Bosque de niebla mental

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 25/01/21

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Había otro paciente, un viejo bien plantado de playera polo y chaleco tejido. Nos mostramos nuestros respectivos turnos, el suyo el 1 y el mío el 2, papelitos arrancados de un dispensador como en el departamento de carnisalchichonería. Entró solo, salió solo, igual que yo. Esperamos juntos un rato, mientras una fila de clientes menos madrugadores que nosotros comenzó a formarse en el pasillo —paciente y cliente son, en este punto, conceptos intercambiables—. La doctora anunció, con cierta complacencia, como si ella misma hubiera descubierto la cura contra el virus, que la prueba del viejo era negativa. Él asintió, impasible, cualquiera diría que nunca temió recibir otro resultado. Quiso darle las gracias a la doctora antes de salir de la farmacia, pero ella le recordó las medidas de sana distancia y luego, girándose hacia mí y en un tono notablemente más solemne, me pidió que entrara al cubículo al que llamó consultorio. Caminé mirando al suelo. Las personas de la fila me rehuían como si apestara y yo no hice el esfuerzo por adivinar los gestos que se ocultaban detrás de los cubrebocas. Cerró la puerta con delicadeza y me pidió que tomara asiento. No era necesario que agregara nada más, pero ella insistió en mostrarme la tira reactiva, similar a la de una prueba de embarazo, con dos rayitas coloreadas de rosa. Enunció lo evidente, que había salido positiva. En ese momento volví a tener la misma sensación que había tenido al despertar aquella mañana, una opresión en el tórax, como cuando las puertas del metro me aplastan al cerrarse o como tener a un hombre gordo encima de mí. Alcancé a escuchar que la doctora me recomendaba, no, que me ordenaba cuidarme mucho, reforzar mi sistema inmune, descanso obligado, líquidos, paracetamol, por cierto, que aquí en la farmacia estamos vendiendo unos kits para llevar a casa, con granola, amaranto, dátiles y otros alimentos sanos y vitamina C.

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En un cuento de alguna de mis escritoras favoritas —Lahiri, Adichie, Munro—, aquí es donde la narradora abriría una analepsis o, como yo la llamo, un para esto. ¿Cuántas semanas sería bueno retroceder? ¿Cuarenta y ocho, hasta el inicio de la pandemia? ¿Tres, hasta mi llegada a México? ¿Una, hasta mi probable contagio en el acupunturista?

Para esto, había llegado a Veracruz en un vuelo de segunda clase antes del inicio de la onda gélida. Traía la rodilla rota y la ilusión pueril de que la humedad de su bosque natal remediaría todas sus dolencias. Había sobrevivido a diez meses de pandemia, se merecía un poco de calor de hogar. Además, tenía una cita con un curador de gran renombre, un norteamericano formado en China, occidente y oriente unidos en una figura casi chamánica, prácticamente un hechicero.

Estos días el cerebro no me alcanza para leer cuentos, mucho menos para escribirlos. Gente que se ha recuperado del COVID me ha dicho que el embotamiento mental cederá al paso de los meses. Me pregunto si me daré cuenta o si pasaré el resto de mi vida personificando un caso típico de Dunnin-Kruger en el que la idiota, yo, no logra darse cuenta de qué tan idiota es.

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Si controlas la respiración, lo controlas todo, dice mi maestra de yoga.

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Los ataques de pánico y los infartos comparten gran parte de su sintomatología. El cuerpo se agita, transpira, palpita, tiembla. El cerebro, abrumado, se marea y pierde agencia, nos volvemos circuitos eléctricos en modo ahorrador. Sin embargo, durante un ataque de pánico el dolor en el pecho es punzante y se localiza en el medio del tórax, mientras que en el infarto se siente con opresión. Es importante distinguirlos, dice una página de internet, para poder recibir la ayuda adecuada. Este consejo es tan útil como el del médico que te recuerda que el descanso y una mente quieta son el mejor remedio contra esa enfermedad potencialmente mortal que padeces.

Desde marzo del año pasado, al binomio infarto-pánico se sumó el COVID con sus señales particulares de alarma: dolor torácico y la falta de aire que lleva al paciente a un estado de confusión indistinguible de un ataque de pánico. Es recomendable averiguar, diría la misma página de internet, si te estás muriendo y esto te provoca angustia o si es la propia angustia la que te está dañando. Se resolverá al cabo de algunos minutos cuando los síntomas se agudicen o se aplaquen; mientras tanto, procura no hiperventilar.

La mañana del tres de enero desperté con las costillas adoloridas y una sensación desesperante en los pulmones que solo puedo describir como un no tener llenadera. Por más que jalaba aire, mi pecho cada vez se inflaba menos y la cabeza comenzó a traicionarme. Esto no es cruda, me dije, y tampoco es resfriado. Si no es ataque de pánico, es COVID.

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En un ensayo de alguna de mis escritoras favoritas —Gornick, Didion—, aquí es donde la narradora nos regalaría un dispositivo metaliterario en el que la persona se despoja de la máscara por un minuto para revelar las reglas del juego: desde dónde se está contando qué historia y por qué de esta manera.

Llueve en Xalapa. Hoy es el primer día del año en el que logro escribir más de un párrafo. He pasado el invierno en cama, primero por la rodilla y después por el COVID, y aunque secretamente siempre había fantaseado con este escenario de vacaciones obligadas, las cuales dedicaría por entero a leer y ver televisión, tengo la mente tan embotada que no he podido terminar un solo capítulo de las series que me han recomendado. Es la primera vez en mucho tiempo que siento que mi ansiedad ha remitido, aunque temo que la verdadera causa de esta aparente calma sea el agotamiento físico y mental.

Tampoco puedo escribir ensayos ni leerlos. Me canso. Alguien que se recuperó no solo del COVID sino también de un cuadro de neumonía me dijo que al principio se sentía como nuevo, como un teléfono reensamblado de los que vende Amazon, pero que con el tiempo se fue dando cuenta de que el técnico le había puesto piezas de segunda mano. Pienso en este ejemplo cada vez que despierto cargada de energía y a los cuarenta minutos comienzo a sentir que la batería se me descargó casi por completo.

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Si controlas la respiración, lo controlas todo, dice mi maestra de poesía.

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El poeta TC Tolbert comenzó a escribir haikus cuando un accidente lo obligó a convalecer varias semanas antes de comenzar a rehabilitarse. No sé si por indicación médica, o tal vez a causa del dolor, pasaba veinte minutos en una postura —postrado boca abajo, acostado boca arriba, sentado— y cambiaba a otra. Al cabo de algunos días se dio cuenta de que sus pensamientos se iban amoldando a su limitado, aunque constante, movimiento. Estas fugaces observaciones de su contexto inmediato se convirtieron en poemas.

every morning god

I make of my body

a bridge, a cat, a corpse

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La predicadora toca a la puerta y, cuando esta se abre, se queda en silencio. Ha olvidado la palabra que quería compartir. Yo, la evangelista de la escritura compulsiva, la que regala libretas a sus amigas y les implora que escriban, estoy en blanco o casi en blanco. Encerrada en mi cuarto de infancia, al que le quedo demasiado grande, vuelvo al antiguo vicio del monólogo furioso, errático: el diario personal.

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En una novela de esas híbridas que me encantan —Offill, Kang, Gerber—, aquí es donde la escritora comenzaría a indicar hacia dónde estirará los límites: ¿referencias extraliterarias, arte visual, narraciones oníricas, etimologías, listas, tuits, memes? ¿Todas las anteriores? Asumo mi derrota a manos vacías. No logro ensamblar una narrativa coherente, la fragmentación en este caso no es un artificio deliberado sino la única manera en la que consigo escribir algo. Ahora veo que llevo cuatro páginas a renglón y medio. Nada mal para una idiota, me digo, matizando el hecho de que esta entrega, que en tiempos normales me habría supuesto algunas horas, me ha tomado dos semanas.

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Infinitos cómo estás. Infinitos dónde te contagiaste. Mis contactos divididos en grupos tácticos. Los que cuidan controlando: «Esto es lo que tienes que hacer». Las que cuidan acompañando —mis favoritas—: «Te dejo memes y besos». Los escépticos: «Oye, pero ¿ya te hiciste la prueba?». Infinitos cómo sigues. «Ya de salida», contesto, y me da risa la doble implicación. No salgo, no voy a ningún lado ni siquiera en mi imaginación. Pero la enfermedad está amainando o eso parece. Los días más tolerables me pregunto si de verdad estaré mejorando o si más bien me estoy acostumbrando a vivir con inflamación.

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Si controlas la respiración, lo controlas todo, dice mi médico.

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En Veracruz nos tomamos los fenómenos meteorológicos muy en serio y somos capaces de diferenciar muchos tipos distintos de precipitaciones. Por eso me parece curioso que algunos articulistas se refieran a este embotamiento mental como bruma y algunos otros como niebla, indistintamente. No me atrevería a llamarlo bruma porque, se sabe, esta es exclusiva de las costas y yo ya voy para un año sin ver el mar. Acá en el bosque mesófilo tenemos neblina, eso sí, una neblina altanera, preciosa y orgullosa, como entrar a un baño donde alguien acaba de ducharse.

Me entretengo con este tipo de pensamientos ociosos. Así como la postración obligó a Tolbert a explorar nuevas formas poéticas, a mí me empuja a nuevos modos de vagancia.

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En la ciudad de los sismos me volví una persona previsora. En la entrada del departamento tenía mi mochila de supervivencia y en mi mente un protocolo riguroso para salir del edificio en cincuenta segundos con todo y mascotas. Pero había un detalle que mi plan no contemplaba y que de hecho lo arruinó por completo dos veces: el vaivén del edificio. Durante la trepidación, el pasillo se convierte en un tren en movimiento y cruzarlo se siente como recorrer los vagones de la línea 2.

Con el COVID pasa lo mismo. La neblina mental no permite ver la diferencia entre una prueba de antígenos y una PCR, entre el cubrebocas usado y el que apenas te vas a poner y, por supuesto, mucho menos entre un malestar punzante en las costillas y uno opresor. El embotamiento potencia el pánico y es muy desgastante; aunque, eso sí, por ahí del octavo día la fatiga y la confusión me regalaron la hibernación que no había tenido en años.

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Mi mamá a menudo cuenta la anécdota de que mi tío Andrés se murió entre sueños. Que un día simplemente no despertó, pero que su cuerpo tenía una expresión tranquila y dulce. A veces incluso dice que a ella le gustaría morir de la misma manera. Siempre me había parecido una historia inocua, una de tantas en la cosmogonía familiar, hasta que me tocó dormir con los pulmones chafeando, anárquicos, y por primera vez en mi vida me planteé la posibilidad de no despertar, de asfixiarme durante la noche, sin fuerzas para pedir ayuda, y que al final mis familiares confundieran mi expresión de horror con una sonrisa.

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Me faltan los conceptos, los desconozco y los pocos que sí conozco no me funcionan. Acudo a un diccionario. Disnea: dificultad para respirar. Anosmia: pérdida del olfato. Xerostomía: boca inusualmente seca. No son buenos para comunicarme, nadie los entiende, ni yo, son imprácticos como llaves de cerrojos extraviados. Ah, pero eso sí, da gusto andarlos cargando, son bonitos de ver.

Recurro, como siempre, a mis leales compañeras: las analogías y las metáforas. Las figuras retóricas embellecen y al mismo tiempo rellenan agujeros; dos pájaros de un tiro, como colgar un retrato lindo en el sitio exacto donde la pintura del muro empezaba a burbujear. Ni siquiera mi cerebro embotado se resiste al juego de la mudanza, mover algo de aquí para allá, crear vínculos donde no los había.

Así es:

  1. La nariz se siente como cuando te aventabas a lo bruto a la alberca y el agua clorada te llegaba al cerebro —o a la mucosa de los senos paranasales—.
  2. La boca se siente como si estuvieras chupando una moneda.
  3. La cabeza se siente como cuando veías la tele de cabeza en el sofá de la sala.
  4. La falta de entendimiento se siente como si todo el mundo hubiera comenzado a hablar en portugués —y tú nunca hubieras tomado clases de portugués—.
  5. La prueba nasal se siente como meterle un palillo a un pastel que se hornea, pero tú eres el pastel.
  6. La prueba bucal se siente como cuando no masticaste lo suficiente un totopo y una de sus esquinas te raspó la tráquea, pero este totopo estaba hecho de menta.
  7. Los ojos se sienten como cuando lloraste muchísimo, aunque esto es difícil de discernir porque la verdad es que sí has estado llorando muchísimo.
  8. El cuerpo se siente como cuando te tocaba estar hasta abajo en la bolita y tus primos eran toscos y robustos —¿sí dicen hacer bolita en otras partes del país?—.
  9. Las manos se sienten como cuando acabas de jugar volibol.
  10. La confusión se siente como cuando recibes una noticia terrible: un accidente de coche, un suicidio, un terremoto, un despido, y de pronto esa información se convierte en un letrero luminoso que no te permite atender lo periférico. Alguien te pregunta «¿manejas o manejo?» y tú contestas «sí». Alguien te ordena que te quites del paso. Alguien te pide que tomes asiento y tú obedeces, te desplomas sin notar que no hay silla donde sentarse; cuando te das cuenta, estás despatarrada en el piso con las llaves del coche en la mano y estorbando el paso. Así, pero sin noticia terrible. Más o menos. EP
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