no era suya, sino de Vladímir Soloviov.

Si no hubiera leído a Dostoievski me sentiría aún más desesperada…

21 de septiembre

De lejos se oyen las descargas del lanzacohetes Grad. Resulta espantoso incluso a distancia.

Después de las grandes guerras del siglo xx y sus muertes masivas, la tarea de escribir sobre guerras modernas (más pequeñas), como la guerra afgana, requiere otra postura ética y metafísica. Hay que reclamar un espacio para lo diminuto, lo personal y lo aislado. Un solo hombre. Único para alguien. El hombre no debe verse desde la perspectiva del Estado, sino desde la perspectiva de quién es para su madre, para su mujer. Para su hijo. ¿Cómo recuperar la perspectiva normal?

También me interesa el cuerpo, el cuerpo humano, ese enlace entre la naturaleza y la historia, entre lo animal y lo verbal. Todos los pormenores físicos son importantes: los cambios de la sangre expuesta al sol, el hombre justo antes de su marcha… La vida como tal es increíblemente pintoresca y, por muy cruel que suene, el sufrimiento humano es especialmente pintoresco. La cara oscura del arte. Ayer, por ejemplo, presencié como recogieron, pedazo a pedazo, a unos chicos que habían volado por los aires con una mina antitanque. Podría no haber ido, pero fui para poder escribirlo. Y ahora lo escribo…

Sin embargo: ¿era realmente necesario ir a verlo? Oí como los oficiales se burlaban de mí a mis espaldas: la señorita se rajará. Pero fui, y no hubo nada de heroico en ello porque me desmayé. Tal vez fuera por el calor o por la conmoción. Quiero ser honesta.

23 de septiembre

He subido a un helicóptero… Desde el aire he visto centenares de ataúdes de zinc, el suministro para el futuro, brillan bajo el sol, es bonito y terrorífico…

Cuando te enfrentas a algo así enseguida surge un pensamiento: la literatura se ahoga dentro de sus límites… El hecho y su reproducción solo sirven para expresar lo que ven los ojos, ¿quién necesita un informe detallado? Hace falta algo diferente… Instantes estampados, extirpados de la vida…

25 de septiembre

Volveré siendo una persona libre… No lo era antes de ver lo que estamos haciendo aquí. Me sentía sola y asustada. Volveré y jamás entraré en un museo militar…

En el libro no doy nombres reales. Unos me pedían que respetara el secreto de confesión, otros quieren olvidarlo todo. Olvidar aquello que Tolstói definió como “el hombre fluido”. Todo está en su interior.

Sin embargo, en mi diario he conservado los apellidos. Tal vez llegará un día en que mis protagonistas querrán que la gente los conozca:

Serguéi Amirjanián, capitán; Vladímir Agápov, teniente mayor, jefe de unidad; Tatiana Belozérskij, empleada; Victoria Vladímirovna Bartashévich, madre del soldado caído en combate Yuri Bartashévich; Dmitri Babkin, soldado, operario-apuntador; Saia Emeliánovna Babuk, madre de Svetlana Babuk, enfermera fallecida; María Teréntievna Bobkova, madre de Leonid Bobkov, soldado caído; Olimpiada Románovna Báukova, madre de Aleksander Báukov, soldado caído; Taisia Nikoláievna Bógush, madre de Víktor Bógush, soldado caído; Victoria Semiónovna Valóvich, madre de Valeri Valóvich, teniente mayor caído; Tatiana Gaisenko, enfermera; Vadim Glushkov, teniente mayor, intérprete; Gennadi Gubánov, capitán, piloto; Inna Serguéevna Galovneva, madre de Yuri Galovnev, teniente mayor caído; Anatoli Devetiárov, mayor, encargado de propaganda de regimiento de artilleros; Denis L., soldado, granadero; Tamara Dóvnar, viuda de Piotr Dóvnar, teniente mayor; Ekaterina Nikítichna Platítsina, madre de Aleksandr Platitsin, mayor caído; Vladímir Erojovets, soldado granadero; Sofía Grigórievna Zhuravliova, madre de Aleksander Zhuravliov, soldado caído; Natalia Zhestóvskaia, enfermera; María Onúfrievna Zilfigárova, madre de Oleg Zilfigárov, soldado caído; Vadim Ivanov, teniente mayor, jefe de la sección de zapadores; Galina Fiódorovna Ílchenko, madre de Aleksandr Ílchenko, soldado caído; Evgueni Krásnik, soldado de infantería motorizada; Konstantín L., consejero militar; Evgueni Kotélnikov, sargento, auxiliar sanitario de compañía de reconocimiento; Aleksandr Kostakov, soldado de comunicaciones; Aleksandr Kuvshínnikov, teniente mayor, jefe de la sección de granaderos; Nadezhda Serguéevna Kozlova, madre de Andréi Kozlov, soldado caído; Marina Kiseleva, empleada; Tarás Ketsmur, soldado; Piotr Kurbánov, mayor, jefe de la sección de fusileros de alta montaña; Vasili Kúbic, alférez; Oleg Leliushenko, soldado, granadero; Aleksandr Leletko, soldado; Serguéi Loskutov, cirujano militar; Valeri Lisichénok, sargento de comunicaciones; Aleksandr Lavrov, soldado; Vera Lisenko, empleada; Artur Metlitski, soldado de reconocimiento; Evgueni Stepánovich Mujórtov, mayor, comandante de batallón, y su hijo Andréi Mujórtov, subteniente; Lidia Efímovna Manquévich, madre de Dmitri Manquévich, sargento caído; Galina Mliávaia, viuda de Stepán Mliavi, capitán caído; Vladímir Mijolap, soldado granadero; Maxim Medvédev, soldado apuntador aéreo; Aleksandr Niloláenko, capitán, jefe de la escuadra de helicópteros; Oleg L., piloto de helicóptero; Natalia Orlova, empleada; Galina Pávlova, enfermera; Vladímir Pankrátov, soldado de reconocimiento; Vitali Rúzhentsev, soldado, conductor; Serguéi Rusak, soldado, tanquista; Mijaíl Sirotin, teniente mayor, piloto; Aleksandr Sujorúkov, teniente mayor, jefe de la sección de fusileros de alta montaña; Timoféi Smirnov, sargento de artillería; Valentina Kirílovna Sanko, madre de Valentín Sanko, soldado caído; Nina Ivánovna Sidélnikova, madre; Vladímir Simanin, teniente coronel; Tomas M., sargento, jefe de la sección de infantería; Leonid Ivánovich Tatárchenko, padre de Ígor Tatárchenko, soldado caído; Vadim Trubin, soldado del grupo especial de operaciones; Vladímir Ulánov, capitán; Tamara Fadéeva, médica bacterióloga; Ludmila Jaritónchik, viuda de Yuri Jaritónchik, sargento mayor caído; Anna Jakas, empleada; Valeri Judiakov, mayor; Valentina Iákoleva, alférez, jefa de la unidad secreta…  ~

1 Aldeas rurales de los pueblos túrquicos seminómadas de Asia Central y Azerbaiyán.

2 En la jerga de los excombatientes, “muyahidines”. Proviene del idioma de los afganos pastunes.

3 El BM-21, apodado Grad, era un sistema soviético de lanzamiento múltiple de cohetes.

4 Vladímir Visotski (1938-1980), célebre actor ruso muy conocido también como cantautor.

5 Así llamaban al avión soviético (modelo Antónov AN-12), de transporte mixto de carga y pasaje, en el que se transportaban los ataúdes desde Afganistán a la Unión Soviética.

6 Las maderas y los clavos pertenecen a los ataúdes. Estos eran cajas de zinc recubiertas de tablones de madera.

DOPSA, S.A. DE C.V