Atractores extraños. Poesía fuera de campo: Paz y Duchamp

Columna mensual

Texto de 26/03/19

Columna mensual

Tiempo de lectura: 7 minutos

Así como Marcel Duchamp elige situarse en la órbita de un escritor antes que en la de un pintor —la trasposición de un método literario, el delirante y al mismo tiempo maquínico de Raymond Roussel, a una disciplina distinta, medio siglo antes de que se hablara de “intermedia”—, cabría explorar hasta qué punto Octavio Paz, que le dedicó a Duchamp uno de sus mejores libros y meditó detenidamente sobre su obra, elige situarse en la órbita de un pintor antes que en la de un escritor y, además, de un ya-no-pintor que atenta contra la pintura, que desacraliza y da puntapiés a muchas de las nociones sacrosantas del arte, aquel que operó un viraje radical, para muchos irreversible, en las prácticas estéticas contemporáneas en casi todos los ámbitos, la escritura incluida.

A pesar de que, como escribe Graciela Speranza en Fuera de campo, un libro sobre “el efecto Duchamp” en la Argentina, el influjo del autor de El gran vidrio alcanza, como quizá ningún otro personaje del siglo XX, a todo el arte contemporáneo, “incluso a artistas que nunca conocieron su obra”, la pregunta por su irradiación en el pensamiento y la poesía de Octavio Paz responde a algo más que a la posibilidad de que Duchamp estuviera entonces, como lo sigue estando ahora, “en el aire”, flotando en el horizonte de todo aquel que se interese en la fluidez intermediática, en la promiscuidad de dispositivos y estrategias artísticas. Las razones detrás de esta pregunta (que, me temo, apenas podré esbozar en la serie de anotaciones y vislumbres que siguen) son en realidad múltiples y de alcances diversos, así que me limitaré a mencionar únicamente dos.

En primer lugar, el sorprendente —por detallado y perspicaz— arco de atención que Paz le dedica a la obra y a la figura de Duchamp, que abarca más de una década: de 1966, año en que escribe el texto que dará cuerpo al “libro-maleta” Marcel Duchamp o El castillo de la pureza, a 1978, año en que revisa y corrige Apariencia desnuda (publicado originalmente en 1973). Diez años de interpretación y asedio, de diálogo y deslumbramiento, de repasar la obra y los gestos del artista —incluida su engañosa resolución de abandonar el arte para dedicarse al ajedrez—, y que no excluyó la colaboración en retrospectivas y homenajes en museos de los Estados Unidos.

En segundo lugar, el marcado contraste entre la apertura crítica de Paz, su avidez intelectual y su curiosidad por proyectos desafiantes que se proponían dinamitar la noción moderna de “obra” y, por otra parte, la cerrazón, sino es que el desdén, hacia el arte contemporáneo que muestran muchos de los escritores y críticos que se autodenominan sus “herederos intelectuales”, en especial hacia el llamado arte conceptual —acaso el que más le debe a Duchamp—, un arte al que, con un rigor más bien peregrino y una superficialidad que haría enrojecer al propio Paz, tachan de “no entendible”, ya sea por demasiado abstruso o demasiado fácil, con esa fatuidad irresponsable de institutriz endomingada que, ante una pieza como L.H.O.O.Q. (la Mona Lisa con mostacho y barba de mosquetero), exclama en un tono tieso y regañón modulado adrede para resultar irritante: “¡Bah, no es más que la travesura de un niño!”.

Tal vez la valía de un artista pueda medirse también en función de la impronta que deja en la sensibilidad de los demás artistas, no sólo por la forma en que altera la mirada y consigue que las cosas se nos presenten como filtradas por su prisma, sino por la sacudida que es capaz de producir en la práctica misma, por el ensanchamiento o fractura que introduce en los límites reconocidos de su arte. Si Duchamp es, como reconoce Paz en la primera línea de El castillo de la pureza, uno de los pintores que han ejercido mayor influencia en el siglo XX, lo es en buena medida porque abandonó la pintura y, con ella, gran parte de los valores románticos que la sostenían, en aras de una operación artística que tiene tanto de desplante humorístico como de juego filosófico. Por su osadía y sus implicaciones a la vez corrosivas y vivificantes, la operación de Duchamp invita al contagio y a la réplica, a trasladar esa perturbación a otros lenguajes y tradiciones, pues, como apuntó John Cage, provoca entre otras cosas el extraño milagro de que los demás se vuelvan creativos.

Si todo artista crea a sus precursores, ¿acaso Paz buscaba en Duchamp un antecedente y un cómplice, una prefiguración y un compañero de ruta? ¿Había descubierto en sus conversaciones y encuentros un diálogo secreto entre sus obras, un punto de contacto que era a la vez un puente y una vía promisoria de exploración? Más allá de que Paz defendía que la poesía casi siempre se adelanta y abre caminos insospechados que luego retomarán otras artes, ¿había atisbado que el paso dado por Duchamp era en realidad un salto mortal sin precedentes y que, tal como señaló Brion Gysin en 1959, el mundo del arte se había adelantado por mucho al de la literatura?

Por la tensión que establece entre texto e imagen, por la centralidad que da a los juegos de palabras y la ironía, por la crítica del lenguaje artístico como una vía de comunicación (que cierra la puerta a los suspiros recalcitrantes por “entender” las obras), es incuestionable que la aventura emprendida por Duchamp debía resultarle sugerente no sólo como uno de los muchos artistas visuales sobre los que escribió, sino como una alternativa radical, al mismo tiempo viva y trasplantable: la de desarrollar una filosofía plástica, una reflexión sobre la idea moderna de obra de arte que no descreyera de la imagen ni el humor y se resolviera, además, en el espacio mismo que cuestiona, con la contundencia a un tiempo transparente y perdurablemente ambigua de la obra de arte.

Si bien cabría discutir cuál era el papel que Paz concedía a la copia y recontextualización de materiales ya existentes en su escritura (un tema abierto y de interés, por más que muchos de sus comentaristas quieran descartarlo desde el plano equívoco de la moral, como si se redujera a un problema de honestidad o propiedad intelectual), no parece que encontrara en la estrategia del ready-made un camino seductor para la poesía en general —y tampoco para la suya. En más de una ocasión lanzó críticas ácidas a los continuadores que “degradan del gesto” de Duchamp— que, según Paz, sería característico de su talante dadaísta, y cuyo hálito profanador, con algo de Diógenes y otro tanto de clown, lo volvería prácticamente intransferible. Antes que como método o estrategia estética (un método que abriría una veta de proporciones incalculables en la reconsideración de la obra como “máquina de significar”), los incontables ready-mades que abarrotan los museos y galerías après Duchamp son tachados en los escritos de Paz de “aburridos ritos colectivos”, de “artefactos inofensivos” que, en una aceptación pasiva y chata del acto transgresor que comportaban originalmente, apenas repiten una fórmula.

Sin embargo, es precisamente durante el periodo de sus aproximaciones a Duchamp que emprende los que quizá sean sus proyectos poéticos más complejos y experimentales, aquellos en que la cercanía e interés por otras disciplinas artísticas es más evidente: de Blanco (1966) a los “Topoemas” (1971), pasando por los “Discos visuales” en colaboración con Vicente Rojo (1968), se trata de proyectos cargados por la electricidad del riesgo, en los que realiza una exploración de las relaciones entre plástica y palabra —fundamentalmente entre la espacialidad del poema y sus lecturas plurales— y que retoman (es verdad que un tanto trasnohadamente) lo hecho por Mallarmé en la constelación tipográfica de Un tiro de dados jamás abolirá el azar.

Aunque sus referentes explícitos en estas aventuras mixtas, traslapadas o “fuera de campo” —Graciela Speranza dixit— pertenezcan a la historia de la poesía (Mallarmé, Apollinaire, Tablada, los poetas concretos, por sólo mencionar un puñado), no es imposible que Paz tuviera también un ojo puesto en el ejemplo de Duchamp (y quizá también en el de John Cage en el terreno de la música) y que, a su imagen y semejanza, se propusiera continuar la tradición poética de Occidente precisamente a través de su ruptura —desmarcándose de lo que identificamos comúnmente como escritura de poesía—, dejándose seducir y contaminar por otros lenguajes, por ese deseo expansivo y transformador en el que ya no cabe hablar más de artes visuales y artes verbales como entidades separadas. (En este periodo Paz concibe incluso poemas que se sueñan cinematográficos: una versión escénica o filmada de Blanco “combinaría en forma dinámica las letras, la palabra hablada, las sensaciones visuales y auditivas”).

En el deseo por lanzar un medio (la poesía) hacia el afuera de su lenguaje, opta por abrevar en otros medios y lenguajes específicos en busca de su liberación y quiebre. Si el antecedente directo de una obra como El gran vidrio sería, según Paz, Un coup de dés (Un tiro de dados), nada más natural que arriesgar la continuación crítica de Mallarmé —aquella que al mismo tiempo lo traiciona y lo renueva— a través de la obra de Duchamp, mediante ese desvío o desbordamiento que supone escudriñar los mecanismos y alcances de otra práctica para entonces producir un cortocircuito al interior de la poesía. Así, el círculo se cierra y, como corresponde a toda aventura crítica, queda abierto.

Es imposible enlistar los vasos comunicantes o, mejor, los ejes que permiten echar a andar este mecanismo de desfases y trasposiciones que va de la poesía al arte y de regreso, pero resaltaré dos fundamentales y estrechamente vinculados. En primer lugar, el protagonismo del concepto, de aquello que Duchamp llama, no sin un guiño, la “materia gris” de la pintura (por oposición a lo retiniano). Aunque sus campos se traslapen, Mallarmé y Duchamp son, respectivamente, el poeta y el artista de la Idea, es decir, de un nuevo tipo de creaciones intelectuales que, sin dejar de sostenerse en lo sensible, en cuanto incorporan la crítica como personaje central se desenvuelven ante todo como cosa mentale. (Como ha subrayado Jorge Juanes, quien no se ha cansado de reflexionar sobre la importancia de Duchamp, Paz construye su lectura del artista francés a partir de la revelación de que sus piezas son en realidad textos). En segundo lugar, su inacabamiento: la intuición de que la obra, como dirá Umberto Eco, ha de permanecer abierta, no sólo porque admita distintas lecturas (y no sólo distintos significados, como sería propio de cualquier lenguaje), sino porque las exige, porque requiere de la participación del lector o del espectador para cumplirse, para que cada cual elija una ruta, orillándolos en cierta medida a convertirse en artistas y poetas.

Dos ejes, en realidad dos programas con los que Paz buscará sacudir la tradición de la poesía a través del largo y atrevido rodeo por Duchamp: la convicción de que no hay futuro para la poesía si no es atravesada por la crítica y, de la mano de lo anterior, la apuesta por hacer que el lector también escriba y complete el poema.EP

DOPSA, S.A. DE C.V