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En
el casi mito, estado de gracia que pudiera ser el amor, acompañado por los de
tu sangre, tu familia, desde el origen de tus tiempos. Porque esa sopa de
fideos en casa de la abuela, el cerdo adobado que tanto te gusta, las milanesas
de cuando chiquito y hasta una comida cualquiera al llegar al hogar azorado,
aterido o asoleado, con olor a gasolina y tareas de álgebra, te reconstituyen.
Esas comidas luego de jugar en el patio, de vacaciones al lado de una alberca,
fueron un abrazo y una cascada de sensaciones que te mantuvieron blindado, al
menos compacto, y hacen las veces de tu escudo de educación sentimental,
principio de identidad, patrimonio cultural intangible y, al mismo tiempo,
concretísimo. Esa tortilla frita con crema, esas albóndigas en chipotle,
tlacoyitos, molito verde, “están” de alguna manera entre tu mente y la realidad
más gentil o macabra, entre tu pecho y tu espalda, en ti.
O
en ese otro sendero de la amistad, compincheamiento de arroz y frijoles como
gueto elegido que son los amigos, con unas palomitas, unas pinchurrientas papas
adobadas y, más tarde ya de fiesta, mediante una infinita retahíla de caguamas.
Porque con los amigos también comimos y revivimos en forma de hamburguesas y
pizzas, comida chatarra, en verdad casi pura porquería, en autos y tardeadas y
uniones y separaciones, sumidos en el tuétano de las tristezas y las alegrías.
Y si de amantes hablamos, ya fuera con una barra de chocolate partida a la
mitad, frente al televisor, viendo un churro joligudense o cine de calidad. Eso
daba igual, pero siempre, eso sí, clavados en el número dos. Dos o tres
películas, dejarse arrastrar por las series paranormales, parasubnormales, en
pijama, limpísimos o en estado salvaje, porque eso es lo menos importante: ahí,
entre palomitas y harta pasta, en el sofá o en la cama, las palabras y los
silencios se acomodaron como quisieron, pasaron y pasaron las horas y los
amores, los primeros traumas, temores del corazón en el tema de hacer un dos.
Dos como unos huevos rancheros, unos molletes, las partes de un bisquet
cubiertas con mermelada. Y en donde lo más importante, y vaya cómo, fue
abastecerse de provisiones, la comida para hacer o para llevar y, más
importante, muy parecido a lo que sucede con los alimentos, como la sal y el
azúcar para el paladar, el saber estar. Porque la cocina es tiempo y saber
cocinar significa saber habitarlo, comprenderlo. He ahí el reto en la vida o en
la cocina. No perder de vista que lo que vaya pasando, el tiempo medido entre
los aviones que pasan, las luces de los autos desde la ventana, ir por cigarros
y fumarlos, caminar por tamales o pambazos, sacar al perro a que haga, acumula
un flujo invisible de estampas que, tarde o temprano, lejos de ser meras
fijaciones químicas en el cerebro, memoria frígida, un seco y polvoriento
acervo, son tú mismo. Es más, hasta esos cafés y panecillos en las funerarias,
pastitas intragables que calan con
su
resabio de muerte, la más cruenta desesperación, ese café tan frío como el agua
de deshielo, eso de haber llegado a casa luego de enterrar a nuestros muertos,
atreverse a un bocado de torta fría, caldo frío del diablo y de todos los
infiernos congelados, con los hermanos, con las tías, los amigos, los seres
queridos, fueron poco a poco pasaderos, hasta seguir aquí.
Porque no hay de otra sopa. Estamos
tatuados por la comida, por la creación del dos. O del cuatro y el seis, el
ocho o el diez, el par. Porque uno es lo que no cuenta. Hay que maridar.
Trabajar pero vivir. Hacer arte pero también vida misma. Cansarnos pero también
reponernos, ponernos como se nos hinche la gana a cada par. ¿O comer de pie te
gusta? ¿Cuántos años llevas así, comiendo en el precipicio, todo rápido y frío,
plástico y raquítico, como correteado, sin respiro? ¿Te atragantarás la vida
entera en el silencio de la hora violeta? ¿Vas a cenar con la música mecánica y
letal que prodigue el motor de tu refrigerador? ¿El ruido de fondo de las
moradas contiguas? ¿Pasará por ahí de nuevo la denigración, el paso falso
continuado? ¿Siempre recalentado? ¿Qué vas a hacer? ¿No habrá nadie con quien
te hagas una fondue, estrenes
traje lindo o un bello vestido? ¿Puros huevos divorciados, ropavieja, picadillo
de pobre, manchamanteles de lágrimas, por metaforizar con algo? ¿Cuándo regresarán
las botellas a tu champañera? Porque dejarse ir por las sendas del solipsismo
no tiene nada que ver con saber cocinar o no. Religar, aliñar más es lo que
necesitas. El relato, claro. Historias pasadas por el cernidor, cocinadas a
fuego lento, historias horneadas un buen tiempo por el horno de tu cabeza,
también pechito de ternera, un nuevo baño maría para tu rala existencia. ¿O
cerrarás el changarro de plano? ¿Cobarde colgarás el delantal, te inventarás,
grieguito apolíneo, tú que hiciste las fiestas de todos los Bacos, levantaste
historias formidables por todo lo alto? Vamos, ¿no irás de nuevo, niña divina o
loco de atar, a darte en forma de comida en la cima, fortificante como un
cuadro, un paseo en barco, un poema estridentista? Pues no tendrías derecho. De
ninguna manera. Debes sentarte de nuevo a comer con quien amas o a buscar el
calor, el tizón de ese otro a quien amar con verdad. Invitarlo a cocinarte y
cocinarle su arte de amar. Porque eso es lo que hiciste y debes hacer: amar.
Aunque lo hayas olvidado, puesto ahí, embarrado debajo de los cacharros. Ésa es
tu perfecta cocción, tu punto de cocimiento, tu manera mejor de estar. Ama,
pues. No estamos hablando aquí de lo difícil que es vivir. Díselo a una niña de
Tanzania. A una jovencita de Corea del Norte que quiera cantar en su grupo de
rock. Tú eres un acicaladito, más o menos todo para ti, todo a la boca
peladito, y eso que has vivido. Eso, pues, lo que hacías es lo que harás; lo de
amar, claro, lo harás de nuevo y mejor. Habrá que levantar el relato con Royal.
Porque no hay comida sin relato y no sabremos nunca qué cautiva más. Si los
humores y los sabores o las historias que se congregan en nuestro andar. Qué
importa. No más la guarecencia, no más eso de agarrarse de la querencia, que
las paredes que oyen sólo tus lamentos sean los únicos testigos de tu
pensamiento. Habrá que preparar la vida, ponerla en su lugar, aplicarle
su mise en place.
No.
Saldrás de nuevo a la calle de tus sentidos idos. A sentir el amor de los
febreros, pero también de los marzos y los abriles, aunque te digan las tierras
baldías que se trata del mes más cruel. Para recordarte que vivir a tope es el
primer reglamento de tu nuevo instructivo, bello e indestructible. Que comer
acompañado en una mesa, pan y agua así sea, será siempre una dicha y un mar
salvaje. Que comiendo esto o aquello, pero siempre con el relato como cereza
hasta arriba, espumoso o explosivo, terso o violento, es que se reúnen las
almas gemelas. Que estando así, mancuernando, machihembrando, como cucharitas
de plata los amantes, acurruanidando o como sea que inventemos en libertad
decirle a esto que haremos entre todos y para siempre, seremos menos grises.
Harina fina, mil hojas, destilados cristalinos dispuestos a llegar a donde sea
que esté nuestro rostro perdido. Y sólo nos motivará ese viaje. El trepar por
todos los árboles, tragarse todos los frutos prohibidos, cortar las manzanas
podridas de la razón capitalista y bancaria, y entregarnos al placer. Viajar,
pues, por todos los caminos o apenas por uno, pero por partida doble, en donde
habrá decenas, cientos, miles de momentos para los más suertudos y menos
viejos, para adentrarnos en nuestros cuerpos, eso que nunca, en verdad que casi
nunca, hemos conocido. Y decir cuerpo aquí es decir sesos, vísceras, intestinos
y glándulas, todo ese patrimonio cultural, vivo o muerto, que somos. Ese total
que somos y portaremos con gracia, llevaremos a cuestas como plomos, plomadas
de construcción identitaria, que traeremos con nosotros como se pueda pero
gustosos de vernos en un espejo de cuerpo completo, para acometer los viajes al
mundo el ochenta por ciento de nuestras vidas y no el veinte restante tirados
en la cama. Seremos miserables o bailarinas en la barra, cucharones o mangas
dadoras de poesía.
Eso. Comeremos y beberemos todos de
este nuevo instructivo del dos, de los pares y su eterno maridaje, por el que
antepondremos la vida al trabajo aniquilador, la cultura misma al incomible
mundo del arte, tan menudito, cada vez con más espinas y menos carne. ¿Por qué
todo debe ser arte?, ¿debiera ser arte aunque haya nacido como gyōza, como dumpling, cosa vaporosa y
misteriosa? Menos arte y más parrillas, menos alienaciones y más corchos
saliendo como Sputniks hacia el Hudson o el Usumacinta. En la India o la
Argentina. Ocoyoacac o Tultitlán. Queremos vernos felices, sanos y lozanos,
claro, pero más rellenos y capeados por una gloriosa revolución sensitiva,
estofando nuestro interior. Porque nos hace falta calentarnos, meternos una
revolcada, una manoseada, una salteada o toreada rutilante, salpimentarnos de
pies a cabeza. Debemos convertirnos en un buen guisado, un potaje hirviendo de
pura vida golosa. Y ahí dentro de la gran cacerola, la madre de todas las
ollas, las medias naranjas, guayabas y tostadas. Eso. Somos en todo caso
grandes y bellos vegetales, legumbres pirotécnicas porque se entiende que este
nuevo instructivo hecho para el amor y la amistad es sobre todo un
renacimiento. Un trato entre uno y uno mismo, unos con otros, como un salpicón
de amor y amistad, una ensalada de coditos, un vuelve a la vida al portador, un
cuerno de la abundancia del saber ser y saber estar. Comer arrejuntados,
arreculados, todos los ahítos, glotones, gulosos, en aproximación salvaje a lo
que nos rodea, con la humanidad que aún nos subyazca, a cuatro hornillas
prendidas.
Ya
lo saben. Partido el queso de la suerte nos iremos en un tris, nos evaporaremos
de este pocillo-mundo. Un accidente en carretera, un resbalón en la tina, un
gañote obstruido de bocadillos como gordo de película, en fin, cualquier nimio
pero certero Armagedón. Y para cuando eso suceda convendría tener bien lleno el
itacate de memorias, lonchas de agitaciones, raciones completas de recuerdos,
de estampas, relatos como hemos quedado, lo más tridimensionales, sinestésicos,
picantes y grasosos del enorme restaurante del querer.
Escucha. Ya estamos en febrero, mes de
la vendimia más asquerosa, la confusión corporativa y mercadotécnica del
corazón. Y para ésa ni tienes ni quieres boletos. Anda, toma esos ropajes.
Aféitate. Hazte de nuevas especias, nuevos ingredientes para sazonarte. Afila
la pica y sal de nuevo a cazar la presa de tu más alta delectación. Tú mismo,
en compañía de otro, claro, asumidos como un entero. Dos de dos en un mismo
sendero. ¿A qué hora nos comemos? EP