El espejo de las ideas: Juan Lafarga, su casa

Hay encuentros que nos dan acceso a un territorio difícil de medir y de pesar en el que, sin embargo, somos la mejor versión de nosotros mismos; hombres sin cuya herencia nuestra vida sería inexplicable. Me refiero a los que creyeron en nosotros antes que nosotros mismos, a los que marcaron con su fe nuestra […]

Texto de 23/01/16

Hay encuentros que nos dan acceso a un territorio difícil de medir y de pesar en el que, sin embargo, somos la mejor versión de nosotros mismos; hombres sin cuya herencia nuestra vida sería inexplicable. Me refiero a los que creyeron en nosotros antes que nosotros mismos, a los que marcaron con su fe nuestra […]

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Hay encuentros que nos dan acceso a un territorio difícil de medir y de pesar en el que, sin embargo, somos la mejor versión de nosotros mismos; hombres sin cuya herencia nuestra vida sería inexplicable. Me refiero a los que creyeron en nosotros antes que nosotros mismos, a los que marcaron con su fe nuestra identidad y nuestra vocación. Somos herederos de su visión y de su afecto, de su confianza. Ellos nos engendraron en la dignidad. A ellos nos debemos.

Quien no puede, convencido, afirmar esto de alguien lo extraña necesaria y dolorosamente. Se arrastra por la vida espectralmente, buscando de muchísimas maneras a un maestro, necesitándolo continua, radicalmente. De alguna manera, su existencia toda es un grito de la más triste forma de orfandad, la del Pedro Páramo, la de quien nunca tuvo padre.

Los concebidos en la dignidad —quienes tuvimos madre, padre, tíos, maestros— estamos en cambio marcados por la vocación a la gratitud. Invitados a vivir a la altura de nuestro legado, tarde o temprano nos reconocemos llamados a anunciarlo, a compartirlo con otros. Sabemos que ese pase de la estafeta, el del amor, es ley de vida.

En el 2015, el mero día de la Revolución, murió uno de los fundamentales de mi existencia, uno de esos padres exepcionales que enrutó a miles en el camino del ser. Humanísimo, humanista, psicólogo, jesuita, universitario distinguido y ciudadano apasionado, mexicano y universal, rector y maestro de la Ibero.

No es fácil medir lo que en cada conversación significativa, cada viaje, cada canción, cada obra y cada conferencia, cada carretera, cada rodada en bici, cada misa y cada abrazo aportó a la humanización de México. Tampoco es exagerado adjetivar de definitiva su aportación laboriosa al humanismo.

Juan Lafarga, ese apasionado de la persona, encontró en el arte de acompañar un camino insustituible para promoverla. Descubrió el poder de la escucha, del silencio, de las pequeñas cosas nacidas en la incondicionalidad: su capacidad de despertar lo mejor de cada uno.

Fundó el Desarrollo Humano en México. Le abrió camino a su utopía. Marcó la historia de la psicología mexicana. Como todo innovador, supo defender sus ideas —libres, críticas, disonantes para las ortodoxias académicas y religiosas— con argumentos, con creatividad y con pasión.

Con los años, la crítica rematada en puntos supensivos que pesaba sobre mi tío Juan: “Es un gran psicólogo, peeero, como sacerdote…” la escuché caer, casi calcada, sobre humanistas de distintas tradiciones, como el rabino Ritner y Pablo de Ballester. Comprendí con el tiempo que ese argumento, que había problematizado mi adolescencia, más que de una racionalidad filosófica o teológica o científica, provenía de un rasgo psicológico, sintomático de los conservadores de cualquier grupo.

Apuesto a que Juan compartía esta visión de sus detractores, pero lo cierto es que fue a más: acompañó desde la empatía y la escucha la lenta liberación de muchos que, otrora conservadores, se fueron atreviendo a confiar en sus propios recursos, a asumir riesgos y responsabilidades, a pensar, creer y decidir por ellos mismos.

Logró además que el disentimiento, lejos de enfríar las relaciones, las alimentara. Tal fue la alquimia de quien, antes que un científico apasionado, fue un sediento de encuentros, un extrajero, un hombre sin casa y por tanto un fervoroso de la amistad, del construir familia; un artífice de lo significativo, lo singular y lo gozoso en cada relación.

Yo fui uno de los muchos que confluyeron y disintieron con él, otro de los elegidos por su afecto, independiente del desacuerdo. Lo digo profundamente honrado y agradecido, sabedor de esta herencia y su valor. Acompañó los mejores y los peores sucesos de mi vida y la de mi familia. No le tuvo miedo al horror. Más aún, supo transformarlo. En las malas su reconfortante presencia se volvió necesaria y fue, por cierto, una constante. Transmutaba las tragedias. Nos aportaba la enzima precisa que nos permitía metabolizarlas.

Hoy descubro que todo, desde los ascensos al Popocatépetl, hasta las fiestas de cumpleaños para Mozart, pasando por el ritual del fondue, los partidos de tenis, los días de campo y las misas en casa eran pretextos para tejer el nosotros, símbolos cada vez más desinteresados de la mejor expresión de la vida. Juan fue, sin más, presencia de Dios entre nosotros.

En los últimos años nos convocaba a “arreglar el mundo” que a cada rato se nos volvía a desarreglar. Y entre tantas descomposturas y remedos nos aficionamos a tomarle juntos el pulso al país, a la Iglesia, a la Compañía de Jesús, a las noticias. Nos nutrimos de su creatividad y su inteligencia. Nos contagiamos poco a poco de su pasión por la política, el arte, el deporte, el fenómeno social, lo humano.

Además de convocar, supo acudir. Se convirtió en un incondicional de nuestras iniciativas, en un imprescindible. Seminarios, conferencias, fiestas, gestiones, encuentros de todo tipo. De las muchas aventuras compartidas —esas que se agolpan, saturan el corazón y casi nos asfixian cuando muere un entrañable— rescato una: la vez en que por ahí del 2009 me acompañó a una negociación delicada relacionada con un abuso de autoridad vergonzoso que generó una crisis de derechos humanos en un penal que ambos conocíamos y queríamos.

Yo había logrado, gracias a los buenos oficios de una política humanista, una cita con el gobernador de la entidad en cuestión y no quería ir ni negociar solo. Pensé que nada como ir cobijado con las credenciales y la autoridad moral de Juan Lafarga. Pasé por él. Me recibió con el balde de agua de un reclamo airado relacionado con la ponencia que días antes había dictado en su presencia en un congreso de Desarrollo Humano.

–¿Qué hiciste mal? —me saludó en fortísimo.

–No sé, Juan —respondí en un decrescendo súbito que terminó en un hilo de voz inaudible hasta para mis propios oídos.

Silencio. Ocho compases. Tragué saliva. Unos cincuenta mililitros más de los que disponía mi boca.

–Yo te lo voy a decir…

Noqueado en el primer round por el gancho al hígado de su asertividad, no me repuse sino hasta por ahí del kilómetro cincuenta de la México-Querétaro.

Me echó un cable Sabina. Le puse “si lo que quieres es vivir cien años”. Decía, ¡yo no! ¡qué horror! Celebró el ingenio de las letras con unas risotadas que, según entiendo, heredó de su padre y que me regresaron el alma al cuerpo. Agradeció la sinceridad de “Contigo”, “Y sin embargo”, la que detesta mi amiga Gaby. Llegamos.

–Tomen lugar. Pasen por acá. En unos minutos los atiende el gobernador.

Calzada miró dos segundos los documentos que le presentamos, los hizo a un lado y nos preguntó si conocíamos a los internos que estaban siendo castigados en el penal, si podíamos empeñar nuestra palabra por ellos.

Nosotros nos limitamos a referir algunas de las vivencias que nos habían amigado con ellos, todas ellas derivadas del programa diseñado por el genio y la convicción humanista de Juan José Pedraza. Le platicamos del teatro, del pentatlón, de la biblioteca, de la música y del Chino, escultor en madera.

Después de un tercer tercio brillante, Juan lo puso en suerte. Se perfiló cual primer espada para una estocada valiente y bien ejecutada, al volapié. Recurrió a sus credenciales pisológicas y retrató los rasgos de sadismo que percibía en los nuevos administradores de la cárcel. El gobernador tardó menos en doblar que en invitarnos a dar un tour por su oficina, que a nosotros nos supo a vuelta al ruedo.

–Dile al escultor en madera, a ver si es tan bueno, que me mande un escudo del estado de Querétaro y que yo le ofrezco ponerlo aquí, en uno de los escenarios más importantes de la historia de México, concluyó.

Salimos en hombros de la plaza queretana.

En esa ida y vuelta visité la lona y la puerta grande, lloramos de la risa, conversamos de lo trivial y lo profundo, disfruté de un singular concierto de Sabina y carcajadas y además logramos, a favor de la dignidad de nuestros amigos, comprometer a un gobernador que, por cierto, cumplió su palabra.

Juan nunca disimuló sus sombras. Casi las ostentaba. Entiendo ahora que eran la versión desacomodada de sus luces, como en casi todos. Fue asertivo y recio, competente y competitivo, explosivo y tierno, fiel a su método y apegado a él, inflexible de su flexibilidad.

Así se fue, tomando y soltando el control, confiando y comandando, empujando la muerte con libros, operaciones, reconocimientos y proyectos. Luego, aceptándola, sabiendo ignacianamente que lo que ya no estaba en sus manos, estaba en unas mejores, en las que se confiaba.

Por encima de su claroscuro estuvo su compormiso con el proceso de convertirse en persona, su ser profundamente y crecientemente amoroso.

Sabedor, por las muchas que le fueron confiadas, del valor de una confidencia, fue más púdico al compartir los dilemas que problematizaron su vida y la cincelaron.

Uno de ellos se desprendió del vínculo con una madre a un tiempo magnífica y neurótica a la que sin embargo amaba entrañablemente y de la que se reconocía heredero: la Iglesia católica. Como sacerdote, se sabía representante de una institución divina y humana con la que no en todo concordaba. Dejar la Compañía fue una opción persistente que se volvió lacerante a sus cuarenta y tantos y que (ignaciano al fin) sometió a un acompasado, profundo, fino y confiado discernimiento. También ese dilema se resolvió en el amor.

Un temblor tiró los edificios de la Ibero en 1979. Juan abrazó como pocos la convicción de que la Universidad somos nosotros, no los edificios y se sintió llamado a participar desde su congregación a la reconstrucción de la que fue sin duda la más amada de sus instituciones. Así, amando, reafirmó y armonizó su sacerdocio, su jesuitismo, su psicología. Lo que en un momento parecía irreconciliable se volvió una sola cosa en el servicio.

Empeñó su vida a honrar su voto de amor. Se fortaleció para ello. Nunca le regateó tiempo, viajes, visitas, cariño, creatividad o escucha a quien lo necesitaba. Su vida fue crecer en el oficio, un perfeccionamiento en el arte de amar.

Familias golpeadas por la tragedia, mujeres y hombres sufrientes, personas indecisas, gozosas o en aprietos, muchísimos de los que perdemos por momentos la brújula de nuestra humanidad la reencontramos en su cariño. También contamos con su canto, su oración y con su gozosa complicidad en nuestros logros y festejos.

Amar sorpresiva, creativamente, sonora y silenciosamente, de manera felicitante y honda, fue el signo de su vida, sinfonía mozartiana, crecendo en el que con sonidos y silencios construyó laboriosamente la casa definitiva, obra maestra, en la que ahora habita.

Su velorio tuvo el único inconveniente de que él no llegara, como siempre, a remediar lo irremediable con abrazos, a reconfortarnos y a absolvernos, a celebrar y a recomponerlo todo con el sacramento de su presencia.

A quienes, aún agradecidos por su legado, nos faltan fuerzas para honrarlo con nuestras vidas, quizá no nos quede más que acatar el célebre consejo que, en pleno velorio de mi mamá, rehabilitó nuestra esperanza: ahora que somos menos, tenemos que querernos más

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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como director general y consultor del despacho Síntesis.

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