¿Por qué alguien decide llevarse a su casa a un gato o perro de la calle? Andrea Jiménez narra su labor como rescatista y comparte algunas satisfactorias historias.
Rescatar perros y gatos en México: una necesidad frente al maltrato
¿Por qué alguien decide llevarse a su casa a un gato o perro de la calle? Andrea Jiménez narra su labor como rescatista y comparte algunas satisfactorias historias.
Texto de Andrea J. Arratibel 22/07/21
Estaba atado a un poste sin sombra, a pleno sol. La sarna le había comido el pelaje y su hocico estaba lleno de costras. ¿Cuánto llevaría sin comer? Con los ojos tristes y las heridas sin sanar, Titán meneaba de un lado al otro el rabo entre gemidos. A pesar de que el hambre marcaba sus costillas, todavía le quedaban fuerzas para saltar sobre sus dos patas traseras y llamar mi atención.
Mi amiga lanzó un suspiro en cuanto entendió que nuestra excursión a las pirámides de Teotihuacan había sido suspendida para volver a la ciudad con un perro pulgoso en el asiento de atrás.
“¡Mejor llévenselo!”: me pidieron aquellos supuestos dueños, cuando nos vieron junto a su perro atado frente a la casa. Antes de que lo dijeran, yo ya pensaba llevarlo conmigo, así que subimos al coche a ese cachorro jadeante, tan emocionado. Cuando los perros intuyen buenas intenciones, se excitan, se ponen contentos y lanzan lametazos; así como reaccionó Titán nada más ser rescatado.
En el trayecto de vuelta, mientras mi amiga repetía que “debía parar esa locura, que no podía salvarlos a todos”, yo pensaba en los argumentos que utilizaría para justificar meter otro perro más en casa… ¡Ya eran demasiados!
No se puede salvar a todos: es cierto, pero ¿cómo mirar de lado cuando se cruzan en el camino? A las personas les gustan los perros, pero muy pocos actúan cuando se encuentran a uno desamparado en la calle; allí lo dejan moribundo, tal como lo encontraron. Supongo que asumen que alguien lo recogerá, que alguien se acercará al animal, lo tomará en brazos y lo llevará con un veterinario. Pero si una misma no lo hace, el perro se queda igual que antes: enfermo, atropellado, abandonado en la carretera…
Por eso me los llevo a casa y se quedan conmigo hasta que aparece una familia —como la que adoptó a Titán meses después de la excursión fallida—, o pago una pensión, porque en México no existen los albergues públicos, sino los antirrábicos donde en promedio 9 de cada 10 perros que llegan a sus instalaciones son sacrificados. Los antirrábicos, infectados de corrupción, han implementado una cultura de crueldad e insensibilidad que deriva en mercados negros; acaban siendo un negocio.
Así, la labor de sacar perros y gatos de la calle recae en fundaciones que se han acostumbrado a tener que mendigar ayudas para asumir la irresponsabilidad de otros y la incompetencia de unas autoridades que, en este asunto como en tantos otros, son absolutamente ineptas. Organizaciones como la de mis amigas de la Fundación Toby, que más que existir sobreviven, ahogadas por las deudas para pagar la renta de su terreno en el Ajusco, por los kilos de croquetas que les falta para alimentar a tantos animales que ellas cuidan y el dinero que no tienen para cubrir los gastos veterinarios.
También están las rescatistas independientes, mujeres que creamos redes y nos ayudamos entre nosotras para dedicarnos en nuestro tiempo libre —y en el que no lo es— a recoger perros y gatos de la calle. ¿En qué consiste exactamente nuestra actividad? En ir al lugar del reporte, llevarnos al animal, sanarlo y buscarle después buenos adoptantes. Y, sobre todo, las rescatistas nos dedicamos a esterilizar a todo bicho que nos encontramos. Una hembra no precisa tener camadas para estar sana o feliz, parir no afecta a su grado de bienestar. Las estadísticas reproductivas de los perros y gatos en la calle son terribles.
La moda de las razas incita la crueldad de los criaderos ilegales
Por suerte, la conciencia de adoptar cada vez es más fuerte y poquito a poco va compensando las modas que alimentan los criaderos clandestinos: fábricas de cachorros que son un auténtico horror; habitáculos hacinados donde se acumula la crueldad con la falta de higiene; hervideros de enfermedades como el parvovirus y el moquillo, cachorros indefensos que se revuelcan en su propio vómito y excremento. A pesar de que existen los criaderos responsables, en la mayoría de los casos comprar un cachorro de una raza determinada implica una vida nefasta para las madres, ejemplares que desarrollan anemias y patologías, osteoporosis, atrofias en las extremidades, pierden los dientes… En lugares como esos las hembras adultas pasan sus días en jaulas donde no pueden ni moverse. Y cuando sus tiernas crías por fin nacen tan delicadas y faltas de arrope, un desalmado se las arrancan, privándoles también a los cachorros del contacto afectivo y emocional con sus madres. La demanda llama a la oferta y la moda en las calles incita la cría de ciertas razas: un husky, un chihuahua, un labrador, un gran danés…
A Manuela la tuvieron pariendo y pariendo hasta que su cuerpo ya no daba más. ¿Y qué hacer con una gran danesa de más de 8 años que ya no sirve? Echarla a la calle coja, con artritis y con las ubres de una vaca. Los primeros días Manuela se mostraba muy desconfiada, torpe, cualquier ruido de la calle la asustaba. Todo lo que tenía de grande lo tenía de noble, tonta y asustadiza. Pero pronto agarró confianza, se hizo dueña de gran parte del sofá y descubrió el placer de las siestas al sol del mediodía.
Un día, en el parque una familia se enamoró de Manuela y decidió adoptarla. Junto a muchos niños y un gato vivió la viejita su última etapa, que fue muy breve, pero la mejor. Murió el pasado septiembre de una insuficiencia renal, su familia me escribió un mensaje: “La enterramos en el Panteón Civil de Dolores. No sabemos cómo agradecerte habernos dado la oportunidad de tener a Manuela, ¡la quisimos tanto!”.
Es que se les quiere tanto… Las rescatistas nos solemos encontrar con los despojos que otros dejaron. Lo bueno es que los perros se recomponen muy pronto; son seres ajenos al rencor y tienden a olvidar lo malo.
Como la gran danesa hay muchas historias felices: Paquita, Lea, Coco, Dante, Vera, Otilia, Molly… El primero de todos: Bruno, un pitbull de cabeza gigante que, cuando lo encontraron en la calle, no podía sostenerse en pie. Lo habían intentado utilizar para peleas, pero como no servía, como tenía un carácter demasiado noble, lo dejaron moribundo en una acera. Yo lo tuve en casa durante meses y después se fue a una pensión. Al año de ser rescatado, el destino lo llevó hasta una familia en Canadá, donde olvidó lo que fue el sparring entre paisajes increíbles y copos de nieve.
Los pitbulls son una de las razas más maltratadas, abandonadas y explotadas en México. Las peleas de perros están penadas en todos los estados, así lo establece el Código Penal Federal. Pero en un país donde impera la impunidad y la justicia nunca llega, las leyes resultan una cuestión baladí. Denunciar acaba siendo desesperante, parece que una nunca saliera de la frustración que provocan la corrupción y la incompetencia.
¿Cómo puede alguien vivir sin un gato?
Mientras conviven las necesidades urgentes de mejorar el sistema de procuración de justicia y crear refugios públicos para los animales, yo sigo llevándomelos a casa. También gatos, muchos michis que acaban colonizando mi baño y trepando por los muebles. Por mi hogar pasan cada mes numerosas camadas de felinos aterrados que nada más llegar bufan y se esconden, pero que al cabo de los días se vuelven unas ternuritas con sus ojos atentos, su inteligente curiosidad y sus maullidos de criaturas indefensas.
Aunque son más espabilados y menos confiados, los gatos tampoco se libran del maltrato y el abandono; les cortan los bigotes, los torturan y se utilizan para rituales de magia negra. Por eso, siempre hay que mantener la alerta con los de color negro, tan reclamados en el Mercado de Sonora y en muchos tianguis para hacer con ellos santería…
Al contrario de lo que muchos creen, los gatos no se caracterizan por esa independencia que se les atribuye; tampoco son traicioneros. Pueden llegar a ser los seres más cariñosos y apegados. Agradecen mucho que los rescatemos; enseguida se acoplan a un hogar. Que los gatos y los perros no se llevan tan bien es un mito; en mi casa conviven todos. Como Bambú, como La Maga, llegan muertos de miedo e infectados de pulgas, pero enseguida empiezan a desarrollar su lenguaje corporal tan sofisticado, pronto activan los motores ronroneadores y se pasean acariciando los muebles. ¿Cómo puede alguien vivir sin un gato?
Malinche, Olivia, Merlín, Greta, Silvestre, Maíz… Aunque su estancia sea breve, a todos los que llegan les pongo un nombre. Algunos son adoptados en cuestión de días, otros se pasan años esperando… Los perros frecuentemente tienen que aguardar todavía más…
¡Qué paciencia desarrollan los perros para esperar, cómo suspiran! Cuántas veces los he observado ahí tumbados, pendientes de que alguien se fije en ellos, mientras el tiempo pasa y una familia pierde días, meses, años de disfrutar junto a tan leales compañeros.
No hay gesto más agradecido que el brindado por uno ya viejito; el que sobrevivió de milagro en las calles, el que se acostumbró a las patadas y al hambre, al que vertieron aceite hirviendo… Es curioso cómo los perros y los gatos sacan lo peor de nosotros, pero también lo mejor: los perros y los gatos nos vuelven monstruos o nos humanizan.
Ser testigo de esa evolución, verlos sanar, observar cómo experimentan su primera caricia y deciden entonces quedarse a la vera del humano, es maravilloso. Cuando rescatas a un perro o un gato del maltrato, hay un momento —después de alimentarlo, darle un baño caliente y envolverlo en una cobija— en el que el animal se derrumba, se entrega por completo a ese confort jamás experimentado antes. El animal toma conciencia de que se acabó el hambre, el frío, el miedo, las batallas de la calle, y por fin descansa en su indefensión. Es una satisfacción de la que las rescatistas disfrutamos mucho.
Supongo que también es un consuelo para enfrentar los agridulces una vez que se van adoptados. Por un lado, la felicidad porque encontraron una casa. Por otro, la tristeza que provoca separarse de ellos… El recuerdo que va dejando cada uno; la pata del mueble mordida, una huella sucia en la pared blanca, tres macetas rotas, pelos en el sofá, en la almohada, en la ropa… los tantos pelos que siempre llevo conmigo. EP
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.