María Richardson narra su experiencia con una enfermedad crónica compleja y sus implicaciones; además, reflexiona sobre la urgente necesidad de visibilidad en torno a este tipo de enfermedades para mejorar el diagnóstico y la vida cotidiana de quienes las padecen.
Mirando las nubes desde la enfermedad crónica
María Richardson narra su experiencia con una enfermedad crónica compleja y sus implicaciones; además, reflexiona sobre la urgente necesidad de visibilidad en torno a este tipo de enfermedades para mejorar el diagnóstico y la vida cotidiana de quienes las padecen.
Texto de María Richardson 26/04/21
Estoy aprendiendo a nombrar las nubes: para apreciar sus sutilezas, para anclar la mirada con mayor interés en un punto y dejar que la escena cambie a su propia prisa. La nomenclatura en latín es mi punto de partida, pero los referentes propios cristalizan las formas. Los cirrus son esas hebras blancas que amenazan la vela del barco en Ground Swell de Edward Hopper, advirtiendo una tormenta. Sé poco aún sobre los altocumulus que imitan las curvas de la tierra en Paisaje con el Iztaccíhuatl del Dr. Atl, pero estudio seguido los altostratus translucidus, que siempre asumí espejismos de la contaminación, en esta Ciudad de México.
Como afirma la Guía del observador de nubes, el cielo es un espectáculo sin costo. Otra ventaja del pasatiempo es que lo puedo hacer acostada, aunque requiera a veces lentes oscuros. Yo paso gran parte de mi tiempo acostada. Medito, mido las sombras sobre el techo blanco, pero me es más fácil ampliar el pensamiento ante las nubes.
Desde una azotea en la Ciudad de México, imagino a mis antepasadas en Jalisco y en County Wexford escapando de la preocupación o leyendo el cielo para saber si es factible ir al mercado esa tarde. Busco en ellas, en nuestro código compartido, respuestas sobre los orígenes de mi enfermedad. Quizás aparezca por ahí una precursora con hiperlaxitud y pies de arcos altos que, tras un largo viaje y una infección, se convirtió en la tía enfermiza, la prima de párrafos cortos, puntos suspensivos, páginas en blanco.
Identificar mi malestar ha sido un proceso largo. Mi único diagnóstico con biomarcador es el síndrome de taquicardia ortostática postural (POTS, por sus siglas en inglés). POTS es un tipo de disautonomía, que implica una falla en el Sistema Nervioso Autónomo, aquel que controla procesos involuntarios como la digestión, la respiración y la presión sanguínea.
Desde hace muchos años —tantos que no los cuento— estar parada en una fila me resulta extraordinariamente incómodo, el sol me derrite muy pronto, enrollo las piernas de forma creativa en torno a las sillas. Pero hace un par de años las señales se volvieron más burdas. Al lavar los platos, mis pies se encharcan: las venas se abultan y la presión de un dedo deja su huella sobre mi piel blanca tornada roja hacia morada. El corazón entra en pánico y bombea más rápido para repartir mejor la sangre: sube de 70 a 95 a 110 latidos por minuto. Obedezco las señales de presíncope y me acuesto.
POTS es un síndrome, un conjunto de síntomas, más que una enfermedad con una causa única establecida. Puede aparecer por trastornos genéticos mitocondriales o de producción de colágeno (como el síndrome de Ehlers-Danlos), por enfermedades autoinmunes (como el lupus y el síndrome de Sjögren), por un golpe a la cabeza, por una infección. Hay pacientes que notan grandes cambios al probar medicamentos que promueven la retención de líquidos, previenen que el corazón se acelere o contraen las venas. A otras personas esas pastillas no nos devuelven la verticalidad. Entonces dependemos de las mallas de compresión, el agua con sal, los horarios estratégicos, la vida en horizontal. Los médicos empáticos recetan paliativos para controlar el dolor y las alergias o para aumentar las horas de sueño.
Una recomendación común para la disautonomía es hacer ejercicio. Hay quienes logran nadar o hacer bicicleta reclinada. Otros batallamos para realizar esfuerzo físico sin que el cuerpo reaccione como si estuviera envenenado. Yo, que por herencia del ballet cuento el movimiento en múltiplos de ocho, empiezo con 24 ejercicios de pierna seguidos, bajo a 16, pruebo con 8. Busco un esfuerzo que pueda sostener. Manejar una enfermedad crónica es volcarse a las ciencias naturales: documentar las reacciones del cuerpo a distintas dietas y hábitos, tratamientos alópatas y alternativos. Es buscar factores de control en un panorama cambiante.
A mis 34 años llevo al menos década y media experimentando. Antes de que la disautonomía apareciera o empeorara, un médico californiano me había diagnosticado encefalomielitis miálgica, también llamada síndrome de fatiga crónica (SFC/EM), un nombre que parece creado por un enemigo burlón. El diagnóstico de SFC/EM puede incluir la disautonomía, pero lo que lo caracteriza, más allá de la fatiga persistente, es el malestar posesfuerzo (PEM, por sus siglas en inglés). El umbral de esfuerzo posible varía de persona a persona. Algunas llegamos al límite al platicar y reír varias horas seguidas, otras al caminar diez pasos, ver un video de tres minutos o percibir el tacto de un cuidador.
El SFC/EM es también un síndrome y, peor, sin estudios que lo confirmen (aunque hay proyectos prometedores). Se estima que entre 15 y 30 millones de personas alrededor del mundo viven con SFC/EM. Muchas lo desarrollan después de una infección, tres de cada cuatro pacientes son mujeres, y la mayoría ni siquiera sabe que existe un nombre para su condición. A pesar de que la Organización Mundial de la Salud y entidades federales sanitarias como la CDC en EUA la incluyen en sus catálogos, un número alarmante de médicos aún no cree en su existencia o relevancia.
Sobre eso escribí un texto en 2017. Ahora leo aquel artículo y me da vértigo la distancia que me separa de mi cuerpo anterior. Cuando lo escribí ya tenía la batería baja y perdía las palabras en la bruma mental, pero podía ir al supermercado y a la lavandería en una misma tarde. Podía caminar a un café y sentarme a trabajar tranquila horas seguidas. ¡Podía tomar el Metrobús! A veces me bastaba con sentarme en la banqueta para recuperar algo de energía, sin necesidad de poner la cabeza a la altura de los pies. Mis días eran limitados, pero se sienten largos si los comparo con los de ahora.
Algunas cosas no han cambiado demasiado: al despertarme todavía siento como si me hubieran atropellado por la noche, a veces un carrito de paletas heladas, a veces una carroza con los cuatro caballos que la jalan. Tras despabilarme un poco, busco ahora un agradecimiento sincero: agradezco tener cama y techo. Agradezco tener un trabajo que puedo hacer desde mi hogar. Agradezco vivir con una pareja y un gato que dan base, textura, luz a mis días.
Pienso en mis antepasadas al ponerme las mallas de compresión: son incómodas, pero, a diferencia de muchos corsés de siglos anteriores, expanden mi posibilidad de movimiento. Preparo mi electrolito casero. Descanso la cabeza sobre la mano a lo largo del desayuno. Mi espalda es endeble, como el tronco de una planta joven que requiere un bastón para levantar sus hojas. Le canto siempre una pequeña oda al café: me da pila y lucidez para escribir, traducir, mandar alguna tarea.
Agradezco no tener prisa. Pongo mi temporizador para trabajar sentada con el gato en el regazo. Gato largo que es, cabe perfecto sobre mis piernas en flor de loto. El temporizador anuncia la hora y después cada 20 minutos para recordarme checar las señales del cuerpo: opresión en el pecho, la garganta. Trabajar más de dos horas seguidas es arriesgado. Me es imposible alargarlo mucho, ya que el declive de mi claridad mental comienza a ser menos innegable: lo que empezó como una neblina ligera se vuelve cumulonimbus. Entonces me acuesto en la cama, el sillón o el piso. Hago mi repertorio de ejercicios de respiración, ahora con la cabeza del gato sobre el hombro.
Normalmente puedo reincorporarme a la actividad después de 20 minutos. Mi monitor de muñeca marca “zona de quema de grasa” cuando camino hacia la cocina, me felicita por mi ejercicio “aeróbico” mientras tiendo ropa al sol. Dosifico las tareas y canto —Nina Simone o Chavela Vargas, si es mayor mi necesidad de catarsis— para disfrutar, para estimular al sistema parasimpático, para distraerme de la incomodidad de la verticalidad. Vuelvo a descansar, a trabajar en horizontal. Recuerdo mi fortuna: familia y amigos que entienden y apoyan, acceso a doctores que proponen un suplemento nuevo: ubiquinol, piracetam.
El fin de semana, cuando es más difícil controlar el ritmo de la vida, una pulsera roja me protege de mi entusiasmo, me recuerda que es mejor abandonar un buen chisme que pasar mucho tiempo después en “la zona del mal”, donde el malestar posesfuerzo se impone tajantemente. En un juego de mesa, la zona del mal sería algo así como un pantano con pirañas que muerden más, mientras más revoloteas. En este estado mi dolor de cuerpo se exalta, la luz desarrolla filo de aguja, el sonido punza. Me dedico a exhalar lentamente. Si es necesario, primero lloro, maldigo y luego me enfoco en mi exhalación.
Con el tiempo, por suerte, pasa. Los siguientes días serán de mayor nublazón mental y cuerpo cortado, pero no me secuestran las pirañas. Puedo volver a mi trabajo. Puedo leer sobre nimbostratus y salir a medir el cielo: despejado, aunque en ese momento olvide los nombres que acabo de leer. Me prometo que seré más obediente al cronómetro, preguntaré sobre otro suplemento, probaré otra dieta “anti-inflamatoria”. La voz interna más serena me recuerda: el ejercicio de las nubes es de observación y aceptación. Sigo la esquina de un cumulus humilis que aparece en la periferia.
Para estándares de SFC/EM, mi caso, aunque hoy es menos leve que antes, no pasa de moderado. Hay pacientes que llevan décadas quietos en la oscuridad. Sus estudios médicos convencionales salen todos bien, aunque estas personas tengan que ser alimentadas por sonda. Uno de los casos severos más conocidos es el de Whitney Dafoe, cuyo padre, el genetista Ron Davis, encabeza la investigación en The Open Medicine Foundation. La OMF, así como el Institute for Neuro-Immune Medicine y la más reciente Polybio Research Foundation, entre otras organizaciones, unen a especialistas de distintas disciplinas para estudiar condiciones complejas como el SFC/EM, la fibromialgia y la enfermedad crónica de Lyme; todas tienen sus propios cuadros diagnósticos, pero comparten, además del aspecto de inflamación crónica, el rechazo de muchos médicos.
Ante reportes de dolor, fatiga y problemas gastrointestinales sin señales correspondientes en los estudios de laboratorio, muchos médicos, tanto en México como en otros países, informan a sus pacientes que los síntomas no tienen causa orgánica, que son más bien psicosomáticos. La mayoría no admite matices aquí. No quieren decir que el estrés emocional puede contribuir a los síntomas, sino que es la raíz y la causa continua del malestar. Confunden la ausencia de evidencia en ciertos estudios con evidencia de que no hay un problema fisiológico y dan su trabajo por terminado.
No deja de sorprenderme que tantos especialistas lleguen a esta conclusión con certeza, cuando en la historia de la medicina hay una larga lista de enfermedades que han pasado de ser psicosomáticas a orgánicas, conforme ha avanzado nuestra comprensión del cuerpo, nuestra manera de mirar y medir los procesos fisiológicos. En la segunda mitad del siglo pasado, por mencionar sólo un par de ejemplos: el asma dejó de ser percibido como un llamado de atención a la madre, y se constató que la lobotomía no es precisamente un tratamiento útil para la colitis ulcerativa.
Hoy en día, establecida la etiqueta de psicosomático, tanto el gastroenterólogo como el endocrinólogo aluden al estrés y reparten folletos de introducción al mindfulness, práctica que, por cierto, muchos apreciamos sin considerarla una bala de plata. Algunos doctores te recetan directamente antidepresivos y otros te dirigen a terapia psicológica, ya sea con preocupación o con cierto desdén. Si todavía crees en la infalibilidad médica, esa instrucción refuerza la idea de que tienes el poder de ser una mens sana in corpore sano, si tan sólo te lo propones y haces la terapia correspondiente.
Es una esperanza particularmente peligrosa si interfiere con el diagnóstico de algo como mieloma múltiple, o si tu enfermedad implica malestar posesfuerzo. Para el SFC/EM, donde la recomendación central de los especialistas es dosificar la actividad (pacing, en inglés), todavía se promueve un protocolo, basado en estudios completamente desacreditados, de terapia enfocada en eliminar un supuesto miedo al movimiento y un programa de actividad reprobado por fisiólogos del ejercicio.
Aquí vale la pena aclarar que yo soy partidaria de un mayor acceso a buenas psicoterapias y apoyo psiquiátrico. Conozco las corrientes hondas de la depresión y doy fe del poder de los inhibidores selectivos de recaptación de serotonina para disipar una angustia avasalladora. Puedo diferenciar entre los síntomas de la depresión y los síntomas del SFC/EM por mi larga experiencia con ellos y porque he desmenuzado el tema con múltiples especialistas en salud mental. Una diferencia importante, por ejemplo, es que el ejercicio puede disminuir los síntomas de la depresión, pero exalta los del SFC/EM. Tras años de intentar seguir moviéndome: de pagar membresías de gimnasio, clases de baile y de yoga, y ver que no podía mantener la práctica, que me seguía deteriorando, quien me diagnosticó el SFC/EM fue un psiquiatra en San Francisco en 2015.
Espero hasta ahora para mencionar la depresión para evitarle al lector incurrir en lo que sucede en muchos consultorios médicos: cuando “admites” que has recibido tratamiento de enfermedad mental, toda tu sintomatología la doblan y la meten al cajón de salud mental, como si una persona con ansiedad o depresión no pudiera desarrollar cáncer o romperse la pierna. Esto sin entrar a considerar el tema de posibles comorbilidades o el hecho de que la enfermedad crónica, y encima el gaslighting médico, casi inevitablemente afectan el bienestar emocional.
Quienes tenemos suerte y, sobre todo, recursos económicos, eventualmente conectamos con especialistas en salud mental que distinguen entre lo que pueden tratar y lo que queda fuera de su poder. En lugar de promover el pensamiento mágico, nos ayudan a existir en el presente, a enfocarnos en lo que valoramos y a procesar el duelo que implica vivir con una enfermedad crónica. A disfrutar, por ejemplo, dar la vuelta a la manzana en lugar de sufrir por no poder escalar el Iztaccíhuatl. A reconectar con el cuerpo, incluso, porque años de enfermedad crónica te enseñan a ignorar las alarmas hasta que el volumen se vuelve insoportable.
Seguido, claro, y a pesar de la terapia, la paroxetina, el amor y la meditación, cedo ante la desdicha. Con mi historia de privilegio y apoyo, yo podía imaginar “ser lo que quisiera”. Me imaginaba una carrera como educadora en museos o como crítica cultural neoyorquina. Iba a escribir novela transgeneracional, llevar a cabo entrevistas e investigación en varios continentes. Iba a dar clases de literatura en preparatoria o ser maestra de tercero de primaria. Iba a tener una hija, balancear la maternidad con un trabajo en una ONG de artes y encontrar manera de seguir bailando tango, flamenco, salsa. Yo iba a bailar toda la vida. Las voces proactivas me sugieren —¿no se puede bailar acostada?— y aunque estoy en eso, lo exploro, a veces una sólo quiere exclamar: no es justo.
Es catártico lamentar la injusticia cósmica de la enfermedad, pero el grito es también, o más bien, una denuncia de los actos y omisiones humanas que perpetúan mi realidad. Descartar una enfermedad como psicosomática, para empezar, impide que se estudie con la seriedad y los fondos adecuados, provoca que por décadas se invierta más en estudiar la calvicie que en hallar biomarcadores para una enfermedad que puede, según la inmunóloga Nancy Klimas, ser tan discapacitante como la etapa terminal del sida. Hace también que muchas personas tengamos que enfrentarnos con el prejuicio médico antes de llegar a especialistas conocedores y empáticos, si es que llegamos a ellos.
El abandono médico, como muchas lectoras saben, no es exclusivo del SFC/EM. La estadounidense Breanne Beness tiene un pódcast llamado No End in Sight (Sin final a la vista), donde entrevista a personas con enfermedades crónicas. Los entrevistados, y quienes participan en Twitter con el hashtag #NEISVoid, describen un gran rango de malestares —endometriosis, epilepsia, enfermedad de Crohn—, pero coinciden en su experiencia ante el sistema médico: años y años pasan para conseguir un diagnóstico, y tras este hay pocas opciones de tratamiento y poco apoyo institucional.
En la medicina, como en muchos otros ámbitos, celebramos lo heroico y lo binario: la enfermedad con un claro villano a desterrar, como algo que tiene dos posibles resultados: la recuperación total o la muerte. Cuando se requiere apoyar a quienes pasamos décadas o una vida entera manejando una enfermedad, haya o no tratamientos o paliativos, el sistema falla.
En el abandono surgen otros patrones familiares. Jennifer Brea, directora del documental Unrest y cofundadora de MEAction, no cree que sea casualidad que las enfermedades autoinmunes, frecuentemente etiquetadas como histeria antes de llegar al diagnóstico correcto, afecten sobre todo a las mujeres. La periodista Maya Dusenbery, autora de Doing Harm: The Truth About How Bad Medicine and Lazy Science Leave Women Dismissed, Misdiagnosed, and Sick reporta que incluso dentro de una misma enfermedad compleja el retraso en el diagnóstico difiere por género: a los hombres les toma, en promedio, 4 años ser diagnosticados con el síndrome de Ehlers-Danlos; a las mujeres, 16. Dusenbery describe las brechas que hay hasta en enfermedades con protocolos más establecidos, como los ataques cardiacos, donde los síntomas representativos aún parten frecuentemente de estudios realizados solamente en hombres.
El paciente “promedio”, como históricamente el médico, además de ser hombre, era blanco. Esto explica, en parte, los sesgos raciales que existen todavía en la medicina, que van desde diagnósticos desarrollados sólo en pieles blancas hasta prejuicios que llevan a disparidades atroces en el tratamiento del dolor. En México, como en muchos otros países, también tenemos que resolver las obscenas inequidades en el acceso y la calidad de servicios sanitarios.
Es imposible no notar las jerarquías de los cuerpos cuando comienzas a nombrarlas, o cuando bajas de peldaño. Ahora que la disautonomía ha afectado más mi movilidad, cuento en primera persona lo que las personas con discapacidades (que muchas veces no implican una enfermedad, sino diversidad funcional) nos han dicho siempre: el mundo no está diseñado para incluirnos a todos. Un puente peatonal monumental, por ejemplo, que a mí me deja taquicárdica y en prolongada pose shavasana en la banqueta opuesta, a muchas personas las deja varadas de un lado de la calle. Una junta oficial, aún por Zoom, sin pausas integradas es una en la que no puedo participar; así como un video sin subtítulos o una interpretación simultánea es inaccesible para las personas sordas o con audición limitada.
La accesibilidad sigue siendo un factor secundario en el diseño de espacios y herramientas, a pesar de que, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, 15 % de la población global —mil millones de personas— vive con alguna discapacidad. Es, además, una categoría en la cual todos podemos entrar, así sea temporalmente, como quien se recupera de una cirugía, o permanentemente, por una infección, un accidente, o simplemente con el paso del tiempo.
Aunque, claro, el tema no tendría que importarnos solamente porque podemos caer por esas grietas. Como mucho se ha escrito, pero vale la pena repetir, la accesibilidad no es cuestión de caridad, sino el derecho de participar en la vida: en la educación, en el trabajo, en lo social y cultural. Son muchas las consideraciones de accesibilidad, pues es amplia la experiencia humana, pero una clave reiterada es asegurar que personas con distintas discapacidades participen en la toma de decisiones, que las rampas de acceso no den sólo al área del público, sino al escenario y al podio.
Con una mayor representación de esta diversidad de la experiencia humana quizá lleguemos a cuestionar más efectivamente nuestros sistemas actuales de valorización, tan basados en la productividad, tan renuentes a reconocer la importancia de las labores de cuidado. Si menospreciamos incluso las labores de cuidado de otras personas —el cuidado de los hijos y de otros familiares, al igual que profesiones enteras como la enfermería—, ¿cómo vamos a reconocer que cuidarse a uno mismo requiere también una cantidad variable de tiempo, esfuerzo y recursos? En mi rincón de las redes sociales se expresa seguido que manejar una enfermedad crónica es como tener un trabajo de tiempo completo, que viene con costos adicionales en lugar de remuneración, y encima lleva a ser acusado de perezoso.
Durante la pandemia de Covid-19, muchas personas han entendido que no poder salir de casa (aun sin agravantes como dolor o náusea) no es una eterna vacación. Y a pesar de los mensajes negativos que proliferan (nuestra disposición a sacrificar a ciertos miembros de la sociedad, queriendo creer que “solamente” mueren personas mayores o con comorbilidades), estos años hemos descubierto que es posible hacer muchas cosas a la distancia, desde ciertos trabajos hasta actividades culturales. Son avenidas de acceso que no hay que cerrar cuando las vacunas nos “regresen” a cierta normalidad.
La pandemia también ha traído al frente el tema de las enfermedades post-infecciosas, ya que entre el 10 y 35 % de las personas que tienen Covid-19 permanecen enfermas meses después de ser dadas de alta. Los pacientes con Covid Persistente reportan fatiga, disautonomía, malestar posesfuerzo, fiebre, problemas digestivos, respiratorios y neurológicos… una amplia gama de síntomas de intensidad variable. Los periodistas —los especialistas sanitarios que estos entrevistan— nos recuerdan que no son casos inauditos, pues después del MERS, Ébola, Epstein Barr, Dengue y otras infecciones hay pacientes que no vuelven a su estado “original” de salud. En los grupos de SFC/EM muchos recuerdan el día que, por ejemplo, enfermaron de mononucleosis, para nunca volver al reino de los saludables. Lo indiscutible es que ahora estamos viendo este tipo de casos a gran escala.
Quienes llevamos décadas al margen de la medicina, lanzamos gritos colectivos al ver que tantos doctores recomiendan a las personas con Covid Persistente dejar de obsesionarse con sus síntomas y hacer ejercicio para recuperarse. Habrá cuerpos que salgan solos con el paso del tiempo, pero hasta Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EUA, ha advertido que es necesario estudiar estas graves secuelas más a fondo. El reconocimiento se debe, en gran parte, a la labor de grupos de pacientes con Covid Persistente que han abogado por el derecho a un tratamiento médico digno.
La esperanza de quienes vivimos con una enfermedad crónica compleja es que este tsunami de casos nuevos acelere la investigación necesaria para desarrollar mejores tratamientos. Celebramos que el National Institute of Health en EUA haya anunciado fondos para estudiar la Covid Persistente y que organizaciones como Solve M.E., Dysautonomia International, la OMF y Polybio unan fuerzas con asociaciones de pacientes en la nueva Long Covid Alliance.
Mientras llegamos a las respuestas orgánicas y curas soñadas, tanto investigadores como pacientes pedimos reconocimiento y apoyo para quienes sufrimos este tipo de enfermedades. El primer paso para mejorar nuestra calidad de vida no requiere de un enorme eureka científico. El primer paso es escuchar y creer a los pacientes.
Somos muchos quienes vivimos en esta situación, e internet, esa nube abstracta, nos une. Para quienes tuvieron Covid-19 y quedaron con el cuerpo desencajado, BodyPolitic tiene grupos en español, y en Twitter hay distintos colectivos de #CovidPersistente. Para las personas con SFC/EM, MEAction une a pacientes y aliados de muchas partes del mundo, incluidas Latinoamérica y España. En México, un puñado de pacientes nos preparamos por cuarta vez para las manifestaciones de #MillionsMissing #MillonesAusentes, que este mayo serán de nuevo virtuales. Como pacientes en un país donde la realidad del SFC/EM sigue siendo ignorada, nuestras metas son sencillas: contar nuestras historias, abogar por nuestros derechos, compartir investigación y herramientas de apoyo, y acompañarnos, tanto en el duelo como en la lucha y en la esperanza.
Queda mucho camino por recorrer, científica y socialmente. Es por eso que no me resigno del todo a mi condición actual. Calibro a diario mi enfoque: me detengo a apreciar esas miles de millones de gotículas que crean formaciones fascinantes en el cielo, agradezco la red que me sostiene, reconozco lo mucho que se puede hacer con movilidad y energía limitada, pero también lucho por un futuro donde más personas podamos participar plenamente en la vida. EP
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