¿Es posible que el género gramatical en español cambie? ¿Por qué en el español actual sólo se acostumbra codificar el género femenino y el masculino? En este texto, el lingüista Rodrigo Flores Dávila explica la historia del género gramatical del español.
Transgresores del género en la historia del español
¿Es posible que el género gramatical en español cambie? ¿Por qué en el español actual sólo se acostumbra codificar el género femenino y el masculino? En este texto, el lingüista Rodrigo Flores Dávila explica la historia del género gramatical del español.
Texto de Rodrigo Flores Dávila 08/09/21
El lenguaje es, por sí mismo, un acto de continua rebelión. La capacidad lingüística de los seres humanos ha supuesto, durante miles de años, una resistencia al silencio; nos ha permitido crear y convencionalizar estructuras gramaticales. El lenguaje también nos ha concedido la increíble posibilidad de transgredirlo, de adaptarlo a los sistemas sociales o culturales y de modelarlo de acuerdo con nuestra interpretación del mundo y sus fenómenos. Este es el caso, precisamente, del género gramatical.
El español, como cualquiera de las lenguas del mundo, ha experimentado a lo largo de su historia múltiples procesos de cambio, pero sobre todo ha experimentado estabilidad y continuidad.1 Como es bien conocido, nuestra lengua, junto con el italiano, el francés, el portugués, el catalán y otras tantas más, procede directamente del latín. Pues bien, los hablantes de esta lengua le heredaron a los del español un amplísimo número de estructuras gramaticales, entre ellas el empleo del masculino genérico, o género no marcado, utilizado para aludir a contextos más abarcadores. El concepto no marcado, en la gramática, se adjudica a elementos de una lengua que, además de cumplir su función básica, son usados en contextos más amplios; por tanto, son formas lingüísticas menos restrictivas. Así, en español, el número no marcado es el singular, puesto que es más abarcador: sirve para referir a lo realmente singular, la revista está sobre la mesa (sólo una), pero también para expresar usos genéricos, la revista es una publicación periódica con información especializada, donde lo que se infiere es que todas las revistas se publican periódicamente y tienen información especializada. Sucede lo mismo con el género masculino, es el no marcado porque, además de cumplir con su función básica de masculino, el gato (y no la gata) tiró la lámpara, se emplea para usos de mayor alcance, el gato es un animal misterioso, donde lo que se infiere es que cualquier miembro de esta categoría, sea hembra o macho, encierra en sí misterio.
En realidad, la verdadera herencia que le dejó el latín al español fue, precisamente, el mecanismo para que, en ciertas clases de palabras, codificáramos la noción de género; ese mecanismo es la morfología, que se encarga de expresar dentro de una palabra —mediante morfemas— nociones de muy diversa índole.2 Así, por ejemplo, en español, la noción de número, en los sustantivos, se clasifica en dos categorías, plural y singular; estas se expresan morfológicamente en las palabras de manera distinta: si es plural, mediante los morfemas –s libros [libro–s] o –es, panes [pan–es]; pero, si es singular, se expresa mediante la ausencia de morfemas –Ø: libro [libro–Ø]. Algunas veces los morfemas contienen más de una noción, tal es el caso de la morfología verbal en español que codifica información de número, persona, tiempo y modo de la conjugación. De esta forma, si escuchamos a alguien decir desayuné, la morfología nos informa mediante un morfema, –é, que la acción de desayunar fue realizada por una primera persona del singular, en pretérito perfecto de indicativo.
Ahora bien, el género gramatical es una noción que no todas las lenguas del mundo codifican; por ejemplo, no está presente en el totonaco (lengua hablada en Veracruz) ni en el húngaro (lengua hablada principalmente en Hungría). Esto quiere decir que, para los hablantes de estas lenguas, el concepto de género no resulta relevante desde el punto de vista gramatical, o por lo menos no tanto como para que se manifieste mediante morfemas en sus palabras. De hecho, esto último parece ser lo habitual. El Wals (World Atlas of Language Structures) señala que, de 257 lenguas analizadas, más de la mitad, 145, no dan cuenta del género. Además, en aquellas lenguas que sí codifican el género, este no siempre está asociado al sexo biológico, o bien, sólo se vincula en algunas palabras. El problema aquí parece ser de denominación, porque hemos asociado tradicionalmente la categoría gramatical género con sexo biológico, pero en realidad se trata de una categoría que ha servido, en diferentes lenguas del mundo, para clasificar otras nociones, como la de animacidad, que alude a la distinción entre referentes que se comportan como entidades vivientes (animados) frente aquellos que no lo hacen (inanimados). Esto es, la categoría que conocemos como género se empleaba, y se sigue empleando en algunas lenguas, para señalar, por ejemplo, si un sustantivo tenía la cualidad de animado o de inanimado.3
Empero, como suele suceder en la historia de las lenguas, los hablantes comenzaron a transgredir esta clasificación y reutilizaron la categoría para codificar diferentes nociones además de la animacidad, entre ellas la de sexo biológico. Seguramente, los cambios no se realizaron de manera consciente, porque es lo habitual en esta clase de proceso, pero esto no significa que un cambio gramatical no pueda ser producto de la reflexión y de la discusión explícita; el requisito necesario es, en cualquier caso, el acuerdo entre los hablantes —exigencia que parece no alcanzarse en cuanto al uso del género inclusivo o de las estrategias no sexistas—. De la transgresión en la clasificación del género resultaron sistemas mixtos, en los cuales el género sólo guardó relación con el sexo biológico en una parte reducida de los sustantivos, mientras que en el resto la información de género se especializó, por ejemplo, para establecer concordancia entre las palabras de una frase, tal es el caso del español, que exige que los elementos de la frase concuerden en el género: la mano lastimada, donde mano es femenina y por ello el artículo, la, y el adjetivo, lastimada, deben codificarse también en femenino.
En latín, los sustantivos se podían clasificar según tres géneros: femenino, masculino y neutro, este último se oponía a los dos primeros porque se empleaba, grosso modo, para las entidades inanimadas; por ejemplo, templum [templ–um] era una palabra latina neutra, pero derivó al español como templo, con género masculino. Con el paso de los siglos, los hablantes de latín comenzaron a experimentar problemas con esta clasificación ya que su codificación era compleja. El morfema que expresaba el género no sólo portaba esta información, sino que, además, incluía otras nociones, específicamente la de número (plural o singular) y la de caso (que sirve para expresar cuál es la función sintáctica que el sustantivo cumple en una oración: nominativo, acusativo, dativo, etc.). Así en la palabra domina [domin–a], ‘señora’, el morfema –a informaba que se trataba de un sustantivo singular, femenino y nominativo. El hecho de que el latín codificara tanta información en un solo morfema —aunado a diversos fenómenos de cambio en los sonidos que experimentó esta lengua con el paso de los años— llevó a los hablantes nuevamente a transgredir el sistema y a reestructurarlo poco a poco. De este modo, el español terminó codificando sólo dos géneros, femenino y masculino, lo cual implicó que se perdiera la antigua oposición entre inanimado (neutro) y animado (masculino y femenino). Las palabras latinas en su paso al español mantuvieron, casi todas, el género que ya tenían, excepto los sustantivos neutros, ya que al perderse esta clasificación se repartieron aleatoriamente entre los otros dos. La oposición resultante fue entre masculino y femenino, sin importar la animacidad, y sólo en unas pocas palabras se mantuvo el vínculo con el sexo biológico. Los hablantes, por supuesto, no fueron ajenos a los procesos de cambio ya que ellos mismos convencionalizaron estas transgresiones y perpetuaron el sistema que ahora empleamos en español.
En nuestra lengua, entonces, sólo algunas palabras tienen una vinculación al sexo biológico. Se trata, por lo general, de sustantivos cuyo referente es animado, por ejemplo, aquellos que hacen alusión a los humanos (niñ–a, niñ–o; médic–a, médic–o) o a los animales (gat–a, gat–o, burr–a, burr–o). Pero ¿cómo se explica el género en palabras como albañil, lingüista, poeta, rinoceronte, hormiga, vaca, ya que aparentemente no muestran morfología que exprese esta noción?, y ¿qué pasa con el género en el resto de las voces del español que no tienen una vinculación con el sexo biológico, casa, mueble, sartén, ombligo, puente? Pues bien, en ambos casos, el género de estos sustantivos se descubre, únicamente cuando los asociamos a otras palabras, por ejemplo, a un artículo (el albañil o la albañil, el ombligo) o a un adjetivo: (poeta magnífica, poeta magnífico o puente derrumbado). Esto quiere decir que, el género en español, en muchos sustantivos, está oculto y sólo se puede descubrir cuando lo llevamos a un contexto específico.
A diferencia de los ejemplos morfológicos relacionados con el número y con las conjugaciones verbales, el género es un sistema sumamente irregular, prueba de que su codificación no resultaba importante para los hablantes de español, ya que, a mayor relevancia cognitiva o social, suele corresponder mayor estabilidad gramatical: por ejemplo, en español, la posición de la negación —mecanismo de suma importancia para el pensamiento humano y para la actividad social— se ha mantenido invariable por siglos, de modo que su codificación regular es antes del verbo en casos como no iré a la fiesta; otros órdenes son anómalos, *iré no a la fiesta o *iré a la fiesta no. En el caso del género, si observamos datos históricos del español podemos ver, por ejemplo, que una misma palabra ha sido codificada durante largos periodos con el género femenino, para luego transgredirse y codificarse con masculino, tal como sucedió con puente que actualmente, en la mayoría de las variantes dialectales del español, tiene este último género, pero que, todavía a mediados del siglo xx, era femenina; así, Camilo José Cela escribe: El coche arrancó y Pedrito, saliéndose de la puente, le dijo adiós al vagabundo. Como se observa, el problema del género gramatical es complejo y no se reduce a una –a para el femenino y a una –o para el masculino.
Ya en el español actual, para muchas personas, el uso y la defensa de los recursos gramaticales relacionados con el lenguaje inclusivo o con estrategias no sexistas ha implicado una feroz batalla. Sin duda alguna, los nuevos transgresores del género luchan legítimamente por la igualdad de derechos y la no discriminación desde una postura lingüística explícita. Así, por ejemplo, cuando escuchamos que alguien alude a los dos géneros, médicos y médicas, alumnos y alumnas, en lugar de sólo al masculino genérico, médicos y alumnos, sabemos que su motivación se sustenta en la intención de dar visibilidad a las mujeres en cualquiera de los campos de la vida social. Sucede algo similar con el uso de –e, compañere, panadere, en lugar de –o o –a, compañero, compañera, panadero, panadera, en cuyo caso la intención manifiesta es evitar que integrantes de nuestra sociedad experimenten exclusión, por no identificarse ni con el sexo masculino ni con el femenino. Es evidente, entonces, que el papel del lenguaje en estos casos no es el fin sino el medio, por lo que cualquier estudio meramente gramatical se verá rebasado. No obstante, los acercamientos lingüísticos aportan información interesante sobre cómo y por qué, en nuestra lengua, hemos elegido, convencionalizado, perpetuado, pero también transgredido, ciertas rutinas gramaticales que resultan, a ojos vistas, machistas o sexistas. EP
1 Company Company, Concepción. 2003. “¿Qué es un cambio lingüístico?”, en Normatividad, variación y cambio, F. Colombo y A. Soler (eds.). México: Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 13-32.
2 Bybee, J. 1985. Morphology: A Study of the Relation between Meaning and Form. Ámsterdam: John Benjamins, pp. 12-19.
3 En español, son palabras con el rasgo animado niña, vendedor, Rebeca, coneja e, incluso, fantasma; en contraparte tienen el rasgo inanimado edad, libros, amor, zanahoria o sábana. Se cree, en efecto, que la lengua que dio origen al latín, y por ende al español, el protoindoeuropeo, codificaba mediante el llamado género el rasgo de animacidad, y no específicamente el de sexo biológico, lo cual tiene sentido porque en nuestra concepción cultural los referentes inanimados no suelen vincularse a un sexo; no lo tienen ni la edad, ni los libros, ni el amor, ni la zanahoria, ni la sábana. Cf. Rodríguez Díez, Bonifacio. 2005. El género: del latín al español. Los nuevos géneros del romance. León: Universidad de León.
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