¿Qué fue del huerto urbano que empezó en la pandemia?

A raíz de un caso de éxito cercano, Fernando Clavijo escribe una reflexión sobre los huertos urbanos y lo que podemos aprender de ellos.

Texto de 03/01/22

A raíz de un caso de éxito cercano, Fernando Clavijo escribe una reflexión sobre los huertos urbanos y lo que podemos aprender de ellos.

Tiempo de lectura: 10 minutos

Como muchas otras personas, mi amiga Katya Hinke aprovechó el encierro de la pandemia para empezar un huerto casero. La combinación de encierro con tiempo libre fue para ella una oportunidad para explorar diferentes formas de vida.  El hartazgo con el modelo económico imperante, además, dio lugar a la búsqueda de formas de alimentación más sanas, sostenibles y alejadas de la industrialización. En el trabajo “Huertos urbanos… ¿fenómeno pasajero o nuevo estilo de vida ante la pandemia de la COVID-19?”, la investigadora Daniela Tarhuni y sus compañeros exploran algunos hallazgos basados en una encuesta a 8 mil personas, de donde se desprende que poco más de una tercera parte de la población tiene una actitud favorable a estos métodos productivos, independientemente de factores como género y nivel de ingreso. Es pronto para sacar conclusiones a nivel nacional, pero sí puedo relatar el caso de éxito de una persona que ha logrado resultados alentadores y derivar de ello algunas lecciones.

Hay quien tiene buena mano para las plantas, más tiempo y espacio, o sencillamente mejores condiciones para lo que decidió cultivar. Pero también está el trabajo, palabra a la que volveremos más de una vez. Veinte meses después de que empezara su huerto urbano, mi amiga muestra, a través de Instagram, frutos de todo tipo y lo que cocina con ellos. Tiene zanahorias coloridas, deformes y llenas de tierra, betabeles crudos y luego en ensalada, diferentes tipos de lechuga, moras y mermelada. Las cantidades no son despreciables. Da gusto, y quiero saber qué podemos aprender de su experiencia los que no hemos sido tan exitosos.

Quedamos pues en su casa con jardín un viernes a las 10 de la mañana. Toco la puerta a las 9:59 y me abre inmediatamente. Primera lección: seriedad. No entramos a la casa ni me pregunta por los amigos que tenemos en común sino que, luego de saludarnos, me lleva directamente al jardín y me muestra las camas de ladrillos que construyó el año pasado. Son de aproximadamente 1.20 x 2.40 metros, dos de ellas, y una tercera más angosta. No ocupan todo el jardín, que es un espacio amplio lleno de flores y tres árboles grandes.

Cuando entrevisto o visito a gente que se apasiona por lo que hace, normalmente, es innecesario hacer preguntas. Intervengo para acotar la conversación o cubrir un tema al que no hemos llegado. Aquí, a manera de guía, le digo a Katya que lo que me hizo poner atención a sus fotos fue la construcción de estas camas. Muchas personas documentan la creación de un huerto, pero pocas le ponen ladrillos (fueron 730 exactamente) y concreto. Confieso que en ese momento pensé “Katya, ¿qué haces?” Se veía todo tan definitivo.

No se ofende ni se ríe. Me explica que para las camas hicieron mediciones con escuadras y cálculo avanzado porque no querían les quedaran chuecas. Aprendieron a preparar mezcla y entre ella y Mario —su pareja— hicieron todo el trabajo. Para rellenarlas utilizaron el método “lasaña”, que consiste en formar capas de diferentes materias: primero ramas secas del propio jardín, luego pastos verdes, seguido de hojas secas, después verde de nuevo y otra vez seco. Así se llenan tres cuartas partes del hueco y al final se añade composta y tierra.

En mi visita tenían papas y betabel por un lado, dos tipos de lechuga en otra parte cubierta con malla; pepino, perejil y calabacitas en otra. Caminando aparentemente sin ton ni son, la luz o los productos llevan a Katya de una planta a otra. Se acerca a las lechugas, y cuando pregunto por la malla me dice que los caracoles se comen en una noche lo que toma seis semanas de cuidados.

Las plagas son un problema. En la azotea en la que hace décadas empezó su primer huerto urbano el problema eran las orugas. Aquí son los caracoles. En el día se puede ver uno que otro entre las acelgas, que usan más como refugio que como comida, pero por la noche llegan en grupo. “Una vez bajé a las 11 de la noche”, me dice, “y empecé a arrancarlos, eran como 300.” Esa vez los mató, pero en otra ocasión Mario los preparó para comerlos. Pienso por un segundo en El Barón Rampante de Italo Calvino, en cómo intentaba liberarlos de una muerte segura a base de purga y salmuera. “Son ricos, pero es mejor que no los haya”.

La reacción parece un poco visceral y hasta cruel. Pero el comentario sobre las seis semanas me engancha. Las plantas que aquí crecen no son semillas que lanzó a la tierra con una persignada. Más bien, son las plántulas que han sobrevivido a un proceso de selección que requiere cuidado y atención diarios. Otra lección práctica para los huerteros principiantes: paciencia. 

Katya pone las semillas sobre un papel húmedo dentro de charolitas de plástico como las que se usan para vender lechugas en el supermercado. En ese momento, las semillas no necesitan luz, solo calor y humedad, por eso las mantiene en su mesa del comedor-cocina. Al cabo de dos semanas puede verse —con lentes— que algunas, digamos un 20% de estas, han logrado producir un pequeño brote verde. Estas semillas exitosas son transferidas de manera individual a pequeñas cantidades de tierra fértil envuelta con papel periódico. Mi amiga las guarda también dentro de su casa, por el calor pero sobre todo por la amenaza de los caracoles. Una vez que la planta ha logrado salir de la tierra (aquí el éxito es de un 70 u 80%), Katya la pone al sol todas las mañanas y la guarda al atardecer para que el tallo no crezca demasiado en busca de la luz solar (fenómeno conocido como etiolación) y pueda dar lugar a sus primeras hojas. Cuando la planta tiene seis hojitas reales (es decir cotiledones), es momento de trasplantarla con todo y su tierra a las camas del jardín. En eso se van las seis semanas que hace que los caracoles se vuelvan tan monstruosos.

Hay otras plagas, por supuesto. Ha tenido encontronazos con las ardillas, pero estas también le plantaron un árbol de aguacate que ya da fruto. Luego están el pulgón y la mosca blanca, bichos que se combaten principalmente poniendo atención, porque lo primero es verlos; luego, con preparaciones jabonosas sencillas. Algo muy bonito es que resulta que hay plantas que sirven de escudo ante las plagas. Un ejemplo es el mastuerzo, que además de proteger contra hongos tiene una flor anaranjada que es comestible. Esta flor también es muy atractiva para los bichitos que actúan como polinizadores. Por esto es importante mantener un huerto en algo parecido más a la jardinería que a la agricultura comercial. La diversidad de plantas provee sombra, promueve la salud química del suelo y, como en este ejemplo, ayuda en la fertilización. Además, la diversidad es hermosa. De la parte baja del mastuerzo se asoma una enredadera con azalia, bugambilia y zarzamora. También tiene floripondios, cuetillo y rosas de castilla.

“Mientras habla, Katya va revisando sus plantas con gran atención y cariño, lo cual parece ser la característica más importante para un buen huertero. Poner atención, además de dar resultados, es su propio premio”.

Mientras habla, Katya va revisando sus plantas con gran atención y cariño, lo cual parece ser la característica más importante para un buen huertero. Poner atención, además de dar resultados, es su propio premio. Se maravilla cuando ve un chile. Encuentra una planta de jitomate cuyo tallo parece muy oscuro, “mira” me dice agarrándolo, “esto es un hongo, se ve como baboso y la planta pierde vitalidad, lo mejor es arrancarlo de raíz” y ahí mismo lo arranca. Salva los jitomates, pues estos deben cosecharse antes de estar maduros. “Cuando aprendí a cosechar jitomate, empecé a tener dos kilos por semana y entonces mi hijo —que antes no comía tomate— agarró el gusto por comérselos directamente de la planta, sin lavar ni nada. Luego aprendí que como maduran de adentro para afuera, es mejor quitarlos cuando todavía no están y los terminas madurando al sol en una ventana, así evitas que se te pudran o agusanen”.

La planta arrancada va a la basura. Normalmente iría a la composta, pero teme que el hongo enferme la tierra. “La tierra también está viva, o debe estarlo, y no queremos ponerle nada que la enferme”. Cuando empezó a escarbar en lugares donde había plantas ornamentales desde hacía muchos años, vio que la tierra era seca, muy fina y arenosa. Esa era tierra muerta, la tierra sana debe ser oscura, con lombrices y materia vegetal. Pero sobre todo, olorosa.

Aprendo de todo siguiéndola mientras fuma quemando hormigas con su ceniza, apachurrando un pulgón entre índice y pulgar, o admirando una nueva hoja en una planta pequeña. Me hace notar, por ejemplo, que las moras en general son rastreras y que la fresa (la única fruta con las semillas por fuera) es invasiva y por ello es mejor tenerla en corredores o macetas. Esto es cierto también de la mayoría de las hierbas de olor.

“Este proceso de aprendizaje no es estructurado, por más que uno lo quiera, sino de tropezones. Se aprende haciendo, sabiendo que entre las primeras lecciones están la paciencia y su otra cara, la frustración. Las cosas toman tiempo —un tiempo no urbano— y no siempre salen como uno espera”.

Este proceso de aprendizaje no es estructurado, por más que uno lo quiera, sino de tropezones. Se aprende haciendo, sabiendo que entre las primeras lecciones están la paciencia y su otra cara, la frustración. Las cosas toman tiempo —un tiempo no urbano— y no siempre salen como uno espera. El huertero puede poner todo su empeño, proveer tierra y agua, procurar las horas de luz necesarias, pero falta que la planta “quiera”. Noto que Katya dice “al tomate no le gusta estar mojado, solo hay que regarle la tierrita”, o “estas plantitas necesitan una guía porque no les gusta arrastrarse, están mejor más arriba”, como si las plantas tuvieran voluntad. Ella lo compara con los hijos: cuando se fertiliza el óvulo uno sabe que vendrá un infante, seguramente humano, pero no se sabe si tendrá el pelo rizado, si será malhumorado, tendrá cara de soñador o de militar. Eso mismo se vuelve una fuente de maravilla: ya que sabemos que van a salir betabeles, por ejemplo, solo queda esperar a ver si salen largos o gordos, chicos o grandes. La perfección de la imperfección.

Además de frustración y paciencia, el proceso de aprendizaje trajo sorpresas y maestros. Para mí también fue una sorpresa escuchar de Katya que la alcaldía Álvaro Obregón tiene recepción y donación de composta de manera gratuita. Para ello basta con llenar un folio SUAC (Sistema Unificado de Atención Ciudadana) en línea. Además, la alcaldía provee semillas y hace vinculación entre huerteros y comuneros, de modo que pudo tomar cursos de agroecología en los que aprendió, por ejemplo, a mezclar abono con estiércol (donado por los establos de Rancho San Francisco), levadura y pulque, en una tropicalización tlaxcalteca del proceso japonés de composta conocido como Bokashi

Estos recursos fomentan la sustentabilidad pero también fortalecen el tejido social. La vecindad es una gran parte de la vida de mi amiga. Con la pandemia ir al supermercado se convirtió en un riesgo, así que empezó a frecuentar la miscelánea cercana. Ahora conoce mejor a sus vecinos, lo que la hace sentir más segura. “Nos cuidamos entre todos, y formamos una cultura de la paz”. Aparte de los cursos, encontró canales de YouTube de los que ha aprendido mucho. Dos ejemplos son La huertina de Toni, y Cosas del jardín, este último con un enfoque más científico.

Entramos a la casa y subimos a la cocina-comedor-sala de estar. Una gran mesa al centro tenía semillas por germinar, libros, pan y tazas. Al fondo estaba la sala con libros, fotos y las macetas pequeñas que todos los días Katya saca al sol del patiecito adjunto y vuelve a meter al atardecer. Un desmadre de esos que hacen que las casas se vean vivas. Nos sentamos a la mesa a hablar y, en mi caso, descansar un poco. Me ofreció del pan hecho por Mario y un café con leche. Que todo en la vida fuera sentarse a platicar con una amiga y untar mantequilla al pan para probar las mermeladas hechas por ella y por su madre. Mango con maracuyá. Ciruela betabel. Además, me regala un frasco de guayabas en almíbar. No imagino un escenario de mayor calidez y confianza.

Sentados a la mesa, la conversación pasa naturalmente del huerto a la cocina. Me interesa su página de Instagram (@cocina_para_celebrar), en la que comparte recetas con entusiasmo y generosidad. Gran parte de ellas son del centro de Europa, pues los Shultze son daneses y los Hinke alemanes. El apellido Hinke es conocido por algunos miembros de mi familia porque Casa Hinke es la ferretería más conocida de Oruro, un pueblo minero del altiplano boliviano. Cuando Katya ha visitado mi casa ha llevado pasteles de manzana listos para el horno de leña. También una tarta de puré de papa con costra de una masa muy ligera bañada en mantequilla, todo espolvoreado con cebolla verde. Pero en su página también he visto tamales, tortillas de harina y mucbipollo.

Se acercaba la hora de comer. “Ay, se me olvidó sacar a descongelar los chamorros”, exclamó. Los sacó del congelador y ahí pude ver bolsas Ziploc con puré de manzana y de calabaza. Le pregunté cómo iba a cocinar los chamorros. “No sé”, me contestó, “los viernes como hoy pongo música y veo qué voy a hacer de comer el fin de semana. Dime tú cómo los haces.” Le sugerí usar sus hinojos y un mirepoix para crear una base aromática, dorar allí los chamorros y luego cocer todo en una mezcla de vino blanco y caldo. En las ollas de hierro puede hacerse a fuego lento en dos o tres horas (en las slow cookers comerciales se puede programar para una cocción de hasta ocho horas sin peligro, tampoco nos pongamos radicales). Le gustó la idea.

“Sembrar y cosechar su propia fruta y vegetales es también salirse del modelo de consumo capitalista, no solo porque deja de comprar los alimentos (que a su vez nutren a una red casi inimaginable de logística y capital) sino que la apreciación que tiene por ellos va más allá de lo que podría expresar el precio (un chile, que es tan barato, ¡toma seis meses en salir!)”.

Al igual que el pan con mantequilla que comimos, la preparación más sofisticada se disfruta mejor cuando se comparte. “La idea es celebrar la vida diaria”, me dice, “y con eso hacerle justicia a los ingredientes y a la propia tierra que nos da de comer.” Se maravilla del milagro de la tierra, y recuerda que el dinero no se come. Con esto mezcla dos temas de manera muy convincente: la comunidad es lo contrario del capitalismo. Compartir los recursos y la seguridad con sus vecinos equivale a dejar de vivir sola y alentar una economía local donde no manda el capital sino el trabajo. Sembrar y cosechar su propia fruta y vegetales es también salirse del modelo de consumo capitalista, no solo porque deja de comprar los alimentos (que a su vez nutren a una red casi inimaginable de logística y capital) sino que la apreciación que tiene por ellos va más allá de lo que podría expresar el precio (“un chile, que es tan barato, ¡toma seis meses en salir!”). De igual manera, compartir su recetario familiar es salirse de la lógica de la propiedad individual de algo que siempre ha sido comunitario: el conocimiento. “Nunca haría de esto un negocio”, reflexiona, “el hecho de salirme del mercado es liberador, tengo otros tiempos y otras prioridades.” Y así es, llena de lodo hasta el cuello pasa tiempo con su sobrina en el jardín, trabajando y sudando como iguales. “En el trabajo manual se pierden las jerarquías tradicionales, no hay jóvenes o viejos, ni ricos o pobres, solo cuentan el trabajo y el disfrute”. 

Su énfasis en el disfrute del trabajo y en que “el ocio bien utilizado produce bienestar” me pareció más una postura filosófica que un capricho. Me recordó la idea que tengo sobre las acepciones de la palabra trabajo. Se lo comenté y juntos llegamos a las siguientes aproximaciones: el trabajo como lo que uno hace para ganarse la vida es empleo; lo que se hace porque debe hacerse y nadie más lo va a hacer es responsabilidad; el trabajo creativo es obra; y el trabajo del campo es labor o manualidad. La remuneración se sale completamente de las últimas acepciones y tal vez ese sea su mayor encanto. Lo que Katya hace es sencillo pero no fácil, cuesta trabajo, y eso es justamente lo que le da tanto valor. EP

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