Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP
“¿Al Café Trevi?”
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Texto de Aníbal Santiago 22/07/20
Aunque fuera sábado, oía su amanecer antes que saliera el sol: el reclamo de la vieja cama al abandonarla, sus pasos ligeros hacia la cocina, y el ruido del encendedor sobre la hornalla para calentar el agua. Yo también era diurno. Al despertarme un par de horas después con sus ruidos discretos, respetuosos de mi sueño, yo salía de mi cuarto de adolescente, ese cuadrito apto para que lo habitara un duende y donde apenas entraban una cama y un escritorio repleto de casetes de Dire Straits, Rockdrigo, UB40 y otras debilidades. Amodorrado, iba a la sala donde papá aguardaba en su simplón sillón de pino tomando mate con serenidad de gaucho viejo. “Hola, pa”. “Hola, flaco”, respondía extendiéndome el porroncito con la yerba mojada, caliente y humeante con que se daba un paseo cada mañana en el país donde nació, aunque le quedara del otro lado del mundo.
Tomábamos tres o cuatro, hablábamos del Atlante de Chamagol, del EZNL, de algo que le había pasado esos días con sus amigos-hermanos Montserrat Bartomeu y Fernando Juárez, de nuestras novias (“cuidado, vas a sufrir”, me advertía si detectaba en mí excesiva entrega) y alguna cosa más. Y de pronto soltaba: “¿Vamos al Centro?”.
Tenía una fascinación por el Centro Histórico. Su tierra, donde vivió hasta los 29 años, no le concedía ni de cerca el espectáculo de las oleadas humanas de la Ciudad de México: hundirse en lo más efervescente de la capital era asistir a un delirante y monumental circo donde atestiguaba todo lo imaginable.
Abordábamos el Tsuru dorado que el profesor cuarentón de la Universidad Pedagógica Nacional asumía como un Bugatti (“qué gran coche, el Tsuru”, “qué cómodo es”, “no falla nunca”, “se siente tan suave al manejar”), aunque jamás (y jamás es jamás) lo lavaba y por eso a tan hermosa y lujosa máquina nadie la apreciaba: “el polvo forma una capa protectora para la pintura”, reía.
El maestro en Filosofía de la Ciencia y su tímido hijo atacado por el acné atravesábamos desde San Pedro Mártir todo Calzada de Tlalpan atrapando aún más polvo, y estacionábamos la nave en la calle Juan A. Mateos para tomar el metro en Chabacano y bajarnos estaciones delante.
Ya sabía lo que papá quería decir cuando me decía “¿Vamos al Centro?”. La primera, comprar “playeritas chinas” (así les decía). Le encantaban las playeras traídas del otro lado del planeta que costaban lo mismo que un refresco, siempre y cuando fueran de colores vibrantes y lisos. En Correo Mayor o por el rumbo pasaba a unas tiendas oscuras y feas como bodegas, e iba eligiendo: “esta roja, esta turquesa, esta naranja, esta verde, esta morada”, enumeraba emocionado a la empleada porque ya sabía que en la semana las alternaría para dar clase y lucirse como Héctor Santiago Alzueta, un profesor pintado de colores. Pagaba una ridiculez por su adquisición (a veces regateaba), agarraba firme y orgulloso la bolsa y enfilaba sus pasos a la Librería Antigua Madero u otra de libros viejos.
No divagaba mucho. Aunque argentinazo hincha de La Academia Racing Club, cocinero de las mejores lasañas de sazón bonaerense, adorador de la tanguera Adriana Varela y de labia finísima como pibe de arrabal porteño, mi papá se había vuelto un enloquecido de la historia de la educación en México.
Entonces, entraba y escarbaba en anaqueles y montañas de tomos para hallar alguna joya de Enrique Rebsamen, Luis E. Ruiz y, sobre todo, Manuel Flores, su ídolo vaya a saber por qué, fundador de la Dirección General de Enseñanza Primaria y Normal. De un personaje que casi todos desconocemos sabía detalles infinitesimales, y las historias de ese hombre que trabajó educando a la infancia en el feroz Porfiriato las contaba con emoción de niño.
Al paquete de playeritas chinas se sumaban los libros, y con todo su shopping enfilaba hacia las 3 pm rumbo a la Alameda. Yo sabía a dónde quería ir: un lugar donde el círculo de la vida (o al menos de esa tarde) se completaba y sus ojos verdes —pequeñitos como dos centavos sobre su barba pulcra y su gran nariz de Cyrano de Bergerac— veían el mundo en paz. “¿Al Café Trevi?”.
Es cierto que a ese restaurante de Cristobal Colon 1 —testigo en primera fila de la caída del Hotel Regis en 1985— lo fundó el italiano Franco Pagano en 1955 y que su carta tenía muy italianos espagueti a la napolitana, tallarines a la boloñesa o fetuccini Alfredo. Y también que el tapete de goma de la entrada te recibía en italiano con un “Benvenutti. Trevi, la fuente de los deseos”, y que al entrar veías en un mural un poco torpe esa fuente italiana donde Marcello Mastroianni se sumergió con Anita Ekberg para empaparse en el agua mítica y desfallecer de amor (junto a todos los que por la pantalla la vimos mojada ahí). Es decir, algo de italiano ese establecimiento tenía.
Pero el Café Trevi se nos había metido por otras razones a la vida. En la entrada había un papelucho que anunciaba cosas tipo “Menú: Consomé con verduras, arroz (con o sin huevo), chuleta de cerdo a la poblana. 65 pesos”. Todo era barato y sencillo, con esas comidas corridas ordinarias que marcan el transcurrir de nuestros días. Todo estaba en rojo y blanco (sillas, mesas, carteles) con algunas imágenes de Frida Kahlo desperdigadas sin mucho interiorismo en las paredes. Había grandes azucareras de vidrio como cualquier cafetería, bolillos sobre servilleta en paneras de plástico ordinarias, meseras y meseros con clásicos mandiles blancos, ni muy atentos ni muy indiferentes. El establecimiento era tan seguro de sí mismo que ni siquiera presumía que aquí se reunieron El Che y Fidel, aunque los oficinistas y trabajadores que lo llenaban lo supieran.
La diferencia la marcaba el café, un néctar veracruzano que salía espeso y fragante de una vieja máquina Bezzera y llegaba a tu mesa en una taza blanca clásica.
En el Café Trevi todo era normal y cotidiano, y por eso trascendente.
Aterrorizado por el terremoto, el italiano Pagano se mudó a Mérida y cedió su local a José Luis Dávila, su empleado más leal: pasó por mesero, barrista, cajero, gerente, y fue dueño del local 30 años hasta 2015, cuando enfermó y lo cedió a su sobrino Julio Castillo, que ese año recibió la peor noticia: el edificio habitacional del que era parte estaba en venta y el Café Trevi de la planta baja debía desaparecer. La gentrificación no tuvo piedad: “Es un tsunami inmobiliario que llega y devora”, dijo el reportero Carlos Acuña (uno de los inquilinos) a YouTube antes de ser desalojado con contrato vigente. Los vecinos y el propietario del negocio lucharon tres años para no ser expulsados. No hubo modo. Por orden del Notario Público 4, Felipe Zacarías, el Café Trevi debe ser entregado el 4 de noviembre a las 13 horas. De no hacerlo, le aguarda una multa de 5 millones de pesos.
Mi papá y miles se reconciliaron con la vida (o se afianzaron a ella si no había conflicto) ahí, con esos platos de todos los días, el pequeño mundo rojiblanco sin ínfulas que no codiciaba nuestro bolsillo, sino nos dejaba estar.
Pero los hombres del dinero sí codician y no perdonan. “Lo que hacen —agregó Carlos— es vaciar todo de su sentido histórico, vecinal, popular”. El día que preguntemos a quien queremos “¿Vamos al Centro?”, como me decían por las mañanas hace casi 30 años, algo nos faltará. EP
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