La historia cultural nos ha enseñado que lo que vemos se transforma gracias a quienes hacen arte. “Vemos” distinto no sólo una obra, sino el mundo mismo a partir de obras que tuercen las creencias. En este texto, Carla Faesler se pregunta si no será posible, entonces, jugar con la lengua que nos ayuda a designar para integrar a ella, también, a quienes están fuera del marco de la convención. Romper la norma de la regla habla de romper, en parte, con un esquema rígido que nos hemos comprado.
La rapidez con la que el mundo cambia me parece escandalosamente lenta
La historia cultural nos ha enseñado que lo que vemos se transforma gracias a quienes hacen arte. “Vemos” distinto no sólo una obra, sino el mundo mismo a partir de obras que tuercen las creencias. En este texto, Carla Faesler se pregunta si no será posible, entonces, jugar con la lengua que nos ayuda a designar para integrar a ella, también, a quienes están fuera del marco de la convención. Romper la norma de la regla habla de romper, en parte, con un esquema rígido que nos hemos comprado.
Texto de Carla Faesler 08/12/21
Pocas personas son capaces de terminar una discusión aceptando que la otra tiene razón. Es como si sintieran que algo les es arrebatado o que se quedan desnudas. El arrebato, la desnudez, qué maravilla. En algunos casos, una posición, un argumento, pueden tomar dimensiones tan importantes como un empleo, una casa o la vida misma, pero las más de las veces, ceder, aceptar, conceder o incluso comprender una postura, una actitud, es una oportunidad de enterarse: digo “me entero” porque me he completado. “Enterarse” es tener conocimiento o noticia, darse cuenta, percatarse. Me gusta estar “entera”, íntegra, aunque sea por un momento. Descubrir qué me faltaba. Hay que aprender, percatarse: hay que enterarse.
Todo lo que te haga bien sin hacer mal a nadie, me acuerdo, más o menos, de la ética de Spinoza. ¿Por qué algo que parece positivo a muchas personas a otras tantas les resulta nefasto? Quienes se oponen al lenguaje incluyente, creo entender, no están en contra, en sentido estricto, de la inclusión y representación de personas, colectivos y grupos sociales históricamente marginados y excluidos del imaginario colectivo, la interacción social y del lenguaje. Lo que sí rechazan es la alteración de la herramienta de comunicación. Hay varias formas, dicen, de reconocer y nombrar la diferencia. La manera en que la gente está hablando es incorrecta, es agramatical y además… ¡se oye horrible!
Se oye horrible, dicen, y yo pienso: sí, tal vez, como cuando las nuevas formas de hacer música empezaron a poblar nuestros oídos ya demasiado acostumbrados a las maneras tradicionales del código sonoro. Se oye horrible como seguramente pensó el público en aquel histórico estreno de La Consagración de la Primavera de Stravinsky, 1913, en el que la compleja estructura musical, su fuerza disonante, el poder de la embestida, desataron gritos y abucheos reprobatorios que desembocaron en una tremenda bronca en las butacas y la posterior huida del compositor. Sí, sí, seguramente, se oía horrible, pero ya no. Hoy en día aplaudimos, en hechizo.
Sabemos que el avance o retroceso en los temas sociales, políticos y culturales, están filtrados por la complejísima red de fuerzas e intereses que se enfrentan, discrepan definitivamente, se unen o se avienen encarnados en individuos y colectividades. Esa red de fuerzas e intereses pasa también, por la emoción, que está ahí, por supuesto, y también por la sensación, cómo no, interpretada por el gusto —nada que ver, atención, con lo que mucha gente llama “buen gusto” para delimitar las fronteras de su clasismo—, ese discernimiento de los asuntos cualitativos, como resolvió Gadamer analizando a Gracián, ese gustar, ver, escuchar, probar y sentir que se encuentra entre el instinto sensorial y la libertad espiritual. Nuestro cuerpo, ese módem de carne, es un complejo mecanismo de sensores que regulan nuestra relación física, sensual con el mundo. Ahí, siento que una cierta perspectiva del gusto está en la escena interpretando un papel importante en el debate sobre el lenguaje incluyente, que es un asunto claramente político por su voluntad de transformar la manera en que organizamos los asuntos públicos y de ahí, obvio, cultural. La estética tiene que ver con cómo aprendemos a través de los sentidos y cómo reflexionamos sobre el arte, la cultura y la naturaleza. Nuestros sentidos, filtrados por el inconsciente y la conciencia, (¿o al revés?) conocen, analizan, evalúan, deciden.
El sonido es una sensación. Y la sensación sonora más intensa que experimenta nuestro cuerpo es, tal vez, la lengua. Como emisores vibramos, como escuchas vibramos, hablamos la lengua, la lengua nos habla, nos oscila, nos trepida, palpita y tiembla. Los estímulos sensoriales nos afectan agradable o desagradablemente, por la educación que recibimos en primera instancia y después, por discernimiento propio, acompañado por la tendencia del grupo del que formamos parte. ¿Qué nos repele, repugna, molesta?, ¿qué nos hace sentir bien y satisfechos?, ¿qué nos da placer, qué nos regocija?
Y es que los profundos cambios sociopolíticos y culturales que hoy vivimos gracias al movimiento social que encabezan los feminismos en todo el mundo, se acompaña, naturalmente, de cambios en nuestros modos de vida, hábitos y costumbres. No se trata entonces, siento, de discutir si el lenguaje incluyente es incorrecto o no se necesita porque el masculino genérico incluye a mujeres, marcianas, lanzadoras de jabalina, neuróticas, lámparas, computadoras y sillas. Por cierto, decir que no resuelve problemas reales de marginación y exclusión me parece cruel y cínico, porque desdeña la lucha histórica de millones de personas en todo el mundo, y tramposo y mentiroso: una falacia, como esa otra que afirma que en un país pobre la Cultura no debe figurar en el presupuesto. No se trata entonces, aunque sea muy interesante, de argumentar sobre gramática porque en realidad estamos lidiando con un asunto cultural. Y toda innovación cultural es señalada siempre —temor o simple reacción— por quienes se apegan a la defensa de las únicas formas que conocen.
Me encanta la escena que escribió Henri Paville, 1896, en sus relatos sobre las primeras proyecciones de cine que los hermanos Lumière hicieron en París: “Los coches en la calle se movían hacia la audiencia. Un carruaje galopaba en nuestra dirección. Una de mis vecinas estaba tan hechizada, que se levantó de un salto y no volvió a sentarse hasta que el coche, desviándose, desapareció”. Es una anécdota, pero parece un meme. Imaginarme a la mujer brincando del susto para no ser atropellada me recuerda a todos aquellos cambios tecnológicos que suscitaron no sólo repudio, sino hasta miedo. Y recordemos que el lenguaje es una tecnología. Michel Serres, en su Hermes II de 1972, cuenta cosas muy divertidas: que la invención del gramófono, por ejemplo, era rechazada porque la gente se asustaba al escuchar la voz humana espantosamente electrificada y convertida en un puro objeto tecnológico —he de aceptar que a mí también me parece que esa máquina, emblema de la Deutsche Grammophon, produce voces como de El Exorcista— o que cierto escritor cuyo nombre no recuerdo detestaba el radio, ¿la radio?, y decía que esa caja parlante jamás sustituiría al libro —yo tampoco entiendo la asociación— porque si no habíamos escuchado bien lo que la voz acababa de decir no había manera de regresar las páginas. Eso sí, totalmente de acuerdo, amigo señor. Ya lo veo con el dedo pegado a las opciones rewind/forward de las plataformas de streaming. Esto me recuerda a la invención de la página, que lanzó Gutenberg, y que, según anota Iván Illich, (En el viñedo del texto, 1993), “integró una serie de inventos técnicos y adaptaciones a través de los cuales la página dejó de ser partitura para convertirse en texto”, inventos técnicos y adaptaciones que ciñen, sí, limitan, la experiencia de lectura a una percepción en “blanco y negro” que deja fuera una serie de elementos contextuales que podríamos considerar esenciales en la comunicación: sonido e imagen o simplemente el universo expresivo del remitente y las características de su contexto. En la página del libro, apunta Serres sobre lo que significó la imprenta, “no sólo están ausentes el ruido ambiental, las pausas, hesitaciones, disfonías, cacofonías, mala pronunciación o acentos regionales sino también las tachaduras, errores ortográficos y el carácter del puño y letra”. Es más, una de las más famosas diatribas contra las invenciones tecnológicas es de Heidegger: “La máquina de escribir arranca la escritura del dominio esencial de la mano, i.e. del dominio de la palabra. La palabra misma se convierte en algo ‘mecanografiado’ […] La escritura mecánica priva a la mano de su rango en el dominio de la palabra escrita y degrada la palabra a un medio de comunicación […] esconde la letra manuscrita y por lo tanto el carácter. La máquina de escribir hace que todos [todas, todes, recomiendo sumar] se vean igual”. Y qué tal, para completar esto, lo que dijo McLuhan en su astronómicamente famoso libro, La Galaxia Gutenberg: “el rechazo que produce la tecnología como elemento deshumanizador, parece ignorar el descomunal poder homogeneizador de la tipografía”.
Y bueno, qué decir de los cambios derivados del quehacer artístico innovador que en el momento de su aparición fueron rechazados y que finalmente produjeron hondas transformaciones en nuestra percepción no sólo del arte, sino del mundo. El urinario de Marcel Duchamp (idea que, se ha revelado, plagió a la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven) no necesita mucha explicación sobre lo que significó para la historia del arte, la práctica artística y la experiencia estética, que de manera intermitente se convierten en zonas de confort, lugares adormecidos, obsoletos y sin vitalidad que hay que actualizar. Lo mismo sucedió con el impresionismo, el arte abstracto, el cubismo, etcétera… pasando por la invención de la perspectiva en el Renacimiento que, según leí un día, nos enseñó, literalmente a “ver” de esta manera, sí, con perspectiva, pues antes, de acuerdo a esta teoría, veíamos sólo en dos planos, tal y como la pintura “primitiva” —italiana— mostraba la realidad. Imaginemos: ver en dos planos y luego aprender a ver con profundidad. ¿Cómo nos quedó, no el ojo, sino la apreciación del mundo? También pienso en las maneras indescriptibles y asombrosas con las que poetas y novelistas han intervenido el lenguaje desde antes de las vanguardias del siglo XX, retorciéndolo, exprimiéndolo, destrozándolo, reinventándolo, y que también son ejemplos de cómo hemos intervenido, desde el arte, la herramienta con la que nos comunicamos. Y cómo, por supuesto, las reacciones a esto han sido espejo del contexto sociopolítico y cultural de las épocas en que se produjeron. En este sentido, propondría: autoricémonos todo, política y creativamente, permitámonos todo. Nuestra historia es un constante trasladar, transponer, traspasar, atravesar. Y, finalmente, cruzar.
Justo me acuerdo de una entrevista que le hicieron a John Cage, 1985, en donde, entre preguntas, comenta sobre el ruido del tráfico bajo su ventana en Manhattan: “primero pensé que no podría dormir a causa de ello. Pero luego encontré la manera de transponer los sonidos en imágenes para que pudieran entrar en mis sueños sin despertarme”. Encontrar la manera es una forma de aprendizaje. Y, como sabemos, a leer se aprende varias veces en la vida. Si quieres. Si te interesa la realidad, el presente. A escribir y a hablar, también.
Por todo esto es que creo que el: “¡se oye horrible!”, que tanta gente dice sin tapujos pero que muchas otras callan por no parecer superficiales, está en el trasfondo, muy poco mencionado, del debate en torno al lenguaje incluyente. Por eso aludo a los cambios en el ámbito de la experiencia estética y a las distintas reticencias que los cambios tecnológicos —el lenguaje es una tecnología— en todas las épocas, han enfrentado. De alguna manera definitiva, el arte, cosa sensible, nos vuelve receptivos a las distintas señales de nuestro tiempo.
Todo es impertinencia en el cambio que lentamente se ha arrastrado, ha caminado hasta nuestra casa, el habla, esa que ahora mismo está tocando la puerta del edificio de la lengua, ese andamiaje de reglas y normas, que no la deja entrar, todavía. Pero recordemos que a la lengua la hacen, desde su interior, los hablantes.
A veces me acuerdo de aquella lección judeocristiana del “ver para creer”, sobre la incredulidad de Tomás, que ha impregnado el marco del pensamiento occidental, pero que en realidad ha sido siempre: creer para ver. Somos seres de ideas, de creencias, convicciones y opiniones. Creemos primero y luego vemos lo que conviene a nuestro espectro de certidumbres. Hay que creer para ver, creer en serio en la inclusión, la igualdad, hay que creer en eliminar la marginación y la exclusión para, entonces, sí, ver, y reconocer, y nombrar. Es más, cuando nos preguntamos qué fue primero, el huevo o la gallina, lo que en realidad queremos averiguar, intuyo, es qué fue lo que nombramos primero; es decir, qué fue lo que buscando vimos, advertimos primero en nuestra realidad de quehaceres, carencias y necesidades. Hay que creer primero para dejar que a nuestro decir llegue eso que no estamos viendo porque no sabemos o no queremos que exista. Después de todo, la inteligencia es también la capacidad de adaptación al cambio y elegir, cuando nos es posible, es un acto maravilloso. Elegir, por ejemplo, eliminar de nuestro vehículo existencial el retrovisor y escoger manejarse siempre viendo el ultravisor.
Hace años leí este emocionante poema de Pessoa. Para mí, tiene todo que ver con este asunto:
Pobres de las flores de los arriates en los jardines simétricos
parecen temerosas de la policía
pero tan buenas son que florecen del mismo modo
y poseen la misma sonrisa antigua
que tuvieron para el primer mirar del primer ser humano
que las vio recién aparecidas y las rozó levemente
para saber si hablaban. EP
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