Claro que las fuerzas conservadoras –las de la izquierda y la derecha, que siempre se están dando la sudorosa mano por la espalda– iban a poner el grito en el cielo ante la cosa más normal del mundo: la intervención cívica.
Olvídame y pega la vuelta. También titulado: El original es infiel a la traducción
Claro que las fuerzas conservadoras –las de la izquierda y la derecha, que siempre se están dando la sudorosa mano por la espalda– iban a poner el grito en el cielo ante la cosa más normal del mundo: la intervención cívica.
Texto de Alonso Ruvalcaba 02/10/20
Verán: en el año 2001 compré un libro, uno de los grandes: El halcón maltés de Hammett, que había leído de morrito en una edición de Serie Negra de Bruguera (la de los lomos grises). Este recién comprado era un ejemplar de bolsillo, de Dell, 1957, que originalmente costó 50 centavos. Este que ven, engaño colorido:
Han pasado diecinueve años y todavía lo leo de vez en cuando, nomás por ver si me encuentro una nota, un subrayado. Sé que lo compré en 2001 porque entre sus páginas sigue metido este comprobante:
Verán: en el año 2003 compré otro libro, otro de los grandes: El ruido y la furia de Faulkner, que creo había yo leído en la edición “a colores” que circulaba en internet hacia 1996. Este recién comprado era el de Penguin Modern Classics, el de 1964. Este que ven, vano artificio del cuidado:
Han pasado diecisiete años. Han pasado terremotos, una influenza, amor y falta de amor, mudanzas, balcones abiertos e invitantes, humillaciones, una pandemia, tres perras dormidas en mi cama y yo levantándome en silencio para no despertarlas, y todavía leo ese libro de vez en cuando nomás por ver si me encuentro una nota, un subrayado. Sé que lo compré en 2003 porque entre sus páginas sigue ahí metido este comprobante:
Verán también que no nomás estoy hablándoles de mis idas a las librerías de viejo o de mis idas al banco a depositar 500 pesos de los de entonces. Verán que tengo una cosita que decir.
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Esto pasó.
Una mujer restauró un cristo en Borja. A medio mundo pareció gustarle decir que esa mujer “no era pintora”, “que no tenía las habilidades”, cosas así. (No me tienen que creer a mí. Acá hay un ejemplo y otro y otro.) Ustedes conocen la historia. Las presiones del enredijo social hicieron que esta mujer dijera que no era pintora. La obra restaurada era un Ecce homo de un tal Elías García Martínez postrado con la vista al cielo en un muro del Santuario de Misericordia de Borja, Zaragoza, España, y la restauradora una tal Cecilia Giménez. Esta pintora fue e intervino el Ecce homo. La pieza se veía así antes de que fuera restaurada:
Después se veía así:
Por supuesto que las fuerzas conservadoras –disfrazadas de izquierda o de derecha– iban a poner el grito en el cielo cuando se refirieran a la restauración de aquel Ecce homo. Un pobre tonto llamado Vicente Verdú escribió (El País, 24 de agosto, 2012) que era una “birria” –cosa de poco valor, pero también mamarracho, adefesio– darle importancia a aquella intervención, “que no tiene importancia artística alguna”, en un mundo “sin orden cultural y moral” (dafok?). Luego, el Centro de Estudios Borjanos invitó a “adoptar las medidas precisas para que no se repitan actuaciones como ésta que, al margen de sus motivaciones, deben ser contundentemente reprobadas”. Los textos no bajaban de “basura” al Cristo restaurado.
Y ninguno de ellos decidió ver, de veras ver, el nuevo Ecce homo. Pero el Ecce homo de Cecilia Giménez es algo. Es un monstruo que emite un grito sin boca, un cristo sin sexo que no tiene los ojos en el cielo sino en un punto escondido en quien lo contempla. Es hijo del expresionismo kitsch. También es hijo de Mvnch, de Georges Franju, acaso de Buñuel. Es el sueño de un Villaurrutia católico, siempre detenido entre emitir su grito impronunciable y pronunciar su negro silencio de estatua que despierta con los ojos espantados, que despierta de miedo en medio de una pesadilla llena de agujeros de sonido, si es que algo puede estar lleno de agujeros. Díganme o no me digan si no:
En esta pieza de Giménez confluyen, además, dos tradiciones del arte subversivo. Primero: la apropiación. La obra “original” de García Martínez era varias cosas pero no “original”. (Favor de atender a las comillas.) Era una reproducción burocrática de eccehomos repetidos hasta el vértigo —su ascendente directo es el del boloñés Guido Reni—. Cuando Cecilia Giménez lo intervino estaba cayéndose a pedazos. Cuando Góngora se apropió del soneto de Bernardo Tasso: “Mentre che l’aureo crin v’ondeggia intorno/ all’ampia fronte con leggiadro errore” y lo reescribió “Mientras por competir con tu cabello/ oro bruñido al sol relumbra en vano”, el soneto de Tasso estaba infinitamente más vivo que el cristo ese de García Martínez. Todas las artistas —mujeres, hombres y lxs demás— se han sumado a la apropiación desde el principio de los tiempos: han robado, mejorado, empeorado, hackeado, reescrito y reescribido. Manet sobre Rafael, Picasso sobre Velázquez, Giménez sobre García Martínez.
(Ugh. Hablar de autores y autoras es tan simple, tan burocrático. Lo hago orita nomás en nombre de la discusión. Pero nada de eso existe; todo eso es una necia diligencia errada, es un afán caduco y, bien mirado, lo que sí existe son las leyes de la termodinámica social: las presiones intelectuales, religiosas, incluso individuales, internas, que llevan a la producción de una obra cualquiera. Tú, que lees esto ahora mismo, no eres realmente la autora de tu ensayo-novela-autoficción; y ese libro tuyo, autor, es en realidad una estación más en el sistema de transporte colectivo que llamamos cultura.)
La segunda tradición subversiva que está en la pieza de Giménez es la de la obliteración: la destrucción creativa. Esta tradición es muy visible en el graffiti. Cualquier grafitera sabe que la pared que ocupa tiene una vida larga pero que a su rayón le toca sufrir alteraciones, manchas, bombazos, tagueos, nuevas rayas. El graffiti está condenado a lo “efímero” (todo arte lo está, pero no todos sus artistas lo aceptan (ja: ¿se acuerdan que Cuevas pintó un “mural efímero” en la Zona Rosa en 1967? ¿Y todavía lo llamó Mural efímero? La audacia. ¿Nadie le habrá dicho: Mmm sí men o sea un graffiti?)). El graffiti es una invitación a la mácula o a la limpieza profunda. Quien pinta en una pared está gritando te dije que no pendejo no. También está retando: aber bórrenme. Y su pieza será borrada o pintada encima. Ni pedo: así es esto.
Todos creamos para que lo creado sea destruido. Creamos para ofrendar lo creado en el altar de los dioses del hackeo a ver qué hacen con nuestra pieza. (El gran dios del hackeo es Tláloc, con sus goggles covid y siempre a punto de lanzarse a un río o al drenaje profundo de la vieja Tenochtitlan a recuperar no sé qué jade, no sé qué ajorca. (Confesión: cuando yo era un niño de seis/siete años quería ser Tláloc. A veces me ponía mis goggles y toda la cosa.)) Hacer algo es entregar ese algo al agua o al fuego. La inteligencia es ensayo, el ensayo es intervención y la intervención es, al final, destrucción. Es llegar y editar; es reacomodar y, en el reacomodo, borrar. Ni pedo: así es esto.
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Entonces: editar es intervenir. Uno edita: corta, reacomoda, comenta. No es necesario editar profesionalmente para editar. (Igual que a nadie le tienen que pagar por sus graffitis para ir a mancillar un muro cualquiera de pinche palacio nacional.) La edición es un mensaje, un delicado mensaje que una mente envía a otra mente. Verán, cuando en 2001 compré El halcón maltés de Hammett segunda mano me pareció lindísimo encontrar las dudas y los subrayados de una persona muy aplicada. Una lectora (o un lector) que de veras estaba preguntándose cosas sobre el texto que tenía enfrente. Anotaba en lápiz de color, y yo la alcanzaba a ver del otro lado de un puente larguísimo hecho de años y silencios:
Creo que en estos momentos está mal visto hablar de uno mismo —“necesitamos contar otras historias”, según Josemaría Camacho—, o tal vez está mal visto decir que necesitamos contar otras historias —según Luis Reséndiz—, o tal vez está mal visto ser hombre y decir que está mal hablar de uno mismo —según Sofía Téllez—, pero de veras esto que voy a decir me pasó a mí y, limitado como soy, no tengo otra forma de contarlo.
Así que:
Yo ya rayaba mis libros desde antes (y los de los demás también) pero comprar libros usados me reveló el roce de la primera mano, la preciosa sensación de que mi mano fuera la segunda mano de la que hablaban los libreros. Y algo más.
Verán: en 2003, dos años después de comprar El halcón maltés, compré El ruido y la furia de Faulkner en alguna librería de viejo. Nunca sabré en cuál, así que mejor ni voy a pensar en eso. Llegando a mi casa, después de saludar a mi perra Lula y tirarme con ella en la cama, su cabeza sobre mi rodilla (era impresionante cómo la wey fingía quedarse dormida en dos o tres segundos; así de que se acostaba, ponía la cabecita en mi rodilla y hasta hacía como que roncaba: esa perra hoy sería estrella de instagram o de Dodo; lástima que murió, pero todo muere siempre); después de eso abrí El ruido y la furia en la página legal. Entonces sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré porque esto no es un ensayo sobre mis emociones sino sobre la intervención, la edición, el hackeo y el graffiti. (También es sobre plagio, pero todos los plagios de este texto son en vivo. Quien los cache los cachó.) En la página legal de El ruido y la furia estaba esta anotación:
Era la misma letra, el mismo lápiz, la misma presión sobre el papel que había encontrado dos años antes en el libro de Hammett. ¿Sienten ustedes, como yo sentí entonces, un tenue aviso espiritual que recorre el puente tembloroso de años y cuerdas y bastiones? ¿No les parece a ustedes también un encuentro único, facultado por la intervención, propiciado por la intervención, por un negarse a aceptar el texto como nos lo quieren dar, por un decirle a la pared blanca No y ponerle un rayón que la macule para siempre? (O: hasta que la vuelvan a pintar.) ¿Un poner fin a la impaciencia, un silenciar lo que queda para luego? ¿Un decirle ya no a la seca dictadura del después? Yo sí lo siento. Les juro que lo siento. Imposiblemente, también puedo ver a la persona que rayó esos dos libros pensando no en mí pero pensando en alguien que soy yo.
Eso también pasó.
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Nos cuesta trabajo la intervención. Hasta el comentario, que ni toca la obra, parece causar urticaria. La edición nos cuesta trabajo —si es de nuestra propia obra, claro; queremos tallerear al prójimo, ser tallereados pues no tanto—. Hay escritores (y escritoras) que nomás no se dejan intervenir, es decir: editar. Hay editores que ponen el grito en la nube si los editas. Lo terrible, esta cosa con la que tenemos que vivir, es que la intervención es fluctuante. Un texto o un platillo o una pared o un monumento no son intervenidos desde el mismo timbre ideológico todo el tiempo. (Ya sé, ya sé: una obviedad más para la colección.) La intervención es fluctuante, inestable.
Aquí estamos entre amics. Y como que aquí entre nos es fácil saber de qué lado nos formamos, ¿no? Del izquierdo, se entiende. Morras tirando el pinche monumento a la madre: obviamente a favor. Morras interviniendo los óleos piteros de la CNDH: cuenten conmigo. Morras a punto de quemar la puerta de palacio: denme un minuto y voy por gasolina. La Banda Mierdas rayando encima de un muro del puto PRI en Neza: pásenme un aerosol y me sumo ahorita.
Y sin embargo:
Y sin embargo si ahí detuviera mi hacerme preguntas, como que esto quedaría incompleto. Como que me quedaría con algo, con el sabor de que no me hice una pregunta más. La menos feliz de ellas.
Yo soy editor. Lo sería aunque no me pagaran porque todo el tiempo estoy queriendo meterme con la cosa que tengo enfrente: mancho la pared, le pongo sal o limón o chiles toreados al platillo, rayoneo el texto, rayoneo más el dibujo. No puedo no. Aquí abajo hay tres ediciones que nadie me encargó pero que en mi mente necesitaban ser emitidas. Están en grados de intensidad. La primera es un comentario de cuates, la segunda es la señal de una errata, la tercera pues ya la verán:
(¿No odian cuando un gran libro tiene una erratota? La segunda imagen pertenece a mi libro favorito de todos los tiempos: Cuatro ensayos sobre arte poética de Antonio Alatorre. De verdad en español no necesitan leer nada más. Con éste tienen: hay capas y capas de sabiduría y significado metidas en cada página. Pero no mamen: qué pedo que se les fue ‘pusilámino’ en vez de ‘pusilánimo’. Obvio no rima con ‘ánimo’, verso 2, ni con ‘magnánimo’, verso 6. Más coraje da porque en la introducción Alatorre agradece a Antonio Carreira, máster gongorista, su lectura cuidadosa de las pruebas del volumen. “Gracias a él —dice mi abue Alatorre—, es bien posible que se haya realizado aquí el muy elusivo ideal del libro sin erratas.” Regla de oro: nunca digas que algo no tiene erratas. Cuatro ensayos sobre arte poética tiene como cien.)
Pero la intervención es fluctuante, como que hace dudar (de vez en cuando). Está hecha como de rías de edición. Para personas como nosotrxs —asumo que estamos entre amics— es fácil pensar por ejemplo que si hay que ir a pintarrajear el pinche hemiciclo a juárez de esta maldita ciudad moribunda y feminicida lo vamos a hacer. Me vale diez kilos de verga un pedazo blancuzco de mármol y con toda humildad pondré tu nombre y el de ella y el de ella en color púrpura con mi horrible caligrafía: ahí estará mi rayón también.
Y sin embargo hay intervenciones que están al revés, pero es necesario reconocerlas como intervenciones. Intervenir es humano. Como que en el fondo de la mente uno dice No: esto en realidad está siendo desintervenido. Un ejemplo fácil es el de los limpiapintas que se pusieron a borrar los graffitis de palacio hace un par de semanas (aparte de todo, arruinaron las paredes del edificio; ¿no les digo?). Esa segunda intervención está al revés porque es derecha pura, como AMLO y sus canchanchanes son derecha pura.
Pero voy a tratar de dar un ejemplo con tantita más textura.
Hagan de cuenta que yo escribo la locución ‘home office’ en un equis texto pandémico. (Todxs estamos padeciendo la pandemia y una cierta parte de esxs todxs hemos podido hacer home office, bendito sea dios.) En el texto escribo esta frase —una frase cualquiera en ese texto cualquiera:
el cuarto con ventanas a otros cuartos con el mismo papel descolorido donde un hombre en camisa hace home office
Entonces envío el texto y se me aparece una editora que me dice algo parecido a esto:
De alguna forma esta persona tiene suficiente clout para intervenir o querer intervenir nuestra dicción, pero su intervención viene desde la derecha. Quiere fijeza: no movimiento, no fluctuación. ¿#MejorEnEspañol? Says who amiga? Yo sé que yo no pienso eso. (Yo no sé mucho español, eso es cierto. Pero @apchavira tampoco, tons no me preocupo.) (Jajaja. Esperen. Esperen. Ni me había dado cuenta de eso de “se sientan tan modernos” en el tuip de acá arriba. No ma. Chido su cotto. ¿Alguien aquí siente algo sobre sí misma cuando dice home office? ¿No sería rarísimo decir: “sí: me siento “moderno/a”; y considerando eso, y el hecho de que mi ‘oficina’ está en mi ‘hogar’, digamos, emitiré la siguiente locución: home office”? Jeez.)
Nope. El español no es mejor o peor que nada. Hablarlo o decidir usarlo no es mejor o peor que nada. Ningún idioma entra a una escala de calidad. Imaginar que sí es acercarse a pensar que si es mejor el idioma, de alguna manera es mejor su hablante. Y miren lo que está pasando en el mundo —bueno, no esferifiquemos: miren lo que está pasando en “México”—: esas ideas y un montón de ideas interrelacionadas con ellas son justo lo que nos está hundiendo en este limo antiinmigrantes, antimujeres, antitrans, antiaborto, antidrogas, antinoche y antimentes que ya nos va llegando al cuello. (No me hagan caso a mí. Yo no sé nada. Pero sí lean Surviving autocracy, un libro brutal de Masha Gessen que salió a mitad de este año. Les juro que dentro de una década, cuando estemos erosionándonos en el último de los apandos, preguntándonos puta cómo pasó esto, si de alguna forma logramos seguir pensando, y podemos leer ese libro diremos: Ese tal Masha sí nos avisó, we. Ese cabrón dijo que esto iba a pasar. Y neta:
Esto pasó.)
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(Lo de aquí arriba, escrito en más párrafos de lo que debía, quiso decir: me gusta intervenir y me gusta ser intervenido. Nomás que no quiero ser intervenido por la derecha.)
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No lo sé pero asumo que ustedes alcanzan a ver el problema de esas ideas. Poner home office en cursivas es formarse por la derecha: es una intervención desde lo “correcto” y lo correcto es lo recto y lo recto es la derecta. Home office no tiene “alternativas” porque hay un idioma compartido (si el idioma no es compartido entonces no es idioma; un idioma requiere que se diga y se entienda, no que alguien nos diga qué le parece que está en “español” y qué no) y en ese idioma ‘home office’ es home office.
(En las edades de fuego y aire sólo había una palabra inmensa y sin revés, palabra como un sol; un día se rompió en fragmentos diminutos: son las palabras del lenguaje que hablamos, fragmentos que nunca se unirán: espejos rotos donde el mundo se mira destrozado.)
Home office tiene tres sílabas, con un acento más o menos notable en la segunda o. No es para nada lo mismo decir: “el cuarto con ventanas a otros cuartos con el mismo papel descolorido donde un hombre en camisa hace home office” que decir:
el cuarto con ventanas a otros cuartos con el mismo papel descolorido donde un hombre en camisa hace trabajo remoto
o que decir:
el cuarto con ventanas a otros cuartos con el mismo papel descolorido donde un hombre en camisa trabaja desde su cama
Sencillamente no lo es porque si dices home office, además de todo, tu frase está formada por tres endecasílabos, cada uno de los cuales tiene un acento en 6 (además del obligatorio en 10: ó-fis), y cualquier corrección de estilo va a destruir eso.
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Parece redundante decir que odio las cursivas que le piden permiso a la academia. Las que señalan, según esto, frases o palabras que están en “otros idiomas”; o las que señalan palabras nuevas o que a los editores les parecen nuevas. He visto que las ponen a “groserías”: no mamar. He visto que las ponen a platillos: beef wellington. En el fondo lo que hacen es pedir que cambiemos la dicción. Nos piden que digamos otra cosa, una cosa más acomodaticia. Son cursivas transigentes: aderechadas.
Las ocupan en todos lados. Me ha pasado en La Jornada, en Catadores, en Bon Appétit. Se les da, vaya. Se les facilita el lápiz. Los editores (y también las editoras: en cursivas vetustas hay una equidad de género que ya quisiera la 4T) obtienen una satisfacción curiosa en poner cursivas. Le ponen cursivas a cuanta cosa. Vaya, en la pinche Jornada le habrían puesto cursivas a cuanta cosa. Avientan cursivas aquí. Las avientan allá.
Y ahora me acaba de entrar una duda terrible e imposible de solucionar. La editora de este texto ¿puso en cursivas ↑ ese ‘aquí’, ↑
ese ‘allá’ de las dos frases que cierran el párrafo anterior? Hoy que voy terminando de escribir este texto —días, estaciones, años, tal vez siglos antes de que tú lo leas— me da muchísima curiosidad la respuesta a esa pregunta. ¿Dijo la editora, y tal vez justificó su decir, “Es que ese aquí va en cursivas”? O acaso en voz aún más alta o aún más baja, o sin preguntarle a nadie, sublevada y valiente, emocionada incluso por la transgresión, ¿dijo: “‘aquí’ no va en cursivas”, y borró su anotación anterior, escrita a mano en el imaginario margen del pdf?, ¿borró la anotación mental que decía: curs? (Soy viejo; en mis tiempos usábamos la anotación curs para pedirle al linotipista que pusiera en cursivas las palabras señaladas.)
Si no morí entre este instante (este instante inmaterial antes de que cierre paréntesis para poder teclear la letra y) y la hora en que leí este texto publicado, si lo leyere, ahora mismo que tú lees esto —esto— yo ya sé: ya sé si ‘aquí’ o ‘allá’ se ve en cursivas al final del párrafo antepasado. ¿Sobrevivió curs? ¿Qué tan intervenido está este ensayo? Lo sabré pero lo habré sabido exactamente en el mismo momento de la lectura de este texto en que tú lo hayas sabido, persona que lee este texto, persona de quien no sé nada, ignorante tú de todo lo que no sabes, igualita que yo, los dos flotando del otro lado del balcón de la incertidumbre.
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No digo que lo siguiente esté sucediendo en tu cerebro ahora mismo, ni que esté sucediendo en el mío, pero hay veces que queremos exigirle al ensayo que nos diga una última cosa, que nos dé una flor final de su florilegio. Queremos intervenirlo: someterlo a la tiranía de la conclusión. Intervenirlo en lugar de dejarlo ir, en lugar de dejarlo cerrarse o doblarse sobre sí mismo o caerse como la bici andando aún pero ya sin nadie un metro más, la bici de la que me acabo de bajar en este instante. EP
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