Exclusivo en línea De cómo hemos decidido saltar hacia el vacío: apuntes en torno al Plan Nacional de Desarrollo, el arte del Estado, la seguridad nacional y la defensa

México parece envuelto en un mar de contradicciones. Acá, un análisis de lo que sucede y puede suceder, y un mapa para navegarlo.

Texto de 26/07/19

México parece envuelto en un mar de contradicciones. Acá, un análisis de lo que sucede y puede suceder, y un mapa para navegarlo.

Tiempo de lectura: 15 minutos

El 29 de mayo de 2019 el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, anunció que ese día inició la transferencia del mando de la Policía Federal al comandante de la Guardia Nacional, el general de brigada en proceso de retiro Luis Rodríguez Bucio. No sin razón, los historiadores del futuro —al igual que los estudiosos de las relaciones civiles-militares en México— hablarán con particular asombro sobre esa decisión y sus consecuencias. En los hechos, dicho anuncio sugiere dos tendencias contradictorias: por un lado, el abandono de los esfuerzos realizados a lo largo de las últimas dos décadas con el propósito de crear un cuerpo nacional de policía profesional, capaz de responder a las exigencias de una política de seguridad pública federal orientada por una clara vocación civilista. Por el otro, se trata de una decisión que confirma la determinación de las nuevas autoridades de someter esa misma agenda a la influencia del poder militar.

Irónicamente, este hecho tampoco debe ser considerado como una buena noticia para las Fuerzas Armadas Mexicanas, especialmente porque parece acentuar la erosión de la misión de defensa sobre la cual debería descansar la identidad institucional de los servicios armados mexicanos. Las palabras vertidas por el mandatario el 1 de julio ante los directivos de uno de los grandes diarios de circulación nacional no dejaron duda sobre este hecho. “Si por mí fuera —señaló el presidente de la República— yo desaparecería al Ejército y lo convertiría en Guardia Nacional, declararía que México es un país pacifista que no necesita Ejército y que la defensa de la nación, en el caso de que fuese necesaria, la haríamos todos”. Pese a la buena voluntad del presidente, se trata de un comentario insólito en boca del Jefe de Estado de un país definido históricamente por circunstancias geopolíticas complejas y que actualmente figura entre las primeras veinte economías del mundo, perfilándose así como una potencia media llamada a ejercer un papel más activo en la arena internacional del siglo XXI.

En todo caso, lo cierto es que la convicción del presidente de la República tampoco encuentra correspondencia con lo que ha sucedido sobre el terreno a lo largo de los últimos meses. A fines de abril, otro hecho cargado de simbolismo confirmó la deriva militar de México: soldados que portaban el brazalete de la Guardia Nacional en su brazo izquierdo fueron desplegados en Minatitlán a pocas semanas del trágico incidente que sacudió a esa localidad del sotavento veracruzano. A esa decisión se sumó, en los meses previos, otro elemento inquietante: la desaparición formal del Centro de Investigación para la Seguridad Nacional y su incorporación a la estructura de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, ahora bajo el nombre de Centro Nacional de Inteligencia. Ese cambio tampoco debe pasar desapercibido: después de todo, hablar de inteligencia policial no es lo mismo que hablar de la generación de inteligencia civil para la seguridad nacional.

En el camino, lo que se ha perdido es la posibilidad de formular una política de Estado capaz de establecer una frontera clara entre los ámbitos de la defensa, la seguridad nacional y la seguridad pública, dejando a México inmerso en un mar de contradicciones que —como bien lo ha señalado Ariel Rodríguez Kuri— resulta especialmente preocupante dada la compleja naturaleza del entorno estratégico nacional en este minuto histórico.

Entre la innovación y la contradicción: el Plan Nacional de Desarrollo en su laberinto

Acaso por ello, muchos creyeron que la publicación del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 daría respuesta a las interrogantes no contestadas en la materia desde que Andrés Manuel López Obrador se alzó con la victoria en los comicios federales de julio de 2018. Sin embargo, el documento remitido por el titular del Poder Ejecutivo a la aprobación de la Cámara de Diputados el pasado 30 de abril se encuentra muy lejos de ese supuesto: antes que atajar dichas interrogantes, sólo ha contribuido a hacerlas más amplias.

La primera gran controversia que ha tenido que sortear el nuevo Plan Nacional de Desarrollo se encuentra ligada a su proceso de formulación. Como lo señaló con oportunidad Rafael Hernández Estrada, esta ha sido la primera ocasión en la que el instrumento rector de la planeación democrática del desarrollo fue remitido a la aprobación de la Cámara de Diputados.

En ese marco, ha sido sorprendente constatar que el documento remitido por el titular del Poder Ejecutivo a los legisladores mexicanos está compuesto, en realidad, por dos versiones de lo que en rigor debería ser un mismo plan. La primera, se dice, fue redactada por la Presidencia de la República mientras que la segunda —de carácter eminentemente técnico— fue preparada por el equipo de la Secretaría de Hacienda. Uno es un instrumento de combate ideológico; el otro, un documento de política pública que parece tener poca relación con el primero.

Lo que todo esto puede significar a la larga todavía no es claro, pero la publicación del Plan Nacional de Desarrollo fue acompañada desde un principio por un signo que resulta ominoso, aunque de fácil elucidación: que el celo ideológico del mandatario tiene el potencial de oscurecer un examen más riguroso de la realidad nacional, cerrando las puertas a la posibilidad de abrazarla en toda su complejidad. Lo que ha sucedido desde entonces sólo ha contribuido a alimentar esa sospecha. Así, la carta de renuncia que Carlos Urzúa remitió al presidente de la República el pasado 9 de julio expresa razones que han sido recibidas con preocupación por un sector importante de la opinión pública nacional. Por otro lado, el antiguo ministro de Hacienda ya ha dado a conocer cuáles fueron sus diferencias con el presidente de la República, señalando entre ellas la influencia de la Oficina de la Presidencia sobre decisiones de política pública que deberían ser guiadas por un mayor rigor técnico.  En el marco de estas controversias, Urzúa también ha proferido una advertencia importante: un Plan Nacional de Desarrollo no puede ser escrito “a vuela pluma”.

Como quiera que sea, lo cierto es que la alta expectativa de cambio generada a lo largo de los últimos doce meses encuentra un referente real en la redacción de un Plan Nacional de Desarrollo que, por lo menos en la versión del documento que ha sido favorecida por el propio presidente de la República, anuncia claramente la determinación de romper con las inercias del pasado. Por lo que toca al ámbito de la seguridad, resulta indudable que el plan busca ensayar soluciones innovadoras para hacer frente a muchos de los complejos dilemas que México ha vivido durante las últimas décadas. De entre los once postulados que dan forma a la agenda de seguridad del nuevo gobierno destaca la intención de reformular el combate a las drogas, poniendo fin al régimen de prohibición que ha imperado hasta ahora. No menos notable es la determinación de establecer un Consejo para la Construcción de la Paz que permita articular los esfuerzos de todas las instituciones vinculadas con el tema.

Sin embargo, el documento nunca da una visión de conjunto capaz de otorgarle una jerarquía adecuada a los temas considerados. Enunciar que la seguridad nacional, la seguridad pública y la paz serán articuladas de un nuevo modo no es suficiente: en los hechos el Plan Nacional de Desarrollo no establece un criterio que permita distinguir aquello que atañe a la agenda de seguridad nacional del Estado mexicano y aquello que debería ser competencia exclusiva del orden penal y la seguridad pública. Ese criterio sólo puede ser articulado con relación a referentes conceptuales concretos, pero esa clase de referentes se encuentran ausentes en la redacción del documento. Las omisiones, en este caso, también resultan significativas —el término “defensa nacional”, por citar sólo un ejemplo notable, nunca figura de un modo explícito en el documento. En todo caso, el nuevo Plan Nacional de Desarrollo parece renunciar a asumir una posición central como documento rector de la política nacional en estas materias para referirse —de modo contradictorio— a un documento que debería encontrarse subordinado al mismo: la Estrategia Nacional de Seguridad Pública.[1]  Reducida a un listado de iniciativas de carácter burocrático ya intentadas en otras administraciones, la agenda de seguridad nacional apenas figura brevemente como parte del octavo objetivo de dicho documento, que a su vez es referido en el propio Plan Nacional de Desarrollo.[2] Como ha sucedido en otras ocasiones, el lenguaje de la seguridad nacional se encuentra a la deriva.

Las consecuencias de este naufragio conceptual no son menores. En términos generales, el nuevo Plan Nacional de Desarrollo se revela incapaz de establecer una frontera entre las agendas que deberían definir la competencia de los actores institucionales que participan en la definición de las políticas de seguridad del Estado mexicano. La preocupación por temas específicos domina la visión de conjunto. Al mismo tiempo, la imposibilidad de separar conceptualmente aquello que debe formar parte de las agendas de la defensa y la seguridad nacional frente a aquello que formalmente debería ser parte del ámbito penal, la procuración de justicia y la seguridad pública conduce a un efecto pernicioso: el de preservar las inercias que justifican la ausencia de controles políticos efectivos sobre instituciones como el Ejército Mexicano.

Pero más allá de las controversias que han rodeado a la formulación del nuevo Plan Nacional de Desarrollo, un hecho resulta evidente: el alcance de la política de seguridad perseguida por el gobierno de la República no puede ser entendido recurriendo exclusivamente al estudio del documento que formalmente debería enunciarla. Para discernir los verdaderos contornos de esa política es necesario prestar atención a la significación política de las decisiones que han sido adoptadas en esta materia desde que el candidato vencedor de los comicios del 1 de julio de 2018 se convirtió en presidente electo.[3] En esto la administración del presidente López Obrador no ha sido distinta a las de sus predecesores. Lo que resulta distinto es el momento de cambio político que México ha vivido a lo largo del último año.

Nueva oportunidad histórica para una agenda olvidada: lo que pudo haber sido

Bajo otras circunstancias, el conjunto de aciertos y limitaciones del nuevo Plan Nacional de Desarrollo podría pasar desapercibido en el marco de los grandes debates sobre la marcha de la vida pública de México. Sabemos, sin embargo, que las circunstancias vividas a lo largo del último año resultan excepcionales, especialmente en la medida en que el discurso del nuevo gobierno ha sido articulado en torno a la tesis de que el país se encuentra en la antesala de una transformación que se pretende profunda y perdurable. Después de todo, el llamado a poner en marcha un cambio de régimen, repetido en diversas ocasiones por el presidente de la República, haría suponer que dicha invitación al cambio político sería acompañada por una revisión minuciosa de la arquitectura institucional que da vida al aparato de seguridad y defensa del país para dejar atrás, de una vez por todas, los rasgos autoritarios que todavía imperan al interior de muchas de sus estructuras. Es sólo a la luz de esta consideración cuando es posible otorgarle una lectura distinta a los silencios y omisiones de un documento que en rigor debería ser una de las herramientas de cambio más poderosas de la nueva administración.

Como quiera que sea, lo cierto es que la reforma de las instituciones de seguridad y defensa forma parte de una agenda olvidada que debió haber ocupado un papel central en el marco de la transición a la democracia en México. Con el paso del tiempo, los mexicanos hemos olvidado que el gobierno de Vicente Fox tuvo en sus manos esa oportunidad histórica, expresada de un modo concreto en los trabajos de la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado. De entonces data, por ejemplo, una iniciativa que hubiera cambiado el curso de la historia reciente del país: “Prohibir la participación de las Fuerzas Armadas en tareas ajenas a su misión constitucional, como las de seguridad pública y combate al narcotráfico”.[4]  

Porfirio Muñoz Ledo, la figura que encabezó los trabajos de la Comisión en los meses que siguieron a la jornada electoral del 2 de julio del año 2000, advirtió ya entonces cuáles eran los límites de esas aspiraciones de cambio, señalando que la posibilidad de concretar una reforma real en la materia se encontraba exclusivamente en las manos del presidente de la República. Para la desventura de México, Vicente Fox nunca supo estar a la altura de ese momento histórico. Lo que sucedió en los años siguientes es bien conocido: a partir de diciembre de 2006, el presidente Felipe Calderón decidió servirse del instrumento militar sin contar con los mecanismos adecuados para gobernar su uso en términos genuinamente estratégicos. Desde entonces, el país ha pagado con sangre la ausencia de un vocabulario compartido en la materia.

Acaso por ello, la victoria de Andrés Manuel López Obrador despertó la fundada esperanza de que el cambio prometido por el presidente electo vendría acompañado por un amplio y sereno debate en torno a la seguridad nacional y la defensa. De cierto modo, la indiscutible autoridad política conquistada por el nuevo mandatario en las urnas le otorgó la rara oportunidad de ensayar con mayor decisión aquello que Fox decidió desestimar al inicio de este siglo. En las semanas que siguieron a los comicios federales de 2018, algunas voces acreditadas expresaron el rumbo a seguir. El 11 de julio de ese año Arturo Sarukhán señaló la pertinencia de avanzar hacia un nuevo andamiaje de seguridad y defensa, mientras que el 18 del mismo mes, Jorge Luis Sierra abogó por una reforma militar orientada por la exigencia de poner fin a la proverbial rivalidad entre los servicios armados mexicanos. En términos generales, detrás de estos planteamientos se encuentra la exigencia de avanzar hacia una reforma que permita garantizar el ejercicio de un control civil democrático efectivo sobre el instrumento militar y la exigencia de establecer una instancia de coordinación que le permita al Ejecutivo ejercer la función estratégica que debería guiar la acción del Estado en la materia.

Resulta claro que en este momento México se encuentra cada vez más lejos de un escenario semejante. Al mismo tiempo, lo sucedido a lo largo del último año sugiere más líneas de continuidad con el pasado de las que podrían sospecharse. De cierto modo, al presentar el proyecto de Guardia Nacional como la bandera central de su política de seguridad la nueva administración federal ha completado un ciclo que se inició a fines de la década de 1990, cuando posiciones clave dentro del Sistema Nacional de Seguridad Pública fueron entregadas a mandos provenientes de las Fuerzas Armadas. Como se señaló previamente, este ciclo ha sido acompañado por un inquietante proceso de disolución de las fronteras conceptuales que deberían separar el ámbito de la seguridad nacional y la defensa de aquél otro que debe regir las políticas relacionadas con el orden penal y la seguridad pública. Lo que ha resultado de todo esto es un salto al vacío: la nueva administración federal no sólo ha puesto término a los esfuerzos por crear un cuerpo nacional de policía verdaderamente profesional; también ha abierto una brecha cada vez más amplia en la identidad institucional de las propias Fuerzas Armadas, sometidas desde hace tiempo a las fricciones generadas por su despliegue sostenido ante un escenario de violencia que por sí mismas no han podido contener.

Como era previsible, el país ya ha comenzado a pagar los costos de ese salto al vacío. Nadie hubiera esperado hace un año que el nuevo gobierno de la República decidiese desplegar a los efectivos militares que hoy forman parte de la Guardia Nacional para completar el cerco migratorio orquestado por la Casa Blanca de Donald J. Trump. Recientemente, José Ramón Cossío Díaz, ha señalado que pasará el tiempo antes de que podamos comprender la verdadera significación de esas imágenes en las que soldados mexicanos aparecen cerrando el paso a los migrantes provenientes de Centroamérica. Si resultan perturbadoras, concluye el eminente jurista mexicano, es porque muestran a nuestros soldados realizando un trabajo indebido que expresa “el tipo de causalidades que [Edmundo] O’Gorman identificó como constitutivas del trauma de nuestra historia”. Por lo demás, el modo en el que se decidió avanzar en la disolución de la Policía Federal ha dado paso a un escenario de inconformidad entre los integrantes de dicha corporación que en los primeros días de julio de 2019 impactó directamente sobre la credibilidad de la política de seguridad del nuevo gobierno de la República. Pero la interpretación de estos hechos no debe circunscribirse solamente a lo inmediato. En el largo plazo, la destrucción de la Policía Federal sugiere el advenimiento de una temporada de días nublados para México. Así, el pronunciamiento de Causa en Común con relación a este tema parece exacto: “Habrá consecuencias, desde luego, en materia de seguridad, pero también habrá consecuencias políticas muy graves, si nuestro sistema democrático es algo que todavía importa”.

A modo de conclusión: el arte del Estado es como freír un pequeño pescado

La dolorosa naturaleza de nuestra crisis de seguridad nos ha impedido prestar atención a las tragedias que se avizoran desde hace tiempo en el horizonte compartido por todos los pueblos de la Tierra. México no alcanza a reponerse de las enormes pérdidas humanas, materiales y morales generadas por la violencia cuando ya otros retos se inscriben en el horizonte de expectativas de la comunidad internacional: a la preocupación general por los efectos del cambio climático sobre la diversidad biológica se suma hoy el debate sobre los efectos geopolíticos de una futura transición energética; a la inquietud con respecto al procesamiento de amplios volúmenes de información se une el llamado a cobrar conciencia sobre el impacto que tendrá la difusión de la inteligencia artificial. Y a todos estos temas se suma, además, la preocupación común por el tránsito del orden mundial nacido de la Posguerra a un nuevo escenario de confrontación entre las grandes potencias. ¿Está prestando atención el presidente de la República a todas estas tendencias? ¿Acaso supone que México será inmune a ellas, como una isla intocada por la marea de las grandes corrientes globales del siglo XXI? Al hacer frente a estas tendencias el presidente de la República no debe renunciar a su intuición política, pero haría bien en recordar que la amplia autoridad política que ha recibido de las manos del pueblo de México le exige, también, la capacidad de anticipar los rasgos del futuro.

La publicación del Plan Nacional de Desarrollo sugiere, pero no determina del todo, el rumbo que el gobierno de la República adoptará en los próximos años con relación a éstas y otras materias de especial urgencia nacional. Corregir ese rumbo cuando así lo ameriten las circunstancias no debe ser visto como una expresión de debilidad, sino de prudencia política. La administración del presidente López Obrador hará bien en recordar que ésta última es una cualidad central del arte del Estado. En todo caso, el calendario de la planeación nacional del desarrollo todavía le impone al gobierno de la República la responsabilidad de dar a conocer el contenido de los programas sectoriales, institucionales, regionales y especiales en los que deberá descansar el trabajo de la Administración Pública Federal durante el resto del sexenio. En gran medida la autoridad del gobierno descansará en el rigor de los diagnósticos presentados por esos documentos y en su determinación de trasladar los grandes propósitos de política pública enunciados en el papel al terreno de la realidad. La voluntad política del presidente de la República será central para llevar a buen puerto dichos compromisos.

Por lo que toca al ámbito de la seguridad nacional, la legislación vigente prevé la formulación de un programa especial en la materia: el Programa para la Seguridad Nacional. En el transcurso de los próximos meses habremos de saber qué tan sólidas son las bases de la política del gobierno de la República con relación al tema. Esa misma legislación también mandata la integración de un Consejo de Seguridad Nacional con el propósito de asistir al presidente de la República en la formulación de la política en la materia al más alto nivel político y estratégico.[5] Bajo la administración anterior este cuerpo existió sólo en el papel, pero en los hechos nunca desempeñó las tareas que cuerpos colegiados semejantes ejercen en otras sociedades democráticas dotadas de una arquitectura institucional más sólida que la de nuestro país. Los costos de esa omisión, como es sabido, fueron excesivamente altos. No sería insólito, sin embargo, que el nuevo presidente de la República entienda rápidamente cuál es la verdadera utilidad de ese cuerpo al momento de hacer frente a una agenda de seguridad nacional definida por una complejidad creciente.

El 25 de junio, Andrés Manuel López Obrador confesó que gobernar no requiere mucha “ciencia”. Esto no quiere decir que el ejercicio de la política no tenga un valor especial para el mandatario pues inmediatamente después señaló lo siguiente: “La política es transformar, es hacer historia, es un oficio noble que permite a la autoridad servir a sus semejantes, servir al prójimo, ésa es la verdadera política”. Y todo ello sin duda es cierto, pero desafortunadamente no es suficiente, especialmente cuando lo que se encuentra en juego es la agenda de seguridad nacional de un país tan complejo como México. En alguna entrevista olvidada, Marguerite Yourcenar comparó el arte del gobierno con la preparación minuciosa que reclama el quehacer de la cocina. Inspirada por el Tao, Yourcenar señala que gobernar un imperio no es distinto que poner a freír un pequeño pescado: ambas tareas requieren de nuestra atención y de un amor al mundo al que Hanna Arendt no hubiera sido ajena. Sólo una diferencia las separa: la primera reside en el discreto universo de lo cotidiano, la segunda en el ámbito del supremo ejercicio de la responsabilidad política. En repetidas ocasiones el presidente de la República ha dicho que se cree llamado a cumplir con una misión histórica. Por lo que a México concierne, es momento de que se tome en serio esa tarea. Si así sucede, acaso Andrés Manuel López Obrador habrá dado el primer paso para poner fin al salto hacía el vacío que hemos dado en los últimos años. EP


[1] La jerarquía de estos instrumentos es definida con claridad por la Ley de Planeación de 1983. En rigor, el Plan Nacional de Desarrollo es el documento rector de las políticas que orientan el desarrollo nacional bajo cada administración federal. En virtud de lo anterior, los distintos programas sectoriales y especiales que dan vida al quehacer de las dependencias y entidades que forman parte de la Administración Pública Federal deben subordinarse a la visión expresada por el Ejecutivo en el Plan Nacional de Desarrollo. Tal es el caso del Programa para la Seguridad Nacional, según lo definido por la Ley de Seguridad Nacional de 2005. En contraste, la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, aprobada por el Senado de la República el 25 de abril, encuentra su justificación en la reforma constitucional de febrero de 2014. Nada se dice, en cambio, sobre el Plan Nacional de Paz y Seguridad presentado por el equipo de transición en noviembre de 2018 —documento que en todo caso carece de sustento jurídico o programático alguno. Dicho esto, sería un error desdeñarlo: los rasgos centrales de la política de seguridad adoptada por la administración del presidente López Obrador son enunciados con mayor claridad en dicho documento.

[2] De entre las siete iniciativas citadas, que son definidas como “objetivos estratégicos”, destacan las siguientes: (a) coordinar la ejecución del Programa para la Seguridad Nacional por medio del Consejo de Seguridad Nacional, (b) establecer un Sistema Nacional de Inteligencia, (c) fortalecer la Seguridad Interior del país y garantizar la defensa exterior de México y (d) promover el concepto de “cultura de la seguridad nacional”. Cada uno de estos “objetivos” han sido enunciados ya en las dos versiones del Programa para la Seguridad Nacional publicadas hasta la fecha por las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. El énfasis técnico de tales iniciativas descansa en lo dispuesto por la Ley de Seguridad Nacional de 2005, misma que da contenido a muchos de los referentes conceptuales usados en estos y otros documentos. Una de las limitaciones centrales de dicho instrumento jurídico reside en su aproximación estática a la agenda de seguridad nacional, misma que es definida casi exclusivamente en función de la contención de riesgos y amenazas concretos, pero no por la posibilidad de imaginar de un modo dinámico la evolución del paisaje estratégico nacional.

[3] En este marco, la enorme significación política de las decisiones adoptadas por el presidente electo en los meses previos a su investidura no debe pasar desapercibidas: el 14 de noviembre de 2018 el equipo de transición dio a conocer los contenidos del Plan Nacional de Paz y Seguridad en el que se expresó por primera vez la determinación de establecer una Guardia Nacional para hacer frente a la crisis de seguridad del país. Un día después, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió invalidar la Ley de Seguridad Interior con la que se buscó regular la participación de los militares en tareas de seguridad pública. El hecho pareció anticipar muchas de las controversias que posteriormente acompañaron a los debates legislativos que finalmente permitieron dar sustento jurídico a la nueva Guardia Nacional. No menos notable fue el mensaje que el presidente electo pronunció ante integrantes de las Fuerzas Armadas Mexicanas el 25 de noviembre de 2018, ello en el marco de un encuentro inédito en la vida democrática del país.

[4] De modo interesante, el debate consignado por la Comisión señala que el grupo de trabajo que preparó la propuesta de reforma de las Fuerzas Armadas estuvo integrado por militares de los distintos servicios armados nacionales “quienes asistieron por propia iniciativa”. Con relación al texto redactado por este grupo de trabajo se señala que “hubo coincidencias sobre la necesidad de modernizar al instituto armado mediante la creación de tres Fuerzas Armadas Nacionales coordinadas por un Estado Mayor Conjunto con un mando rotativo y con un Secretario de la Defensa civil o militar retirado.” Al respecto consúltese Porfirio Muñoz Ledo (coord.), Comisión de Estudios para la Reforma del Estado, México, D.F., Universidad Nacional Autónoma de México (2001), pp. 185-188

[5] Por lo demás, este cuerpo colegiado —que se ubica formalmente en la estructura de la Presidencia de la República—, no debe ser confundido con el Consejo Nacional de Seguridad Pública, perteneciente al Sistema Nacional de Seguridad Pública. En cierto sentido, la confusión que suele generarse al hacer referencia a estos cuerpos en el debate público nacional expresa con elocuencia la disfuncionalidad de las estructuras de seguridad del Estado mexicano.

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