Cuando sube la marea, Amelia trenza el cabello de su hija a la orilla de la playa, sus dedos delgados parten en gajos tiras de crin que entrelaza con memorias, mientras sus labios chupan un trocito de coco tierno. Cada tarde de jueves ambas caminan hasta el malecón y se sientan a mirar la quietud […]
Becarios de la FLM: Divina en lo inestable
Cuando sube la marea, Amelia trenza el cabello de su hija a la orilla de la playa, sus dedos delgados parten en gajos tiras de crin que entrelaza con memorias, mientras sus labios chupan un trocito de coco tierno. Cada tarde de jueves ambas caminan hasta el malecón y se sientan a mirar la quietud […]
Texto de Laura Martínez-Lara 24/08/16
Cuando sube la marea, Amelia trenza el cabello de su hija a la orilla de la playa, sus dedos delgados parten en gajos tiras de crin que entrelaza con memorias, mientras sus labios chupan un trocito de coco tierno. Cada tarde de jueves ambas caminan hasta el malecón y se sientan a mirar la quietud del horizonte. Sus rizos desorientados vuelan con el aire hacia el Oeste, mientras ella peina y contempla el mar. Su cintura, diminuta y desnuda, seduce al par de hombres que la miran desde el malecón. Ella finge no verlos, y se pierde en la textura del cabello, único recuerdo que le queda del padre de su hija.
Amelia y Paloma viven en La Habana vieja, cerca del puerto, en el segundo piso de un edificio desvencijado. De la boca de las ventanas cuelgan varios tendederos de ropa que se mecen con el viento, dueño de la isla. Cada noche la construcción cruje y Amelia ofrece un ramo de rosas blancas a la imagen de Yemayá para que cuide de su hija. Se acuesta junto a ella, la abraza y besa su frente. Le canta canciones infantiles en tanto que la nena cae en un sueño profundo.
De un cajón saca un vestido rojo y tacones de aguja. Se maquilla los ojos verdes. Pega con cuidado la tira de pestañas postizas y pinta sus labios de carmín intenso. Se mira en el espejo, sostiene con ambas manos su cabello y se hace un chongo con los dedos. Ella detecta que los años han comenzado a marcarla. Un escalofrío le recorre el cuerpo, el pelo le cae sobre su espalda. Se pone los tacones y sale a la calle para tomar un almendrón.
Se dirige al bar del Neptuno, en la zona hotelera, allá se reúne con frecuencia con otras mujeres de su oficio. En la recepción del hotel se pacta la tarifa de la noche. Este día escasean los clientes, el precio de un encuentro será de 15 cuc. Seductora y tranquila, camina entre los hombres del bar. Hay un extranjero sentado en la barra que la mira con detenimiento. Ella aprovecha el cruce de miradas y lo atrapa, lo hipnotiza. Se sienta junto a él, cruza las piernas. El vestido le sube por los muslos algunos centímetros. Amelia muerde una aceituna. Intercambian palabras, ríen mientras beben ron. Ella se acerca a su oído y lo invita a conocerla. El joven se estremece; aún indeciso, se aleja para consultar la oferta con un par de amigos suyos que tratan de convencerlo de irse del bar; tras unos cuantos minutos, él no regresa. Sus compañeras, como leonas, acechan a los últimos hombres.
Más tarde, el chofer del taxi que tomó frente al hotel mira su rostro por el retrovisor. Ella aparenta indiferencia, la misma indiferencia que ha tenido que fingir a lo largo de los años; suficiente, piensa. Llega a casa con las manos vacías pero con el consuelo de que esta noche se sentirá limpia para abrazar a su hija.
Sube las escaleras del edificio, quedito, casi deslizándose, con cuidado de no despertar a nadie. Abre la puerta y sigilosamente se encierra en el baño. Las zapatillas lastiman sus dedos, se las quita. Así dolían los pies después de los ensayos.
Con un algodón se quita el maquillaje de la cara. La máscara de pestañas ensucia sus mejillas, mientras los caireles enredados se escurren por su frente. El vestido cae al suelo en un movimiento. Lo único que lo sujetaba al cuerpo de Amelia era el cierre.
El edificio cruje una vez más. Amelia tiene miedo de que una noche los muros se derrumben sobre su nena. Paloma aún duerme, la madre se acuesta a su lado e imagina a su hija como primera bailarina del Ballet Nacional. Mira con detenimiento los pies de la niña y con una caricia recorre sus piernas. Llegará a ser solista, piensa. Sabe que este es el último día que mirará su rostro. Hay tanto de ella en Paloma que es mejor marcharse cuando aún no se acumulan muchos recuerdos.
Después de varios meses de ausencia, Amelia habló por teléfono con su madre, se dijeron pocas cosas; sin embargo, pactaron que mañana la niña llegará de la mano de su abuela a su primera clase de ballet.
Cae la madrugada. Amelia se despide de su hija con un beso mientras la nena duerme tranquila. Deja un sobre por debajo de la puerta del departamento de al lado. Sale a la calle y camina hacia el malecón, las olas se alzan y chocan contra las rocas. El mar está picado. Moja sus pies. Tiene miedo.
Mientras anda, se acuerda de la escuela de ballet y del teatro. Recuerda ser Odette y desplazarse en el escenario flotando en un lago ficticio, imaginando que sus brazos son dos alas blancas, rotando hacia delante y hacia atrás los codos, sintiendo sus omóplatos. Se mira los brazos e intenta repetir el movimiento que su cuerpo aprendió de memoria hace años. Se convierte en un ave moribunda debajo de la luz de luna. Vuelve a pasar por el corazón las ganas de descubrirse otra y disfrutarse toda, de sentir el destello del reflector chocar contra su rostro y el bochorno que producen los focos del teatro cuando la perseguían por el escenario.
Recuerda el dolor de los músculos cansados después del segundo acto. Se recrea a sí misma suspendida en el aire, buscando el cielo con la fuerza de los dedos del pie, girando sobre dos agujas de satén rosado.
Esta madrugada es distinta a todas las demás. Amelia está agotada y teme contestarse numerosas preguntas que la acechan. El fantasma del padre de Paloma se encuentra al otro lado del mar, silente, extiende su mano para que Amelia se sostenga. Ella mira hacia el horizonte, el resplandor del faro dibuja su silueta, sus brazos se despliegan imitando a las aves de Tchaikovsky. Sumerge los pies en la playa, las olas cubren sus muslos y ocultan su cintura; el camisón sube hasta su pecho, parece una medusa. El agua llega hasta su garganta, Amelia da un último suspiro y traga todo el mar.
***
Anoche soñé que volvía al Gran Teatro de La Habana. Me encontraba en la entrada, pero no podía acceder porque las puertas estaban cerradas. Entonces, sentí que poseía un poder sobrehumano y atravesé los muros que se alzaban ante mí. El camino estaba lleno de escaleras de mármol, serpenteadas, pero a medida que avanzaba, me di cuenta del cambio que se había operado. La falta de luz poco a poco se había instalado en los espacios haciéndolos ver viejos y melancólicos. Las butacas, que en mi memoria guardaban un tono rojo aterciopelado, como si nadie nunca se hubiera sentado en ellas, ahora se encontraban desteñidas por el uso. Finalmente ahí estaba el escenario, silencioso, esperando a que cuerpos humanos se congregaran en torno a él. El tiempo no había podido desfigurar la perfecta simetría de sus entretelones y muros.
De pronto, me pareció escuchar susurros viniendo por la parte de los camerinos, luces tenues que surgían de entre las sombras; risas y una suave melodía que creí reconocer, me fui acercando, pero el silencio cubrió la sala. No había nadie allí.
Al voltearme, una luz misteriosa iluminó el foro. Volvió a sonar la misma melodía, esta vez el volumen fue en aumento. Era la Serenata para cuerdas en do mayor, Op. 48 de Tchaikovsky. Dieciséis vestidos vaporosos aparecieron en escena, sin cuerpo, pero conforme las crinolinas tomaron un tono azulado comenzaron a aparecer extremidades de tez pétrea. Las manos de las bailarinas cobraron vida, en sus palmas se encendió la luz y poco a poco surgió el movimiento. Bailaban Serenade, el primer ensamble compuesto por George Balanchine antes de llegar a Estados Unidos en 1933.
Coloqué mis manos en el asiento, la madera estaba porosa y roída. La música de Tchaikovsky se volvió espectral. La juventud de las bailarinas se esfumó para dar paso a cuerpos cadavéricos que se desplazaron con ligereza por el escenario. De repente, una anciana pareció renunciar a la vida para derrumbarse en brazos de la muerte. Seis de sus compañeras acudieron en su ayuda. Ella corrió a los brazos de una mujer; se dejó caer de rodillas frente a ella. Su semblante era el de una mendiga. La piel de sus brazos le colgó de los huesos.
[…] ~
* Este fragmento pertenece a la novela Divina en lo inestable (de próxima publicación), escrita por Laura Martínez-Lara durante su periodo como becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas. Con ella obtuvo el premio del V Concurso Nacional de Novela Tamaulipas 2015
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LAURA MARTÍNEZ-LARA fue bailarina y maestra de danza clásica, estudió la maestría en Literatura en la Universidad Iberoamericana de Puebla y fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el periodo 2013-2014.