Aceleradamente vemos cómo se reduce la biodiversidad en nuestro planeta, al borde de la denominada sexta gran extinción que, a diferencia de las anteriores, ha sido provocada por la especie humana.
Sostenerles la mirada: especies en peligro de extinción
Aceleradamente vemos cómo se reduce la biodiversidad en nuestro planeta, al borde de la denominada sexta gran extinción que, a diferencia de las anteriores, ha sido provocada por la especie humana.
Texto de Isabel Zapata 13/09/19
En 1936, el último tigre de Tasmania (Thylacinus cynocephalus) murió en el zoológico de Hobart, en el sur de Australia. Se llamaba Benjamín y era parecido a un dingo con marsupio: un perro alargado con rayas en el lomo —desde los hombros hasta la base de la cola rígida— y una cabeza que parecía quedarle demasiado grande, como a ciertas botargas.
El tigre de Tasmania, o tilacino, fue cazado hasta la extinción por agricultores que, enfurecidos ante el número de ovejas y aves de corral que amanecían muertas en sus granjas, lo consideraron un animal peligroso. Aunque la especie fue declarada extinta hace más de 80 años, hay quienes creen que ha sobrevivido en silencio y para probarlo ofrecen desde videos borrosos hasta moldes de sus huellas, pasando por vagos relatos de testigos que aseguran algún avistamiento. El tema se ha vuelto una especie de obsesión que incluso ha llegado a los laboratorios de investigación: Andrew Pask, profesor adjunto de la Escuela de Biociencias de la Universidad de Melbourne, lleva más de diez años trabajando con un grupo de científicos para extraer el ADN del tilacino y secuenciar su genoma a partir del espécimen C5757, un joven cachorro cuyo cadáver se ha conservado íntegro en las colecciones de los Museos Victoria.
No se trata, tristemente, de un fenómeno aislado. Hay nuevos tigres de Tasmania todos los días: miembros fantasma que buscamos entre los arbustos o en la probeta de algún laboratorio, inútilmente. Especies que para las siguientes generaciones serán imágenes tan ajenas como lo son para nosotros las de Benjamín dando vueltas sobre su propio eje en el breve, brevísimo espacio que le fue asignado en el zoológico.
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Cinco grandes extinciones masivas de las especies han transformado radicalmente la fauna que habita nuestro planeta. En la actualidad, vivimos al borde de la denominada sexta gran extinción, en la que el factor nuevo somos, para sorpresa de nadie, los seres humanos: mientras que las cinco extinciones anteriores fueron causadas por fenómenos naturales (meteoritos, volcanes, la explosión de una supernova), ahora es nuestra especie la que está provocando la desaparición de las demás por la destrucción y fragmentación de sus hábitats, el cambio climático, la caza y el tráfico ilegal o especies exóticas invasoras que son introducidas de forma artificial a cierto medio y logran adaptarse a él, desplazando a especies nativas incapaces de competir con ellas.
La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), considerada la principal autoridad mundial en la materia, reporta que desde el año 1500 han desaparecido 322 especies de vertebrados y, según la revista académica Science Advances, la mayoría de las extinciones datan del último siglo. Aproximadamente 5,200 especies animales se encuentran hoy en peligro de extinción, de las cuales 279 ya sólo existen en cautiverio. Según Gerardo Ceballos, investigador del Instituto de Ecología de la Universidad Nacional Autónoma de México, no nos queda mucho tiempo en términos de la ventana de oportunidad para revertir esta situación: “Si permitimos que el actual ritmo elevado de extinción continúe, los humanos pronto, en el breve espacio de tres vidas humanas, se verán privados de los muchos beneficios de la biodiversidad”.
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La versión más reciente de los criterios de la Lista Roja de la UICN considera las siguientes nueve categorías, de mayor a menor riesgo, para la clasificación de especies extintas o amenazadas (abreviadas por su nombre original en inglés): extinta (EX), extinta en estado silvestre (EW), en peligro crítico (CR), en peligro (EN), vulnerable (VU), casi amenazada (NT), preocupación menor (LC), datos insuficientes (DD) y no evaluado (NE). Esta lista es tan extensa que cada quién encontrará en ella alguna especie cuya desaparición le conmueva especialmente: es una lotería de la infamia, una bitácora de la vergüenza, una larga canción de despedida.
Yo pienso obsesivamente en el gorila occidental (Gorilla gorilla), en peligro crítico según esta clasificación, uno de los animales que más habilidades ha demostrado para comunicarse con los seres humanos a partir del lenguaje de señas. O en el cachalote (Physeter macrocephalus), catalogado como vulnerable en esa misma escala y del cual seguimos desconociendo casi todo, excepto cómo cazarlo. ¿Seguirá viva la tortuga que vimos mi hermano y yo buceando en un barco hundido hace unos años en Baja California? ¿Vivirán sus hijos? ¿Le alcanzará la vida a las familias Cheloniidae y Dermochelyidae para que la hija que llevo en el cuerpo pueda conocerlas?
Para obtener esperanza pienso que todavía hay leones que atraviesan la sabana africana como si fueran los reyes del mundo (lo son), pájaros secretarios caminando altivamente y hienas riéndose con carcajadas que suenan humanas. Para cuando termine de escribir este párrafo, en las profundidades de la bahía de Jervis una sepia habrá cambiado de forma, de textura, de color. Las alcantarillas de la Ciudad de México, de Nueva York, de París, rebosan de ratas aficionadas a la pizza y capaces de recordar actos de bondad. Miles de estorninos recorren todavía los cielos del mundo, formando murmullos que los hacen parecer un solo organismo coordinado. Todo esto ocurre lejos de la mirada humana, y de cierto modo a pesar de ella.
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A pesar de lo tentador que es afirmar que los animales son mejores que nosotros —incapaces de traición, de crueldad o de venganza—, no buscaré ahí la justificación del llamado a procurar su conservación. Tampoco diré que merecen vivir porque el concepto de merecer me parece algo frívolo: viven, simplemente, y eso debería bastar para que sus derechos fueran considerados por nosotros.
No se trata de compasión o de caridad, se trata de empatía: la capacidad de salir de nosotros mismos para tomar en cuenta a los demás. Para el filósofo australiano Peter Singer, cuyo libro Liberación animal ha impulsado como ningún otro el debate contemporáneo en torno al movimiento animalista, un supuesto que dificulta enormemente la tarea de provocar el interés público por los animales es que “los humanos están primero”. ¿Cómo podemos preocuparnos porque hace apenas algunas semanas haya zarpado la primera expedición ballenera japonesa desde 1998 cuando hay niños muriéndose de hambre? ¿Qué diablos nos importa la vida de la rana cornuda de América del Sur frente las condiciones en que miles de migrantes cruzan las fronteras del mundo todos los días?
Sin embargo, lejos de ser una elección entre alternativas incompatibles, esta idea se ha usado históricamente como estrategia para ignorar todos los problemas por igual, contribuyendo a que perdamos de vista que nuestras decisiones pueden tener un impacto en el destino de las personas —humanas y no humanas— con las que compartimos el planeta. La lucha contra la contaminación, la deforestación y el cambio climático también es la lucha por la conservación de las especies. Es, sin sentimentalismos ni aspavientos, la lucha por la vida.
Entender que todos los seres vivos somos semejantes, aunque no nos parezcamos, pasa necesariamente por un abandono de la visión antropocéntrica que reina en nuestra cultura y empieza por desmontar la idea aristotélica que coloca a todas las criaturas en una scala naturae vertical con los seres humanos en la cumbre. Transformar nuestra relación con la naturaleza implica cambiar de posición en un sentido literal: colocarnos ni por encima ni por debajo de los demás, sino a su lado.
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El poema “La pantera”, de Rainer Maria Rilke, empieza con la imagen de una pantera dentro de su jaula en un zoológico de París:
Cansada del pasar de los barrotes
su mirada ya no retiene nada.
Es igual que si hubiera otras mil rejas,
y detrás de ellas no quedara mundo.
La escena es familiar para todo aquel que haya visitado un zoológico: el fatigoso ir y venir de un animal en cautiverio es una de las imágenes que más vergüenza debería darnos como seres humanos y ante la cual la mayoría prefiere mirar hacia otro lado.
Hace tiempo que instituciones como zoológicos, acuarios y jardines botánicos han dejado de ser exclusivamente centros de exhibición, tomando un rol central en la investigación y educación sobre la preservación de la vida silvestre. Mucho se ha argumentado a favor de estos espacios como elementos clave para la conservación de ciertas especies cuyos ecosistemas y hábitats se encuentran amenazados. El debate rebasa la extensión de estas páginas, pero en última instancia un gran felino condenado a pasar su vida tras las rejas para entretenernos me sigue pareciendo atroz.
En la última estrofa de su poema, Rilke usa la palabra “cortina” para describir las pupilas del animal, su mirada acusadora. Como seres humanos, nuestra obligación es clara: recuperar la capacidad de sostenerle la mirada. EP
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