Caminata Pandémica: o mira mi mapa

Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 28/06/21

Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 9 minutos

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En algún punto de la pandemia, cuando la ansiedad le regaló tres pliegues más a mi panza y el encierro hormigueaba mis piernas construyendo un insomnio rotundo, JD me invitó a caminar. Pero elle vive en Houston y yo en El Paso, caminar juntes significaba entonces apelar a la tecnología. Me dijo que bajara MapMyWalk, una app diseñada para eso: caminar. Hace más que eso, crea un mapa de tu caminata y te dice cuántas millas por minuto recorres, en cuánto tiempo, cuántas calorías quemaste y (… ¿qué fokin soy, una promotora de apps o qué?), bueno, creo que me entienden.

Anyway.

El caso es que durante el segundo semestre de la pandemia, me despertaba, tomaba mi teléfono y lo primero que veía era un mensaje de JD con un mapa. Ah, sí, no dije eso. JD no solo me invitó a caminar, sino a intercambiarnos mapas de nuestras caminatas después de hacerlo. Cada une podía ver las calles, el recorrido, el tiempo y la distancia. 

Mapa de JD:

Mapa de Syl:

A veces camino sin planear, pongo un pie frente al otro, y ya. A veces, por ociosa, doy vueltas raras o avanzo tramos larguísimos; una vez traté de formar muchos ochos yendo y viniendo entre las cuadras. Todo para que JD reciba un mapa que pueda volverse metáfora del día. O, más bien, de un día en pandemia.

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El flujo de la conciencia es un término acuñado por William James en su libro Principios de psicología (1890), se popularizó como estilo literario por autores de la posguerra: James Joyce, Virginia Woolf, Marcel Proust, entre otros, lo utilizaron frecuentemente en sus novelas. Es sencillo y no, consiste en que los pensamientos, sentimientos y reacciones de un personaje se representan en un flujo continuo e ininterrumpido. Una narrativa orgánica que persigue los espasmos de la mente.

En inglés a esto se le llama stream of consciousness, una traducción literal sería: arroyo de la conciencia. A este arroyo yo lo descubrí a los cinco años o a los seis, no sé, lo conocí mucho antes de conocer a Virginia Woolf. Desde que amanecía y anochecía mis pensamientos, mis sentimientos y mis reacciones eran voz. De niña era insomne, así que a veces esa voz era la que me arrullaba o bien, la que me mantenía despierta. Cuando leí la primera vez Mrs. Dalloway no entendía aún nada del mundo y, sin embargo, la estructura del libro la comprendí perfectamente.

La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores.

Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa.

Sí, poseo un arroyo de la conciencia. Tengo toda la vida narrándome. A veces es una voz en primera persona, la segunda persona solo se asoma a veces. Ya sé, ya sé, esto suena a “Si Sylvia oye voces, seguro tiene problemas de salud mental”, pero no es así porque mis problemas de salud mental son de otra índole y las voces no me mandan a hacer cosas maléficas, como en las películas. 

La voz que ha crecido conforme yo lo he hecho, no me manda a hacer algo. No es, repito, una voz de esas; la mía hace un recuento de alguna escena del pasado o bien me sigue en el día a día:

Tengo que comprarle comida a la gata, ¿de la lata grande o de las fancy? Son más caras, pero tienen más variedad. ¿Por qué esa señora no tiene puesto su tapaboca? Ay no debo juzgar, cada quién, ah mira Sylvia, cambiaron el diseño de la caja de cereal. ¿Tengo cereal?

A veces el agua de mi arroyo es básica y rutinaria. También puede ser consumista, de tiempo, de energía, de dinero. Con frecuencia solo está distrayéndome. Pero en ocasiones es oscura. Haya o no un detonador exterior, el arroyo se vuelve un torrente denso. La voz comienza a cuestionarme, o más bien, yo comienzo a hacerlo. Palabra tras palabra, frase tras frase, mi estima se tambalea, la duda sobre decisiones tomadas años atrás o las que se es imposible tomar, están ahí levantando los puños. La voz en primera o segunda, la voz como un coro griego repitiéndome lo que nunca he hecho, lo que hice, o lo que me hice. Lo que fui, lo que he sido. Lo que ya no voy a ser. La voz en Mrs. Dalloway lo dice mejor que cualquiera de las voces de mi arroyo de la conciencia:

Ahora no diría a nadie en el mundo entero qué era esto o lo otro. Se sentía muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas, y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando. Tenía la perpetua sensación, mientras contemplaba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar, y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir, aunque sólo fuera un día. Y conste que no se creía inteligente ni extraordinaria. 

Hay días que me narro que no me siento ni inteligente ni extraordinaria, noches que relato los funerales a los que no he ido, o bien tardes en que cuento y recuento las pérdidas y las caídas como si fuera inversionista. (Me) Narro con detalles concretos y significativos escenas que aún me duelen, momentos en los cuales me siento lejos, muy lejos del mar y sola.

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Lo curioso es que cuando camino, no tengo arroyo. La voz calla. Un poco porque voy escuchando música, algún podcast o un libro, otro poco porque me pongo a observar las rarezas en mi barrio y tomo fotos. Pero especialmente porque es como si mi mente supiera que en ese momento no necesito la voz, todo está avanzando. Mi atención, cuando camino, solo está en eso, en el camino.

¿Camino mucho? No, hay días en que no camino un carajo. 

¿Por qué no lo hago si me viene bien? Digamos que el arroyo de la conciencia más oscura me ahoga tanto que no me apetece salir, solo deseo meterme en la cama y quedarme ahí para siempre de los siempres. Seguro cualquiera ha tenido días así.

Es entonces que, en ese otro rincón texano, aparece JD. Un nuevo mapa en mi pantalla, alguna frase recordándome, con harto cariño, que quiere ver un mapa de acá. Con frecuencia me repite que le emociona recibir mis mapas, pero yo entre línea leo otra cosa: que le alegra saber que salí de casa. Decido interpretar en cada una de sus invitaciones a caminar a distancia que me quiere como yo a elle y que juntes hemos sorteado esta pandemia caminándola, mapa en mano.

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Una forma común de este flujo de la conciencia es el monólogo interior. Los procesos de pensamiento de un personaje, asociados a sus acciones, se retratan en forma de palabras que el personaje dirige de sí a sí. Ojo, no confundir con el monólogo dramático o con el soliloquio, lo digo porque yo los confundo en los días malos. Ya en serio, tanto en el monólogo dramático como en el soliloquio el hablante se dirige a la audiencia o otro personaje. Hay una conciencia de que lo que se dice, viaja a un receptor. El personaje busca ser escuchade.

Alguien debe decirle a la academia y a la retórica que personajes o, todes queremos ser escuchades. Pero, como dice mi amiga Nadia, pareciera que nunca nos enseñaron a escuchar o que no nos interesa hacerlo. Más que escuchar a les otres estamos tramando lo que vamos a decir esté relacionado o no con lo que nos estén diciendo.

Permítaseme cambiar una y por la ll y decir que tras este año y medio de pandemia (y lo que aún le cuelga) deberíamos comenzar a armar La arroyadora banda de la conciencia y decir en voz alta lo que en primera o segunda, nos decimos. Ya sea sobre el nuevo diseño de la caja de cereal o de la insoportable levedad de los afectos o de los cubrebocas. 

Hablar y escuchar no son un deporte extremo. Son formas de compartir(se) y mostrar afecto, respeto, comprensión.

Si el monólogo interior es una herramienta literaria para permitirnos conocer más profundamente a un personaje, el monólogo interior en mi vida real me ha servido en estos meses para reconocerme y observar las intersecciones que me atraviesan y que me han hecho tropezar. Me explico, mi flujo de la conciencia a veces es superfluo e inofensivo, ya lo dije, pero otras veces es tóxico. Tan, tan, tan tóxico que lo debería exteriorizar, llevarlo a soliloquio o monólogo dramático, convertirlo en un diálogo profundo con mis amigues hasta que la basura de este arroyo de la conciencia se vaya.

Aunque, lo sabemos, nada se va para siempre.

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En Mrs. Dalloway, Virginia Woolf utiliza el flujo de la conciencia para recorrer no solo la mente de Clarissa, sino las calles de Londres, las esquinas de la guerra, y los andadores de la memoria de una mujer que se vio obligada a vivir bajo las reglas de los otros y para quien salir a comprar flores significa mucho más que eso:

Era desesperante, pensaba, llevar este monstruo brutal agitándose en su interior; la irritaba oír el sonido de las ramas quebrándose, y sentir sus cascos hincándose en las

profundidades de aquel bosque de suelo cubierto por las hojas, el alma. No podía estar en momento alguno totalmente tranquila o totalmente segura, debido a que en cualquier instante el monstruo podía atacarla con su odio que, de manera especial después de su última enfermedad, tenía el poder de provocarle la sensación de ser rasgada, de dolor en la espina dorsal. Le producía dolor físico, y era causa de que todo su placer en la belleza, en la amistad, en sentirse bien, en ser amada y en convertir su hogar en un sitio delicioso, se balanceara, temblara y se inclinara, como si realmente hubiera un monstruo royendo las raíces, como si la amplia gama de satisfacciones sólo fuera egoísmo. ¡Cuánto odio! ¡Tonterías, tonterías!, se dijo gritándose a sí misma, mientras empujaba la puerta giratoria de la floristería Mulberry.

¿Cuántas veces le he dicho yo a la voz… o, más bien, cuántas veces me he dicho yo a mi misma, “tonterías, tonterías” en una especie de autogaslighting que me empuja hasta el fondo del arroyo?

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Cuando JD y yo hemos coincidido en la misma ciudad nos vamos a caminar. Hablamos de todo, de los proyectos que compartimos, de su hija, del mío, de escritura, también del clima y de comida. De mangoneadas, también hemos hablado de mangoneadas. ¿O se dice mangonadas? Caminamos, hacemos mapa y nos lo compartimos. Aunque hayamos caminado juntos. Esos idénticos mapas también nos hermanan. 

Estuve de visita en su ciudad hace poco y me llevó a caminar por el barrio hasta el cementerio Evergreen que pronto se volvió mi lugar favorito. Construido en 1894 este lugar aloja la memoria de una comunidad. Y si normalmente camino sin estarle dando vueltas a la mente, ahí me fue inevitable dejar que mi mente fluyera. Mi mente un arroyo de corriente lenta, luego veloz, ligera, luego densa. Mi mente pensando en vida, muerte, entierros, enfermedades y flores. ¿Alguien ha escrito ya de las flores en los cementerios? Las hay frescas y las hay secas, las hay de tela y las hay de todos los colores posibles. ¿Quién camina ahí y las deja? ¿Cuándo?

JD y yo tenemos un chat con Isabel (en realidad creo que JD y yo tenemos un chat grupal con todos nuestros contactos en común), pero este con ella lo abrimos tras un retiro escritural en Cloudcroft. Ese espacio virtual donde compartíamos artículos sobre retórica (no es cierto, solo compartíamos chismes), de pronto trajo el tema de las caminatas a la mesa. No sé quién de les dos invitó a Isabel a hacer mapas con nosotres, pero ella nos dijo que sí de inmediato. Así es Isabel, le entra a todo y siempre con una sonrisa gigante. 

Uno de los primeros mapas de mi querida amiga atravesaba un cementerio. ¿Casualidad? No lo creo. Ella leyó hace poco Alguien camina sobre tu tumba: mis viajes a cementerios de Mariana Enríquez. Un libro que aún no he leído y que ella me recomendó mucho. Sigo preguntándome qué caminatas encontró ahí.

Ya le habíamos explicado a Isabel nuestras “reglas”:   puede ser a cualquier hora del día, no tiene que ser una sola caminata sino varias cortas, y el ideal son dos millas diarias pero en realidad no importa. No sé si siguió esto al pie de la letra, pero en realidad no importa. Lo que importa es andar el camino.

Entre les tres jugamos a que chin-chin si no caminas. Jugamos a que nos ponemos tache por no caminar, pero no es cierto. No hay taches, ni chin-chin: hay acompañamiento. Quiero creer que ella sabe que más allá de millas, calorías, tiempo, lo que queremos es verla recorrer las calles de Philadelphia, y que nos muestre un poquito a sus calles, a su tránsito. 

Nuestros mapas construyen diálogos. Y un diálogo es siempre más enriquecedor que un monólogo.

Yo no sé si mis amigues piensan y sobre piensan mientras caminan o si, como yo, encuentran paso a paso la calma que una mañana, una tarde soleada, o una noche nublada puede traer, pero así lo deseo.  Nuestros pasos sanándonos.

Isa, JD, y otras personas en mi vida han encontrado la manera de caminar, correr o bicicletear, navegar la pandemia y el recorrido nos ha dado, además de piernas estupendas, un autoconocimiento inesperado. Un arroyo propio. EP

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