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Estar aquí frente a ustedes es más extraño de lo que parece.
No es muy común que haya sólo escritores escuchando a escritores. Es normal un
congreso de cardiólogos donde sólo hay cardiólogos, o una asamblea de payasos
sólo con payasos, pero me cuesta imaginar un lugar fuera de aquí en el que hay
sólo escritores escuchando a escritores. Lo digo no para resaltar la
excentricidad, sino para celebrar la hazaña.
A veces me gusta preguntar a las personas cuál piensan que
es el lugar en el que trabaja un escritor. Después de poner cara de confusión
suelen responder que en una biblioteca o en una escuela, otros dicen que en una
oficina o en su casa, etcétera. Hay, incluso, los listos que dicen que los
escritores no trabajan… En el imaginario colectivo no hay un espacio muy
definido en el que se nos pueda ubicar; la sociedad difícilmente concibe al
escritor dentro del imaginario de los oficios. En cambio, si preguntamos dónde
trabaja un médico o un panadero, no creo que las respuestas varíen tanto como
con el oficio de las ficciones. Y esto podría ser una ventaja si se mira
románticamente, pero lo que he visto en mi experiencia es una desgracia. Casi
no existe el oficio de escritor. Según mis cálculos, sólo el 4.7% de los
escritores vive de escribir (y nosotros estamos dentro de ese porcentaje). Y
según un estudio muy serio y lleno de números, en la última década ha caído en
un 41% el ingreso de los trabajadores que se dedican a la escritura. El gremio
vive en una precariedad que probablemente ustedes conocen, o ya conocerán. La
profesionalidad del escritor está lejos de suceder, y la sola idea de tener un
seguro médico o prestaciones nos resulta tan lejana como el vellocino de oro.
Me fascina y me es recurrente pensar que las sociedades
pueden prescindir de hacer deportes o de tener ciertos conocimientos
científicos, pero no de las ficciones. ¿Quién
es esa persona que no mira series y películas ni lee
cuentos? La ficción ocupa un papel fundamental en la vida humana. No conozco
sociedades sin ficciones. La gente en general vive ávida de relatos.
Desde el sillón, el metro, la fogata o donde sea que
atendamos a la narración, la ficción tiene la magia de trasladarnos a otra
época y a otros lugares. Nos permite ser parte de algo que nuestras limitadas
vidas no pueden experimentar de otro modo. La división del trabajo pretende
asignarnos una función, pero la literatura abre la ventana de las múltiples
posibilidades, y sacude y enriquece ese elemento tan importante para los
humanos: el lenguaje. Entonces, si la ficción es un elemento tan fundamental para
la sociedad, pero el oficio de escritor ocupa una posición ambigua, aunque
suene a muletilla moralina, creo que hay muchas cosas que tenemos que
replantearnos. Yo espero que este año, colegas, el intercambio de visiones
impulse la imaginación colectiva para defender la dignidad de nuestro gremio.
Hay personas que utilizan el lenguaje sólo para comunicarse,
y hay otras que se traban y confunden las palabras. Esto último ha sido mi caso
desde que recuerdo. Cuando mi madre me regañaba decía: “No pongas esa carita de
mártir”. Yo no sabía qué significaba mártir, pero lo asociaba con Martin, el
personaje ñoño de Los Simpson.
Definitivamente no me quería portar mal con tal de que mi madre no me hiciera bullying. Mi confusión con el lenguaje
provocaba que cuando en el catequismo decían que Jesús era un mártir, yo
alegara: “Pues claro, si pone la otra mejilla”. Lo que no me quedaba claro era
para qué me mandaban a clases sobre la vida de ese señor que para mí era un
Martin. Lo normal para mí hubiera sido que él se defendiera como un caballero
del Zodiaco. Descubrí tarde que Jesús no era un mal tipo y que su sangre
refresca los humores.
Tengo dos sobrinas muy simpáticas: Luciana, de seis años, y
Eugenia de cuatro. O tal vez tengan siete y cinco años, pero tampoco soy muy
bueno con los números. Como dice el tío Miguel: “Su risa es la espada más
victoriosa”. Yo me siento el tío más dichoso cuando me conceden unos segundos
para jugar a los piratas. En mis momentos más sentimentales me gusta pensar que
todas las abuelas son mis abuelas y que todas las niñas son mis sobrinas.
Más allá de mis padres considero importante en mi formación
a mis dos abuelas: Dolores, a quien el pueblo mexicano le abrió las puertas
cuando el fascismo la perseguía, y Bertha, la encarnación del amor y la fe que
no conoce el hastío. Nunca me gustó la escuela excepto para jugar futbol. Como
ni mis padres ni mis abuelos ni mis escritores favoritos tienen un título
universitario, la universidad no figuraba en mi horizonte. Yo quería estar
lejos de todo lo que conocía; tenía una idea romántica de la vida. Libre como
un perro callejero, a veces triste y hambriento, otras, dichoso de aventuras,
estuve vagando entre oficios por lugares tan diferentes y fugaces como
Andalucía, Ámsterdam, Praga; hasta que me establecí en Londres. Tuve un trabajo
fijo en una bodega a la que entraba de noche y salía cuando ya había
oscurecido, aunque apenas fueran las cinco de la tarde. Al principio, cuando
salía de trabajar me dolían los músculos. Al llegar a mi jaula me tiraba a
dormir hasta el día siguiente.
Muy rápido empecé a añorar el sol, los sonidos, los sabores,
la calidez de mi gente —que no sabía lo que realmente era, pues nunca la había
comparado con otros—. Me regresé, y dos cosas me quedaron de esa experiencia:
que ser de la clase trabajadora es un orgullo y que mi tierra es más
maravillosa de lo que cualquier cifra pueda decir. Regresé con otros ojos. Me
interesé en lo que no había visto antes. Y la vida, de una manera o de otra, me
fue llevando a los pueblos más remotos de la sierra, a selvas y a ciudades con
toque de queda. Mis ojos fueron testigos de las luchas más dignas, como la del
pueblo de Cherán. Pero también, como a cualquiera de ustedes, de alguna manera
u otra los infiernos que hay en este país me brotaron enfrente. Tuve que
aprender a vivir lejos de la fría indiferencia y de las pasarelas del
sentimentalismo. Este país me resulta extraño y misterioso porque, a pesar de
ser violentado de tantas formas, a donde quiera que vaya veo que subsiste un
país paralelo que no deja de sorprenderme cada día con su generosidad. No logro
entender cómo es que pasan cosas tan distintas en la misma sombra. Necesitaría
todos los turnos de sus lecturas para decir todo lo que me gusta y para
agradecer todo lo que el pueblo latinoamericano me ha dado.
Del libro que estoy trabajando puedo decirles que tiene que
ver con la Ciudad de México. Antes estaba peleado con Dios y con esta
metrópoli. Con Dios sigo peleado, pero confío en que pronto llegaremos a un
acuerdo. Con la Ciudad de México, las pláticas van más avanzadas. Antes me
gustaba presumir que la odiaba. Los chilangos solían preguntarme por qué
chingados si la odiaba tanto vivía en ella. Yo respondía con una lógica muy
particular que lo que más me gustaba de la ciudad era salir de ella, y si no
viviera en ella no podría experimentar el gran placer de salir de ella.
Confío en la capacidad que tienen las palabras imaginativas
para solucionar conflictos (y también para crearlos). Con la novela que estoy
escribiendo pretendo saldar algunas cuentas que tengo con el DF. Pero si esta
novela la escribo para la ciudad, también la escribo para todos ustedes, o para
todo aquel que ame u odie la ciudad. La literatura es un trabajo solitario,
pero también colectivo. El gremio requiere de libreros, correctores, editores,
comentadores, inquisidores y tantas otras cosas. También para ellos la escribo,
por hacer posible en la adversidad la circulación de nuestros quehaceres. Me
gusta ver de día a las estrellas coronar nuestros volcanes nevados. Me gusta
escuchar el cauce de los ríos que enterró la ciudad. Dice el otro tío Miguel
que la poesía “puede pintar en la mitad del día a la noche, y en la noche más
oscura, el alba bella que las perlas cría”. Vine a esta casa a trabajar. Ojalá
este tipo de casas fueran la regla y no la excepción, y que en un futuro,
cuando se quiera buscar a un joven escritor, no sea raro decir: “Ha de estar en
el taller, allá donde trabajan los escritores”. EP