Hubo una época en que corría entre diez y quince kilómetros seis
días de la semana. Eso me permitía solventar o sobrellevar la gula. Tengo que
decir que he probado distintas formas de contrarrestar las ansias que me da la
gula y trataré de explicar por qué: cómo me afecta comer y de dónde surge ese
antojo.
Desde hace un par de años, he observado el
comportamiento de colegas y compañeros de trabajo y en muchos casos me he
preguntado si es que existe una adicción a comer o si es, más bien, una
adicción al placer, porque si fuera esto último sentiría que yo formo parte de
ese clan.
Me cuestiono —pensando en mi caso— qué sería de
mí si no me hubiera dedicado a cocinar; quiero decir: qué habría pasado si no
tuviera esta adicción, dependencia o preponderancia y tuviera otra… o incluso
si tuviera esta misma y hubiera elegido otra profesión. ¿Qué habría pasado si lo
mío fuera la dependencia de otro “pecado capital”? Tal vez estaría en la
cárcel… o muerto. Pero, en la vida, una cosa suele llevar a la otra y así fue
conmigo. Me gustaba tanto comer, que terminé cocinando, así que no sé si
nacemos golosos o nos hacemos golosos. Hay algo más, algo en lo que he estado
pensando últimamente: la felicidad que me causa recordar momentos importantes
porque se trata de una memoria que está, casi siempre, rodeada
de comidas y bocados memorables. Eso de seguro influyó. Desde que recuerdo, la comida me ha
causado un placer irrepetible que no es comparable con ningún otro, salvo el
amor. Quizás por eso es que he sentido esta excesiva inclinación por la comida.
Me siento afortunado, además, pues el enorme placer
que siento al comer puede venir de un gran taco al pastor o de un plato en un
restaurante de alta escuela.
Aunque aún no he llorado al probar un bocado sublime —como lo han
hecho algunos amigos y colegas míos, para mi envidia— he tenido varios bocados
memorables, de esos que son
perfectos y parecen inducir a la adicción y a los que es prácticamente
imposible renunciar, es imposible parar de comer cuando los tienes enfrente.
Pensaría que la adicción a la comida es, entre otras cosas, una
constante entre los cocineros del mundo entero. Y así fue conmigo. Esta
obsesión por la comida me ha llevado a tener jornadas maratónicas en viajes “de
investigación” en los que la norma es tener dos comidas y tres cenas en un día
para así sacarle el mayor provecho a ese “trabajo”. Porque comer para mí es
algo difícil de describir en pocas palabras. Es una necesidad, una razón para vivir: es mi trabajo, mi mayor
pasión, una gran causa de felicidad y, a la vez, de estrés. En este sentido
encuentro precisa y acertada una descripción de algo que sucede, de algo que me sucede: el cuerpo es “tocado” por dentro al comer. Para mí ha sido una
fortuna encontrarme en la vida algo que me mueva y apasione tanto.
Le llamamos gula. En el siglo XIII se decidió
que sería uno de los pecados capitales, borrando de jalón la necesidad que
surge de un instinto de supervivencia, del cuerpo en busca del sustento que
podría hacerle la diferencia entre vivir y morir. La gula es considerada un vicio, como la droga; la gula
causa placer desmedido, como el sexo; la gula causa culpabilidad, como sucede,
en algunas religiones, con muchas de las cosas placenteras de la vida.
Es cierto que hubo también una época en la que
olvidé la maravillosa sensación del hambre porque estaba ahí la gula. Por entonces, probé distintas maneras de comer
de forma saludable, necesitaba contrarrestar las ansias de comer. Recuerdo, en
los ochenta y los noventa del siglo pasado, las modas nutricionales y pasajeras
que proponían cosas contradictorias. Podías hacer una dieta alta en
carbohidratos unos años para toparte después con que los especialistas
recomendaban lo opuesto. Haber vivido esto crea entendimiento para manejar
estas ganas desmedidas por comer.
He cambiado mi forma de llevarme con la comida.
No es que coma poco, simplemente como menos y lo atribuyo a varios factores: la
edad, la digestión, la madurez, la conciencia, el miedo a morir antes de tiempo. Debo
entonces comparar
la relación con la comida (mi
relación con la comida) con esa relación amorosa que tienes cuando eres menor
de 25 años y que es alocada y, a veces, irresponsable. Ahí existe esa pasión,
esa entrega que está viva sin que te preocupes de los riesgos o las
consecuencias. El día de hoy mi vínculo es uno mucho más maduro, de disfrute, de convivencia, de conveniencia… aunque
las ganas de alocarse nunca se van. Estoy más al pendiente del hambre, atento a
diferenciar entre hambre y antojo: este antojo constante con el que convivo
desde que recuerdo. EP
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