BECARIOS DE LA FUNDACIÓN PARA LAS LETRAS MEXICANAS

Introducción de The Best American Essays 1992 por Susan Sontag.

Texto de & 21/12/18

Introducción de The Best American Essays 1992 por Susan Sontag.

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Supongo que podría comenzar declarando un interés.

       Los ensayos llegaron a mi vida de lectora precoz y apasionada con la misma naturalidad que los poemas, los cuentos y las novelas. Estaban Emerson y también Poe, los prefacios de Shaw y las obras de Shaw, y un poco más tarde, junto a las Historias de tres décadas, de Mann, sus Ensayos de tres décadas; junto a La tierra baldía y a los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, su ensayo “La tradición y el talento individual”; y con las novelas de Henry James, los prefacios de Henry James. Un ensayo podía ser un evento tan transformador como una novela o un poema. Terminabas un ensayo de Lionel Trilling o Harold Rosenberg o Randall Jarrell o Paul Goodman, por mencionar algunos nombres estadounidenses, y pensabas y sentías diferente para siempre.

       Los ensayos del alcance y la elocuencia que describo son parte de una cultura literaria. Y una cultura literaria, es decir, una comunidad de lectores y escritores con una relación curiosa y apasionada con la literatura del pasado, es justo lo que uno no puede dar por hecho ahora. El ensayista es más un maestro de la ironía, o un tábano, que un sabio.

       Un ensayo no es un artículo, ni una meditación, ni una reseña de libro, ni una memoria, ni una disquisición, ni una diatriba, ni un monólogo, ni un cuento chino, ni una narrativa de viajes, ni un conjunto de aforismos, ni una elegía, ni un reportaje…

       No. Un ensayo puede ser cualquiera de los anteriores o incluso varios de ellos. Ningún poeta tiene problema en decir “soy poeta”. Ningún narrador duda en decir “estoy escribiendo un cuento”. “Poema” y “cuento” son formas o géneros literarios relativamente estables y fácilmente identificables. El ensayo no es, en ese sentido, un género. Más bien, “ensayo” es sólo un nombre, el nombre más sonoro otorgado a una amplia gama de escritos. Los escritores y editores generalmente los llaman “piezas”. Esto no es sólo modestia o informalidad estadounidense. El ensayo en sí es visto con cierta reticencia. Muchos de los mejores ensayistas hoy en día se apresuran a declarar que su mejor trabajo se encuentra en otra parte: en la escritura que es más “creativa” (narrativa, poesía) o más exigente (academia, teoría, filosofía).

       A menudo visto como un derivado de otras formas de escritura, el ensayo se define mejor por lo que no es o por lo que también es. Este punto lo ilustra la existencia de la presente antología, ahora en su séptimo año. Primero se hizo una antología de los mejores cuentos estadounidenses; luego, alguien sugirió que hiciéramos una antología de la mejor… ¿qué, noficción estadounidense?

       La definición más precisa, y menos satisfactoria, del ensayo es: un texto en prosa, corto o más que corto, que no es una narración.

       Y, sin embargo, es una forma literaria muy antigua, más antigua que el cuento, posiblemente más antigua que cualquier narración de largo aliento que pueda llamarse novela. La escritura de ensayos surgió en la cultura literaria de la antigua Roma, combinando las energías de la oración y la carta formal. Los primeros grandes ensayistas, Séneca y Plutarco, no sólo escribieron lo que se llegó a conocer como ensayos morales, con títulos como “Sobre el amor a la riqueza”, “Sobre la envidia y el odio”, “Sobre la curiosidad”, “Sobre el refrenamiento de la ira”, “Sobre la abundancia de amigos”, “Sobre cómo se debe escuchar” y “Sobre la educación de los hijos”, es decir, textos que decididamente prescribían principios, actitudes y conductas, pero también hay otros, tales como la exposición de Plutarco sobre las costumbres de los espartanos, que son puramente descriptivos. Y “Sobre la malicia de Heródoto”, del mismo autor, es uno de los primeros ejemplos de un ensayo dedicado a la lectura atenta de un texto maestro: lo que llamamos crítica literaria.El proyecto del ensayo exhibe una continuidad extraordinaria, casi hasta nuestros días. Dieciocho siglos después de Plutarco, Hazlitt escribió ensayos con títulos como “El placer de odiar”, “Salir de viaje”, “Sobre el amor al país”, “Sobre el miedo a la muerte”, “Sobre la profundidad y la superficialidad”, “Sobre la prosa de los poetas” —los temas perennes—, así como ensayos sobre temas astutamente triviales y reconsideraciones de grandes autores y eventos históricos.

       El proyecto del ensayo inaugurado por los escritores romanos alcanzó su clímax en el transcurso del siglo xix. Prácticamente todos los poetas y novelistas importantes del siglo xix escribieron ensayos, y varios de los mejores escritores (Hazlitt, Emerson) fueron principalmente ensayistas. Es también en ese siglo cuando cobra importancia una de las transposiciones contemporáneas más conocidas de la redacción de ensayos: el ensayo con el pretexto de una reseña literaria. (La mayoría de los ensayos importantes de George Eliot se escribieron como reseñas de libros para la revista de Westminster.) Y dos de las mentes más brillantes del siglo, Kierkegaard y Nietzsche, se podrían considerar practicantes de una forma del ensayo, hecha más concisa y discontinua por Nietzsche; más repetitiva y prolija por Kierkegaard.

       Por supuesto, decir que un filósofo es ensayista es, desde el punto de vista tradicional de la filosofía, una degradación. La cultura administrada por las universidades siempre ha considerado al ensayo como sospechoso, como una escritura demasiado subjetiva, demasiado accesible, hedonistamente literaria. Como un intruso en los solemnes mundos de la filosofía y la polémica, el ensayo introduce la digresión, la hipérbole, la travesura.

Un ensayo puede tener cualquier tema en el mismo sentido que un relato, una novela o un poema pueden tener cualquier tema. Pero la asertividad de la voz ensayística, la franqueza de su preocupación por la opinión y el argumento, hacen que el ensayo sea un tipo de empresa literaria más perecedera. Salvo algunas excepciones gloriosas, los ensayistas del pasado que sólo fueron ensayistas no han sobrevivido. La mayoría de los ensayos del pasado que todavía interesan al lector son escritos por autores que de por sí nos importan. Uno puede descubrir el inolvidable ensayo de Turguénev contra la pena capital, que anticipa los ensayos de Camus y Orwell sobre el mismo tema, sólo porque Turguénev ya está presente como novelista. Disfrutamos el ensayo “Qué son las obras maestras” de Gertrude Stein, así como las conferencias que dio en América, sólo porque Stein… es Stein.

       No es sólo que el ensayo pueda tratarse de cualquier cosa; usualmente se trataba de cualquier cosa. La buena salud del género depende de que los escritores continúen abordando temas excéntricos. A diferencia de la poesía y la narrativa, la naturaleza del ensayo es la diversidad —diversidad de nivel, tema, tono, dicción—. Todavía se escriben ensayos sobre ser viejo y enamorarse o sobre la naturaleza de la poesía, pero también hay ensayos sobre la cremallera de Rita Hayworth y las orejas de Mickey Mouse.

       A veces el ensayista es un escritor, ocupado principalmente con la poesía o la narrativa, pero que también escribe… polémicas, relatos de viajes, elegías, revaluaciones de predecesores y rivales, manifiestos autopromocionados. Sí. Ensayos.

       A veces la palabra “ensayista” parece ni más ni menos que un eufemismo furtivo para “crítico”. Y, en efecto, algunos de los mejores ensayistas del siglo xx han sido críticos. La danza, por ejemplo, inspiró a André Levinson, Edwin Denby y Arlene Croce. Los estudios literarios han producido una vasta constelación de importantes ensayistas, a pesar de su apropiación por parte del mundo académico.

       A veces un ensayista es un escritor difícil que felizmente condescendió a la forma del ensayo. Ojalá varios de los importantes filósofos, pensadores sociales y críticos culturales europeos de comienzos del siglo xx hubieran hecho como Simmel, Ortega y Gasset y Adorno, quienes probablemente serán leídos con placer sólo en sus ensayos.

La palabra ensayo proviene del francés essai, intento —y muchos ensayistas, incluido el más grande de todos, Montaigne, han insistido en que la marca distintiva del ensayo es su carácter tentativo, su rechazo a las formas de pensar cerradas y sistemáticas. Sin embargo, su rasgo más obvio es la asertividad de un tipo u otro.

       Para leer un ensayo correctamente, uno debe entender no sólo a favor de qué discute, sino en contra de qué argumenta. Al leer ensayos escritos por nuestros contemporáneos podemos inferir el contexto, el debate y el oponente, ya sea explícito o implícito. El paso de unas pocas décadas puede hacer eso casi imposible.

       Los ensayos terminan en libros, pero comienzan su vida en revistas. (Es difícil imaginar un libro de ensayos recientes e inéditos.) Lo perenne se presenta ahora bajo la forma de lo tópico y, en el corto plazo, ninguna forma literaria tiene un impacto tan grande e inmediato sobre los lectores contemporáneos. Muchos ensayos generan discusiones, debates y reacciones que los poetas y los narradores sólo pueden envidiar.

       El ensayista influyente es alguien con un agudo sentido para percibir sobre qué no se ha hablado (correctamente), sobre qué se debería hablar (de manera diferente). Pero lo que hace que los ensayos perduren es menos su argumento que la exhibición de una mente compleja y una voz distintiva en prosa.

       Si bien la precisión, la claridad argumental y la transparencia del estilo suelen considerarse normas de la redacción de ensayos, de la misma manera que las convenciones realistas suelen considerarse normas de la narrativa (igual de arbitrariamente), la tradición más duradera y convincente de la escritura de ensayos es, de hecho, una forma de discurso lírico.

       Todos los grandes ensayos están en primera persona. El autor no necesita decir “yo”. Una prosa rica y vivaz con un alto contenido aforístico es en sí misma una forma de escritura en primera persona: pensemos en los ensayos de Emerson, Henry James, Gertrude Stein, Elizabeth Hardwick, William Gass. Los escritores que he mencionado son todos estadounidenses y sería fácil agregar a otros. La escritura de ensayos es una de las formas literarias norteamericanas más fuertes. Emerge del sermón y de su transposición secular, la conferencia pública. Nuestro primer gran escritor, Emerson, es principalmente un escritor de ensayos. Y una escritura de ensayos muy diversa florece en nuestra polémica y polifónica cultura contemporánea: desde ensayos que presentan un argumento hasta meditaciones y evocaciones digresivas.

En lugar de pensar en los ensayos contemporáneos de acuerdo con sus temas —el ensayo de viajes, la crítica literaria y de otro tipo, el ensayo político, la crítica cultural, etcétera—, uno podría distinguirlos por su tipo de energía. El ensayo como jeremiada, como ejercicio de la nostalgia, como exhibición de un temperamento, etcétera.Extraemos de los ensayos todo lo que una voz inquieta puede darnos. Instrucción. La dicha de la elocuencia por la elocuencia misma. Corrección moral. Entretenimiento. Profundización de sentimientos. Modelos de inteligencia.

La inteligencia es una virtud literaria, no sólo una energía o aptitud revestida de literatura.

       Es difícil imaginar un ensayo importante que no sea, antes que nada, una muestra de inteligencia. Y la inteligencia del más alto orden puede en sí misma hacer un gran ensayo. (Pensemos en Jacques Rivière hablando de la novela, en Prismas y Minima moralia de Adorno, en los ensayos más importantes de Walter Benjamin y Roland Barthes.) Pero hay tantas formas de escribir como hay formas de la inteligencia.

       Baudelaire quería llamarle a una colección de ensayos suyos Pintores que piensan.

       Ésta es la esencia de la óptica ensayística: hacer del mundo, y de todo lo que hay en él, materia de pensamiento. Llegar a la reflexión de una idea o una suposición —que el ensayista desarrolla, defiende o ataca.

       Las ideas literarias —a diferencia, digamos, de las ideas sobre el amor— casi nunca surgen sino en respuesta a las ideas de otras personas. Son ideas reactivas. Yo digo esto porque mi impresión es que tú —como la mayoría de la gente, o al menos mucha gente— dices aquéllo. Las ideas dan permiso. Y con lo que escribe, uno quiere dar permiso a diferentes sentimientos, juicios o prácticas.

       Ésta es, esencialmente, la postura del ensayista. Pero yo digo esto cuando tú dices aquéllo no sólo porque los escritores son adversarios profesionales, no sólo para resarcir la inevitable iniquidad de cualquier práctica de carácter institucional (y la literatura es una institución), sino porque la práctica —y con esto quiero decir también la naturaleza— de la literatura está fundada en aspiraciones inherentemente contradictorias. Una verdad literaria es aquella cuyo opuesto también es verdad.

       Cada poema o cuento o ensayo o novela que importe, que amerite ser llamado literatura, encarna una idea de singularidad, de una voz singular. Pero la literatura —que es acumulación— encarna la idea de pluralidad, multiplicidad, promiscuidad. Todo escritor sabe que la práctica de la literatura requiere cierto don para el retraimiento. Pero la literatura… es una fiesta. Muchas veces también es un velorio. Pero es una celebración a fin de cuentas. Incluso como diseminadores de indignación, los escritores son dadores de placer. Uno se vuelve escritor no tanto porque tenga algo que decir, sino porque ha experimentado el éxtasis del lector.

Hay dos sentencias que he estado digiriendo últimamente.

       La primera es del escritor español Camilo José Cela: “La literatura es una denuncia de la época en la que uno vive”.

       La otra es de Manet, que en 1882 le dijo a alguien que lo visitaba en su estudio: “Siempre hay que apuntar hacia la concisión. Y luego hay que atender los recuerdos; la naturaleza nunca otorga más que pistas; es como un barandal que evita que uno caiga en la banalidad. Uno debe asegurarse de ser el amo y hacer siempre lo que se le antoje. ¡No hay que cumplir ninguna tarea! ¡Ninguna tarea!”. EP

The Best American Essays 1992, ed. por Susan Sontag, Houghton Mifflin Harcourt, 1992.

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