De 2017 a 2018 cubrí centros de detención para migrantes en Estados Unidos para la revista The New Yorker. Era parte de mis labores como asistente de investigación del decano de la escuela de periodismo en la Universidad de Columbia. La intención era entender el entramado institucional que permitía que algunos migrantes indocumentados fueran víctimas de violaciones sexuales, negligencia médica o que murieran en estos centros gubernamentales administrados por contratistas privados. Esos meses de investigación, entrevistas con migrantes y activistas y viajes a centros de detención, me causaron estragos emocionales importantes, mismos que intenté desahogar y resolver en esta serie de tres ensayos reporteados sobre las políticas migratorias en Estados Unidos bajo la administración xenófoba de Donald J. Trump.
Lo que la autopsia no dice
De 2017 a 2018 cubrí centros de detención para migrantes en Estados Unidos para la revista The New Yorker. Era parte de mis labores como asistente de investigación del decano de la escuela de periodismo en la Universidad de Columbia. La intención era entender el entramado institucional que permitía que algunos migrantes indocumentados fueran víctimas de violaciones sexuales, negligencia médica o que murieran en estos centros gubernamentales administrados por contratistas privados. Esos meses de investigación, entrevistas con migrantes y activistas y viajes a centros de detención, me causaron estragos emocionales importantes, mismos que intenté desahogar y resolver en esta serie de tres ensayos reporteados sobre las políticas migratorias en Estados Unidos bajo la administración xenófoba de Donald J. Trump.
Texto de Alejandra Ibarra Chaoul 17/06/20
Llevo semanas marcándole por teléfono para ver si consigo entrevistarla. No he tenido éxito. Dejo mensajes en su buzón de voz que, sospecho, jamás responderá. En mis manos tengo una copia de la autopsia de su hijo. Me la mandó la asistente del médico de la morgue después de convencerla de que esa información es, en realidad, importante para el público. Termino mi mensaje de voz sintiéndome estúpida y cruel. ¿Cómo le dices a alguien, vía un mensaje de voz, frío, lejano y estéril, que crees que la muerte de su hijo merece ser recordada? No. No contesta. Ni contestará.
¿Quieres ir a entrevistarla en persona?, me pregunta mi jefe. Sí, respondo de manera instintiva pensando en la mujer, en los secretos que su historia esconde, y pensando también en las largas horas de vuelo, las películas que puedo ver, y mi fascinación enfermiza por los aeropuertos. Por ese tiempo flotante perdido. No me detengo a pensar en lo difícil que va a ser entrevistarla, presentarme, pedirle —sin merecerla— su confianza.
Cuando toco a la puerta de la mujer trato de pasar desapercibida. Hola, soy la persona que lleva semanas marcándole y dejándole mensajes de voz sin tregua. No, así no me puedo presentar. Piensa en otra cosa, me digo a mí misma, causándome tanto estrés que la cabeza se me vacía. El taxi que me trajo desde el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles espera en la calle. En su mente está siendo cordial; en la mía, un estorbo. Está bien, le digo. Se puede ir, insisto. Porque prefiero quedarme varada a que el conductor presencie el incómodo momento en el que me presento con la madre.
El taxi se va justo cuando la mujer abre la puerta detrás del mosquitero que nos separa. Con una mano en mi maleta y cara de alguien que no sabe lo que hace, no logro decir otra cosa que “soy periodista”.
No, me responde. No. Me aterro, pero me quedo.
No me muevo y no hablo, no como táctica, sino porque no sé qué decir. Es como si hubiera olvidado cómo se habla. Abro la boca y no sale nada. Aprieto mi mano sobre la maleta. La madre habla otra vez, rompiendo el silencio. Es demasiado doloroso, me dice. No puedo, muchacha. Pero dice mushasha, no muchacha, y con eso, mi cerebro palpita.
De dónde es, le pregunto, pensando de inmediato en la tierra de mi padre, en el suchi y el las mushas cosas que suenan parecido a como son, pero no igual. De Sonora, me dice. Como mi padre, le respondo. Y nos ponemos a hablar de Sonora y del norte de México y de su tía y de las elecciones y de su iglesia de dos pisos. Ella de un lado del mosquitero, parada bajo el marco de su puerta, y yo del otro, en la banqueta.
Transcurre media hora y me invita a pasar. Siento que si ve mi maleta se va a arrepentir, recordando de inmediato que soy una periodista, y la dejo escondida afuera junto a un arbusto. Como si mi maleta fuera la que hace las preguntas y toma notas. Entro. Me olvido de la maleta. ¿Quieres un vaso de agua?, me pregunta. Me encantaría, le digo.
Platicamos de otras cosas, del pueblo en el que creció. Cananea, me dice. Y mi cerebro se apresura a buscar entre los archivos empolvados de mi memoria lo que recuerdo con ese nombre. La huelga. Una matanza. La mina. Alguna relación con la Revolución mexicana. Pienso que la mujer frente a mí tiene sangre de luchadora, que su piel está curtida por el sol que calentó a quienes —en su tiempo— se atrevieron a alzar la voz. Es norteña. Es sonorense. Es recia. Me siento, por un instante en el que recuerdo pedacitos inconexos de historia sobre el pueblo donde ella creció décadas más tarde, más cercana a ella.
Cananea, sí. Asiento con la cabeza. Sigo tratando de recordar cómo encajan las piezas y qué puedo decir sobre el lugar donde creció, cuando, de repente, dice algo que me seca las ideas: No pude entrar a la morgue, me dice. La morgue. Ya no estamos en Cananea.
No pude entrar porque no quería tener esa imagen, sigue hablando mientras callo. Cierro la boca. Aprieto los labios queriendo apretar mi existencia al sillón para que no me note. Para que no me vea y me recuerde y se arrepienta. Cuando das a luz a tu hijo y te lo ponen en brazos por primera vez, me explica, es una imagen que nunca se te olvida. Nunca. Y no quería reemplazar esa imagen por la de su cuerpo frío y solo en la mesa de la morgue, me dice. No podía.
Las palabras se me atragantan en la garganta antes de formarse. Qué le digo. Quién soy y qué derecho tengo de venir a la puerta de esta madre y tocar, pidiendo que me diga lo que siente. Lo que vivió. Todo aquello con lo que todavía vive, y carga, a cuestas. La culpa me invade, me baña la vergüenza. Y mientras yo batallo infructuosamente conmigo misma, la mujer me regresa a Cananea.
En el pueblo no teníamos drenaje, me cuenta. En la noche, con el frío, salía a la letrina para hacer sus necesidades. Había una sola clínica. Una sola tienda de telas que operaba también como la oficina postal, a donde llegaban las cartas. Cuando había correo, los de la tienda ponían un letrerito con los nombres de los destinatarios de las cartas en la ventana.
A mí nunca me faltó nada, me cuenta. Lo dice a modo de explicación, porque me está diciendo que fue huérfana. No dice por qué, pero dice que su madre no estaba. Y a su padre lo conoció a los dieciocho años cuando entró a la ferretería donde ella trabajaba. Lo reconoció. Era como ella. Él le dijo que ella era como la madre que no tuvo. La criaron sus tías y su abuela. Le contestó a su padre hoscamente que qué quería, aunque sabía quién era. No lo volvió a ver nunca. Pero nunca me faltó nada, me dice. Es dura. Está curtida por el sol que le quemaba la piel de niña y por la nieve que atravesaba junto a la barranca del pueblo, con las botas que odiaba.
Recuerda sus joyas, las que le regalaban sus novios. Recuerda que le aburrían tanto sus pretendientes como las posibilidades que el pueblo ofrecía. Allá iba a terminar siendo lo que iba a ser, me dice, y acá podía ser otra cosa. Cuando su hijo era un bebé en brazos, ese mismo que vendría a morir en un centro de detención para migrantes, cruzó la frontera. Dejó la nieve, el polvo y el tedio por el sol de California y las casas de los ricos que se dispondría a limpiar.
Esas mismas joyas son las que resplandecen en el retrato ilustrado que cuelga en su sala. Hay cinco caras. En el medio, la suya. En su cuello, las joyas. A su alrededor, sus cuatro hijos. Los tres niños y la única niña. Son retratos ilustrados y yo tengo una perspectiva profundamente subjetiva, pero en el lienzo dentro del marco de madera, el hijo mayor, el que moriría y terminaría en la mesa de la morgue, sobresale. Brilla. Resplandece como resplandecen las piedras azules que cuelgan del collar que abraza el cuello del retrato de su madre. Estas cómodas me las instaló mi hijo, me dice mientras señala unos gabinetes en la cocina. La casa es pequeña, de un piso. Tiene dos habitaciones, la de ella y la de su hijo menor, una cocina, el baño y la sala. Y esta planta, añade, me la trajo él un día. Es un ficus largo que ocupa buena parte de la pequeña sala. Me lo quiero imaginar, cómo sería. Cómo habría llegado por la puerta arrastrando una maceta pesada con un ficus de regalo para su madre. Me lo imagino alegre. Energético. Carismático.
Era muy guapo, me dice. Y aunque es lo que todas las madres dicen de sus hijos, le creo. Porque quiero creerle y porque veo el retrato ilustrado en la sala. Siento que desde la imagen capturada décadas atrás del adolescente que fue, él me ve desde su lugar en la pared. Desde su lugar en la historia. Y sí, es guapo.
También era enamoradizo, me cuenta la madre. Se enamoró de una mushasha que vio caminar en la calle con un bebé en brazos y se detuvo a ayudarla. Me pregunto si vio en ella la imagen de su propia madre. Si se reconoció a sí mismo en el bebé, envuelto como un bulto. Trece años se quedaron juntos, aunque sólo uno de los catorce hijos que ayudó a criar fue suyo. Ese mismo hijo que, años después, se enlistaría en la Marina estadounidense para viajar por el mundo, para estudiar una carrera y para regalarle años de su vida al país que le quitaría la vida a su padre.
Llevamos tres horas hablando y le digo que me tengo que ir. Se entristece. Y yo con ella. Te enseño su cuarto antes de irte, me dice. Y me recuerda a mi abuela, a cómo cuando tengo que dejarla se inventa mil maneras de hacer que me quede. Me recuerda a mí misma cuando era niña y pensaba angustiada en cómo llamar la atención de algún adulto que no quería que se fuera. En esos momentos en que, cuando somos niños o ancianos, tratamos infructuosamente de aplazar lo inevitable. Sí, vamos al cuarto, le digo.
Salimos a su jardín y me enseña su arbolito de limón, su planta de nopal. Su junípero. Es México, pero no es México. Es como una ilusión óptica. El borde del jardín tiene un caminito de adoquín. Me lo puso mi hijo, me dice. Ese hijo. Del único del que hablamos. Su hijo. Al final del caminito de adoquín hay un cobertizo azul, en la esquina del jardín. Arriba de la puerta tiene un moño negro. El cobertizo es el cuarto.
Él lo construyó, me dice la madre. Abre la puerta y me enseña un cuarto que hace las veces de bodega. Había una cama, me cuenta, y con las descripciones y su dedo señalando los espacios vacíos va dibujando para mí una imagen cálida. Un hogar chiquito. El cuarto tiene una alfombra, un aire acondicionado en la ventana, tenía una cama matrimonial y cuadros de muralistas mexicanos colgados en sus paredes chiquitas. Estaba orgulloso de ser mexicano, me dice. Por eso también tenía estatuillas de guerreros aztecas adornando su cuarto.
Se entristece al recordarlo. Me lo advirtió desde el inicio, con su primera palabra: No. Pero insistí. Insistí al quedarme en silencio, invadiendo su dolor, pero también convirtiéndome de repente en un receptáculo donde vaciarlo. Y me lo bebí. Consumí su dolor, sin lograr que ella lo soltara del todo, pero para que pudiera, al menos, compartirlo. Juntas saboreamos su amargura.
En el garaje está su Chevy Impala negro, majestuoso. Lo manejaba por las calles de California con una banderita de México en el extremo derecho de la defensa delantera, y una de Estados Unidos en el izquierdo. Adentro, en el asiento largo delantero, queda todavía su sarape con rayas de colores.
No sabe decirme qué pasó. No lo entiende del todo. Tal vez nunca lo entendió. Tal vez lo reprimió. Llegamos acá con papeles, me dice. Se acuerda de haberse regularizado con Migración porque el abogado que llevó sus casos le pidió que le pagara en especie, con su cuerpo y no con un tipo de cambio. Era un ecuatoriano, me dice recordándolo con disgusto. No le pregunto si aceptó el precio.
El caso es que no sabe por qué, un día de marzo de 2017, su hijo menor la despertó a gritos para decirle que se despidiera del otro hijo, de El Hijo, al que se llevaba a rastras un grupo de agentes migratorios que habían venido a cazarlo hasta el cuartito dentro del cobertizo que se construyó en el jardín de la casa de su madre. Tenía dos tickets, me dice ella, refiriéndose a las multas administrativas que le pusieron al hijo por beber en la vía pública. Y eso nos satisface a las dos como explicación suficiente para el grado incomprensible de violencia.
Le pregunto de qué murió y actúa confundida. No sé qué tanto sabe. Recuerdo los detalles de la autopsia en el escritorio de mi oficina. Cirrosis. Tomaba medicinas. Pidió atención médica después de experimentar intensos dolores abdominales. Insistió cuando vomitó sangre. Cirrosis, dice la copia de la autopsia. Su madre no sabe si recibió medicinas. Creo que tomaba una pastilla, me dice. Lo que la autopsia no dice es que, en el cuarto de su madre, ella tiene un rectángulo de cinta adhesiva que hace las veces de un marco. Adentro, en vez de una pintura, tiene un rosario colgado que le hizo su hijo con hilo rosa. Tiene también estrellitas pegadas a la pared, de ésas que brillan en la oscuridad. Cada estrella corresponde a un miembro de su familia, sus hijos, su difunto exesposo, sus nietos y los bisnietos.
Lo que la autopsia no dice es que junto a la estrellita fluorescente que lo representa a él en el cuadro hechizo de la pared de su madre, hay una cruz de tinta negra.
En la autopsia no hay información del dinero que guardaba ella en un calcetín bajo la cama para alimentar a su hijo, que entonces era apenas un bebé, cuando le pagaban por limpiar las albercas de los ricos. No hay ningún rastro de los años durante los cuales trabajó como voluntaria en la escuela de sus hijos para enseñarle español a las maestras gringas que eran supuestamente bilingües. No hay, en la autopsia, detalle alguno de lo que sufrió para cambiarse de casa porque en el este de Los Ángeles, donde vivían, las pandillas parecían —cada vez con más claridad— la única opción laboral para su hijo adolescente mientras ella era aún madre soltera trabajando tres turnos para mantenerlo.
No, la autopsia no dice nada. No explica ningún grado de complejidad. No contiene vestigios de humanidad. Dice que el interno sufría de cirrosis y que, cuando finalmente decidieron mandarlo al hospital por hemorragias gastrointestinales, había sido demasiado tarde. La autopsia no indica culpa. No menciona a la compañía que administra el centro de detención ni sus protocolos médicos. O la falta de los mismos.
¿De qué sirve contar su historia?, me dice la madre del muchachito enamoradizo que crecería para darle a los Estados Unidos un marino y sería arrastrado de su cama a los cincuenta y tres años de edad por agentes migratorios para terminar en una cárcel privada por beber cerveza en la banqueta. Mira cómo tratan a su propia gente, mira a los afroamericanos, cuánto han luchado. Y mira cómo los tratan, me dice con el ceño fruncido cuando estamos todavía afuera, antes de pasar todo ese tiempo hablando de su hijo, cuando todavía no me ha invitado a pasar. Si ni a ellos los escuchan, ¿qué esperanzas tenemos nosotros?, me pregunta a mí, se pregunta ella.
Y yo quiero decirle con todas mis fuerzas que importa. Que su historia, su viaje, su lucha, su empuje, y la de su hijo, importan. Que no debemos dejar que su hijo muera en vano. Que no podemos permitir que más hijos mueran como el suyo. Pienso en esto durante todas las horas que pasamos juntas, saboreando en la boca lo amargo del dolor que ahora compartimos. Siento el peso de la ausencia de su hijo, un peso tan grande que me encorvo. Me cansa. La cabeza me palpita. Quiero decirle, aun después de todas estas horas, que contar su historia importa. Que hace una diferencia. Pero no quiero mentirle. No puedo prometerle algo sobre lo cual no tengo certeza. Me acuerdo de mi maletita escondida afuera junto al arbusto y me preocupo, inútil y estúpidamente, por mis pertenencias. Me despido. Lloramos. La abrazo. Me persigna. Salgo por mi maleta. EP
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