Martes
3 de agosto, 6:00 a.m.
El
día de su llegada, ¿querrían clavarle los colmillos? ¿Natalia se habría
deshecho del peso suficiente para impedirlo? Sintió una puñalada en el estómago
cuando la aguja de la báscula se detuvo: cuarenta kilos y quinientos gramos.
Agarró la cinta métrica. Le costó tomarse las medidas, las manos le temblaban
por el coraje: setenta, sesenta, setenta y cinco.
—Estúpida
—se dijo frente al espejo de su cuarto—. Van a tragarte si no te esfuerzas.
Los
genes no la ayudaban: la cadera de su madre lucía inmensa y su padre apenas
podía abotonarse la camisa. Ellos debían estar ahora dormidos a kilómetros de
ahí; más tarde, supuso, ocuparían las tumbonas del hotel, comerían mariscos o
la basura que se les antojara.
Partió
limones y los exprimió en un vaso con agua mineral. Al beber, el sabor le hizo
torcer los labios. Una semana atrás había iniciado el ayuno. Mildred Rodríguez,
líder del Movimiento Escuálido Contra los Invasores, había advertido a los
radioescuchas que si deseaban sobrevivir tendrían que someterse a la Dieta. Los
invasores de Saturno devorarían a los humanos cuya masa corporal superara los
cuarenta kilos. El 6 de agosto del año en curso, a las 8:16 a.m., aterrizarían
en Pekín, en Washington y en la Ciudad de México.
Desde
el departamento de Natalia en el piso once todo se veía diminuto. Los autos
expulsaban nubes grises de los escapes y, cerca de una glorieta, las personas
entraban y salían de la estación de metro. Aquellos puntos que hormigueaban a
lo lejos serían aplastados en caso de que una nave espacial aterrizara.
El
video que los invasores enviaron a distintos lugares del mundo fue destruido
por la nasa, apuntó Mildred en su programa de radio. Las agencias espaciales
intentaban ocultar la catástrofe que se avecinaba. Los invasores tenían
extremidades rodeadas de anillos y en sus bocas se alineaban más dientes que
los de un tiburón. La carne era su alimento preferido de la galaxia.
5:00
p.m.
En
el supermercado, Natalia lamentó la imprudencia de las personas que avanzaban
por los pasillos: en sus compras incluían malvaviscos, galletas en forma de
animales, pan, queso y hasta chocolates. La piel de Natalia nunca había estado
tan seca; pensó que era culpa del aire acondicionado. Evitaría ponerse crema,
su consistencia grasosa resultaba fatal para sus esfuerzos. ¿Los invasores
incendiarían el mundo? Según Mildred Rodríguez, el arribo extraterrestre
coincidiría con la fecha en la que había explotado la primera bomba atómica.
Natalia pensó en Hiroshima ardiendo y luego en los humanos como filetes entre
llamas. Le hubiera encantado tener un traje de bombero, lástima que se
fabricaran sólo para hombres pesados.
En
la fila para pagar identificó a uno de los suyos: en el carrito llevaba limones
y botellas de agua mineral.
5:50
p.m.
Si
no fuera peligroso, a Natalia le habría gustado quitar los retrovisores del
auto: mirarse en ellos le desataba un pánico del demonio. Bajó los vidrios, el
dolor de cabeza no paraba. El aire que entró olía a gasolina. El calentamiento
global, sumado al ataque extraterrestre, acabaría con el planeta. Fantasear con
imágenes del apocalipsis le producía emoción y escalofríos al mismo tiempo.
Imaginó a los invasores irrumpiendo en las calles, a personas que disparaban en
vano, explosiones por doquier parecidas a fuegos artificiales.
Los
autos avanzaban con lentitud. Natalia se limpió el sudor de la cara y tocó el
claxon. Cuando el semáforo se puso en verde, el conductor de enfrente tardó en
arrancar. ¿Quién se creía?, pensó ella.
—¡Ojalá
que los invasores te traguen completo! —gritó.
Miércoles
4 de agosto, 11:00 a.m.
La
báscula marcó cuarenta kilos y trescientos gramos. Las medidas mejoraban:
sesenta y nueve, sesenta, setenta y cuatro. A pesar del calor, los dedos de
Natalia estaban helados, le dolían al marcar el teléfono. Alejandra, su
hermana, comenzaba a dar el estirón y su buen metabolismo le impedía
embarnecer. Le preocupaban sus padres; a esas alturas ya habrían comido en el
bufet del hotel. Esos platillos los convertirían en potenciales víctimas de los
invasores. ¿De verdad no escuchaban sus celulares? ¿O no querían contestar?
¿Seguirían molestos? Ella no los había acompañado a pesar de que la reservación
ya estaba hecha. Natalia odiaba el clima tropical, exponerse al sol le sacaba
ronchas. A punto de terminar la escuela con promedio de excelencia lo único que
recibió de sus padres fueron felicitaciones. En cambio, amaban la facilidad de
Alejandra para sacarle una sonrisa a cualquiera. Ella los había convencido de
ir a la playa.
Natalia
escuchó el tono de llamada cuatro, cinco veces.
—¿Bueno?
—¿Ale?
¿Me pasas a mamá? Le marqué pero no contesta.
—Seguro
no escuchó el teléfono —dijo su hermana—. Está con papá en la alberca. Apenas
voy a salir del cuarto, ¿quieres que le diga algo?
—No,
le marco más tarde.
—Eres
una tonta por no venir, de lo que te pierdes.
Natalia
colgó. ¿Debió advertirle a Alejandra de la invasión? En un último intento por
prevenir a sus padres, les envió un enlace por WhatsApp: “El programa de
Mildred Rodríguez puede sintonizarse por internet”.
Minutos
después revisó el celular: la habían dejado en visto.
9:00
p.m.
Qué importaba si nadie la acompañaba a
divertirse, lo haría sola. No había muchas opciones en la cartelera, Star Wars acaparaba la
mayoría de las salas. Eligió una película de dibujos animados. Un niño y su
madre se acomodaron a unas cuantas butacas de ella; él sostenía una caja más
grande que su cabeza y constantemente se llevaba un puñado de palomitas a la
boca. Natalia se levantó para arrebatarle la caja:
—¡Está
convirtiendo a su hijo en almuerzo de invasores!
El
vigilante se aproximó y, en tono amable, le pidió que se retirara. Natalia
lanzó manotazos mientras los demás espectadores maldecían y chiflaban:
—¡Déjanos
ver la película en paz!
Otro
hombre de seguridad se unió a su compañero y lo ayudó a sacarla, sujetándola
por los hombros con la delicadeza de quien sostiene un florero de cristal.
—¡Idiotas!
¡No entienden para quiénes engordan!
Jueves
5 de agosto, 3:00 a.m.
Le
costaba dormir. Se levantó y descubrió varios mechones de cabello sobre la
almohada. Ojalá el estrés ante la amenaza de los invasores no fuera a dejarla
calva. La mejor manera de tranquilizarse consistía en moverse. ¿Por qué no
practicaba yoga?, había sugerido su madre alguna vez. Tonterías, sentarse de
piernas cruzadas cerrando los ojos no serviría de nada.
En
internet leyó una nota donde se explicaba que al correr se pierde más agua que
grasa. Daba igual, una gota menos de cualquier cosa marcaría la diferencia. Dio
vueltas por el departamento, subió y bajó escaleras sosteniéndose los
pantalones del pijama. Transcurridos cuarenta minutos, el corazón le golpeaba
el pecho como si, con la fuerza de una nave espacial, fuera a salir disparado.
7:00
a.m.
Al
despertar, revisó el celular. “Ya escuché lo que me enviaste”, decía un
mensaje, “No sabía que te gustaba la cumbia. Volvemos el sábado. Besos”. A
Natalia le molestó que su madre no se hubiera tomado el tiempo para escuchar el
canal. Sospechaba que sólo había puesto atención a los comerciales.
4:00
p.m.
Los
brazos de la empleada parecían hechos de gelatina. Contó las prendas de ropa y
le señaló un cubículo a Natalia. ¿Quién habría inventado los probadores con
muros de espejo? La imagen de su espalda, cubierta por un vello finísimo, se
multiplicaba en ellos. Se probó un overol, la mezclilla no se equiparaba a la
tela que usaban los bomberos, pero de todos modos era más resistente que otras.
—¿Podría
pasarme una talla menos?
—La
que tiene es la más pequeña —dijo la empleada desde el otro lado del probador.
Natalia
salió de la tienda sin comprar nada. ¿Quién se creía esa chica mirándola de
arriba abajo y, para colmo, no ayudándola a buscar algo que le quedara? La
imaginó aullando de dolor y escurriendo grasa mientras uno de los invasores le
arrancaba la piel de un tirón.
5:30
p.m.
En
casa, Natalia subió a la báscula: cuarenta kilos y ciento ochenta gramos. Lo
que faltaba, era una buena para nada. El estómago le gruñía. Abrió una gaveta
del mueble de la cocina: había cuchillos curvos, de hoja ancha y mondadores.
Tomó uno de estos últimos y puso limones sobre la tabla. Al cortarlos se
lastimó el dedo e, instintivamente, se chupó la herida. El sabor de la sangre
la desorientó, hacía mucho que no probaba algo ajeno a la Dieta. Si los
invasores se la comieran, ¿qué morderían primero?, ¿preferirían alguna parte
del cuerpo? Miró a su alrededor, cerciorándose de que nadie la observara, y de
nuevo lamió la cortada.
El filo del cuchillo había despertado su apetito. EP