Crónica
Estaba seguro de que si no convencía al Quijote de pasar la noche en mi departamento, entonces él no sobreviviría.
—No puedo porque te quiero, amigo. La piedra me tiene amarrado, si me quedo contigo te voy a robar.
Tuve que resignarme a apuntar mi celular en uno de los barquitos de papel que él regalaba al recibir limosna. Años después comprendí que lo que pareció un rencuentro, una coincidencia casi milagrosa, no fue más que una triste despedida.
Lo conocí seis años atrás en la clínica de rehabilitación de Monte Fenix, ubicada en una exclusiva colonia de la Ciudad de México. El día que lo internaron murió Amy Winehouse. En los grupos de Alcohólicos Anónimos existe la creencia de que un adicto debe morir para que viva otro.
Como todas las mañanas, después de correr media hora en la pista y ducharnos, nos reunimos para estudiar el libro de Alcohólicos Anónimos. El psicólogo encargado de llevar la sesión nos dijo que Amy Winehouse había muerto de una sobredosis. A todos nos perturbó la noticia como cuando, semanas después, nos enteramos del incendio ocasionado por narcotraficantes en un casino de Monterrey. El mundo exterior nos parecía agresivo, en nuestra isla de concreto, la segunda clínica de rehabilitación más cara del país, nos sentíamos a salvo de las catástrofes y, más importante, de nosotros mismos.
Sabíamos que si no hubiéramos decidido internarnos o llevados a la fuerza por algún familiar, nuestro destino habría sido el mismo que el de la cantante. Bromeábamos seguido cantando They tried to make me to go to rehab, I said no no no, pero ese día el coro dejó de ser un himno de rebeldía, se convirtió en una sentencia de muerte.
Al terminar la sesión nos tomamos de las manos en círculo para orar: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para reconocer la diferencia”. Antes de soltarnos las manos cantamos: They tried to make me go to rehab, I said yes yes yes.
Después de desayunar, fui a la enfermería donde todas las mañanas me entregaban un vasito con medicinas, entre las que incluían una pastilla naranja a la que apodamos la zanahoria, que nos recetaban para mantenernos tranquilos y evitar sufrir convulsiones debido a la supresión de las drogas. Noté con decepción que habían reducido mi dosis de benzodiacepinas, los sedantes por los que terminé internado. No pueden quitártelos de golpe, como la heroína, la supresión súbita puede ser mortal. Abrí la boca y levanté la lengua para comprobarle a la enfermera que me las había tragado. Algunos internos lograban ocultarlas y las intercambiaban por cigarrillos.
Al salir me encontré con el Quijote, un viejo en los huesos, con una delgada barba que le llegaba hasta el abdomen y los ojos desorbitados, aparentaba tener más de setenta años. Me sentí afortunado, yo tendría la exclusiva. El encierro y la monotonía de las actividades hacía que nos emocionáramos cada vez que internaban a alguien nuevo. Entre los compañeros apostábamos cigarros y mazapanes (que aprendí que eran excelentes para la supresión) para adivinar a qué eran adictos los recién llegados. Le aposté a un compañero que el Quijote debía de ser un paquete completo, como llamábamos a los que le entraban a todo.
Me había vuelto muy bueno identificando la sustancia preferida de los internos. A los cocainómanos tardaba en llegarles la pálida, eran extrovertidos y los primeros en retar al ping-pong. Los alcohólicos generalmente eran señores adinerados con pinta de políticos y narices rojas. Los adictos al crack tenían cara de espantados y sus supresiones eran tan fuertes que se podían cagar en cualquier momento. Los marihuanos eran los que se veían menos madreados. Los desdeñábamos porque todos habíamos consumido marihuana y terminar en un centro de rehabilitación por ello era, para nosotros, símbolo de debilidad o de querer llamar la atención.
Después descubrí que los marihuanos eran quienes más habían jodido su vida y tenían mayores tendencias suicidas. Lo comprendí cuando un señor se hincó abrazándome las piernas, rogando que no siguiera sus pasos, su adicción a la mariguana le había quitado la custodia de sus hijos. En toda mi estadía en Monte Fenix no conocí a ningún adicto a la heroína. Según un terapeuta, fallecían por sobredosis o los síntomas de abstinencia en la congeladora, una habitación fría sin nada más que una camilla, donde mantenían con suero a los nuevos internos hasta que estuvieran lo suficientemente sobrios para mudarlos al centro para integrarse con sus compañeros. Recuerdo que regresé a la congeladora semanas después de mi internamiento a consecuencia de las alucinaciones que me ocasionó mi supresión, pero no recuerdo durante cuánto tiempo.
En la congeladora a los recién llegados les pedían que se quitaran la ropa a cambio de una bata de hospital para asegurarse que no ingresaran drogas. Mientras estuve internado, una señora intentó meter más de doscientos tafiles escondidos en un elaborado peinado de salón. Los únicos internos que compartían mi adicción eran señoras como ella, las pastosas. Ancianas ricachonas, mansas como el ganado, que se orinaban en los pantalones. Me avergonzaba pertenecer a ese grupo, recibía muchas burlas de los cocainómanos. Uno de ellos me dijo que jamás se atreverían a meterse una pasta, que yo estaba muy tronado. ¿Tronado yo? Mi dealer era Pfizer, no un delincuente que rebaja su droga con veneno para ratas.
Gracias a su barba y ojos de loco me fue fácil dar con el apodo del Quijote. Aunque no tuvo éxito pues todos lo llamaban por su nombre. Muchos teníamos apodos, a mí me decían Carl porque al llegar me preguntaron mi nombre y estaba tan drogado que fue lo único que logré articular, y desde el primer día maullaban para saludarme. Maullaban porque después de salir de la congeladora, aún bastante drogado, subí a la tribuna en mi primera reunión de Alcohólicos Anónimos y relaté toda mi vida, hasta que la campanita del coordinador sonó varias veces para que me bajara.
Conté cuando en la preparatoria, meses antes de mi internamiento, comencé a actuar como gato. Mi novia acababa de terminar conmigo, soportó mi adicción durante los nueve meses que, debido a los sedantes, casi no tengo recuerdos. Me pasé todo el descanso maullando a gatas y rasguñando a mis compañeros que se acercaban primero divertidos y después aterrados. Terminé en una esquina del salón con las garras de fuera y la espalda erizada durante toda la clase. No me moví durante horas hasta que fui sacado en camilla por unos paramédicos, cubierto por una manta como ordenó la directora, porque creía que mi posición felina era demasiado perturbadora para los demás estudiantes. Desde entonces, cada vez que subía a la tribuna después de decir: “Hola compañeros, mi nombre es Ricardo y soy un enfermo alcohólico y drogadicto”, todos me saludaban con un fuerte maullido.
Me divertía mucho escuchar las tribunas, especialmente las del Norteño, que subía a contar una y otra vez, cómo unos sicarios secuestraron su rancho durante semanas, para utilizarlo como fosa. Cada vez que cometían una ejecución lo obligaban a mirar sosteniendo una revolver contra su sien, amenazando con matar a su familia secuestrada si desobedecía. Nos contó cómo los ejecutados seguían rogando después de que les cercenaban el cuello, ahogándose con su sangre. Según el Norteño, no hubo uno solo que no se cagara al sentir el filo del machete en la garganta. También lo obligaban a cargar los cadáveres y echarlos a un tambo con gasolina. Lloraba al relatar que, cuando les prendían fuego, se escuchaba gritar al muerto y la primera brasa dibujaba en el aire su silueta agonizando.
Muchos se tapaban los oídos cuando el Norteño subía a la tribuna. Incluso un grupo de señoras pastosas llegó a pedir que se le vetara. También pidieron vetar al Pescado, un hombre con VIH, porque sus confesiones les provocaban nauseas. En una sesión el Pescado dijo que sus hemorroides estaban del tamaño de un racimo de uvas y al día siguiente, ahogado en llanto, que se habían convertido en un racimo de aguacates. Tuve que abandonar el salón por un ataque de risa.
Esperaba con ansias a que el Quijote subiera a la tribuna, pero siempre permanecía sentado escuchando con atención. Lo único que sabía de él, por medio de una plática entre terapeutas, era que vivió en Tepito como vagabundo durante dos años. No entendía cómo había conseguido su familia el dinero para rehabilitarlo en un centro de lujo.
El día que el Quijote salió de la congeladora lo pasó sólo. Nadie se acercó a hablarle, yo le tenía miedo. Es común que en este tipo de centros internen sicarios o narcotraficantes. “Sigue en el viaje”, decían algunos en su cara. Detestaba el “sigue en el viaje”, muchos compañeros decían lo mismo de mí, creyendo que estaba demasiado frito para escucharlos, pero no les reclamaba. A pesar de la alberca con calefacción y el asador que podíamos utilizar los sábados, era consciente que en cualquier encierro es primordial no ganarse enemigos, y pertenecer al grupo más fuerte, cosa que me fue fácil debido a la simpatía que muchos sentían por mi edad. Acababa de cumplir diecinueve, era el interno más joven.
En su primera noche con el grupo, el Quijote se me acercó poco antes de que nos mandaran a dormir. Tuve miedo, deseé que solo me pidiera un cigarro.
—Amigo, toma, ropa limpia —dijo ofreciéndome una camisa y calcetines.
¿Un vagabundo regalándome ropa? No podía aceptarla, aunque claro que la necesitaba. Después de internarme mi madre tuvo que regresar a Mérida, por lo que llevaba usando dos mudas de ropa durante casi más de una semana.
—Gracias, pero no puedo aceptarla —dije seguro de que él la necesitaba más que yo.
—Anda, la camisa te quedará muy bien.
Hasta la fecha conservo la camisa de puntos negro en mi armario. La utilizo solamente en ocasiones especiales.
A la mañana siguiente las insinuaciones sexuales del Jarocho, un señor 30 años mayor que yo, a quien su familia tuvo que venderlo todo para lograr internarlo, terminaron por exasperarme. El miedo a que me violara durante la noche no me dejaba dormir. A la hora de ducharnos siempre me decía que no tuviera pena en desnudarme frente a él, abría como por error la puerta de mi regadera y llegó a pedirme que nos ducháramos juntos para estar listos a tiempo. Ese día descubrí con espanto que utilizaba mi jabón, se rumoraba que tenía gonorrea y herpes.
Después de desayunar se lo confesé a mi grupo de amigos, en el que se encontraba el Norteño y un piloto, de una importante aerolínea, que aseguraba no ser adicto, a pesar de haber sido detenido por las autoridades del aeropuerto con aliento alcohólico antes de despegar un vuelo internacional. Fueron a amenazarlo, dieron aviso a las autoridades del centro y convencieron a los demás internos de excluirlo. Un año después un compañero me contó que el Jarocho había muerto en un accidente automovilístico después de tomarse una botella de alcohol etílico.
Esa noche fui traicionado por quienes me defendieron. Desde hacía tiempo se había gestado una conspiración en mi contra. El olor de mis pies resultaba insoportable para mis compañeros de cuarto. El Quijote debió haberlo escuchado y por ello regalarme los tres pares de calcetines. Mientras creían que dormía, escuché decir al piloto que, por más que bañaba con aromatizante la habitación, el olor de mis pies seguía ocasionándole arcadas. Que días atrás ya había solicitado un cambio de cuarto. La traición y la vergüenza me dejaron frío. Al despertar para salir a correr a la pista, el Norteño me esperaba afuera junto al grupo que dormía en mi habitación:
—Ya tienes edad para lavarte las patas
No supe qué contestar.
—Si no te las lavas tú, te las voy a lavar yo.
El Quijote se hizo de palabras con el Norteño reclamándole que esa no era la manera de hablar con un joven, que se metiera con alguien de su edad.
Aquel día, volví a insistir en la enfermería que me entregaran el aromatizante de pies que solicité, pero me volvieron a decir que no podía introducir ningún polvo blanco porque podía afectar a los cocainómanos. También pedí que avisaran a mis familiares que necesitaba tenis nuevos porque acababa de tirar los míos.
El Jarocho fue totalmente segregado, tachado de pedófilo y comenzaron a apodarle la Verruga. Temía que se vengara, ya no confiaba en mis amigos. Era el peor día de mi internamiento.
Encontré al Quijote jugando ajedrez solo. Me dio mucha lástima. Pobre, pensé. Debía hacer algo para agradecerle la ropa que llevaba puesta y el haberme defendido.
—Te reto una partida.
—¡Sí, amigo! — siempre me llamó amigo.
Creí que moveríamos las piezas a lo pendejo, pero después de tres turnos gritó:
—¡Jaque mate!
El hombre no solo estaba lúcido, era muy inteligente.
Me platicó acerca de su pasado. Había sido un empresario exitoso encargado de vender telas a las más importantes industrias de ropa de Latinoamérica. Estuvo casado y tenía un hijo, al que no veía hacía años. Incluso llegó a tener varios Ferraris. De coleccionar autos deportivos a mendigar en Tepito. No se lo creí hasta que, en un día de visitas, desde una ventana vi a su hermano bajar de un auto de lujo. La vida lo había tratado muy bien pero todo cambió el día en que un amigo le presentó el crack, a partir de entonces no pudo dejar de consumir hasta terminar en la calle. Su familia lo rescataba cada vez que lo encontraban, éste era su quinto internamiento.
La presencia del Quijote en el centro de rehabilitación fue notoria. Los días que se repartían las actividades de la semana acaparaba casi todas. En repetidas ocasiones le llamaron la atención por tomar la escoba de los encargados de limpieza y ponerse a barrer frenéticamente. El Quijote era el primero en llegar a las reuniones de AA para acomodar las sillas y el último en irse para guardarlas. No era raro que se acercara a los compañeros para regalarles un barquito de papel, que pasaba horas construyendo y ofrecerles un té de tila, nuestra única “droga” disponible, creíamos que cinco bolsitas equivalían a un calmante.
La semana que llegó el Quijote, yo era el encargado de tocar la campana para despertar al grupo. Si no fuera por él habría jodido el horario de todos los internos. Muchas veces sonó la campana antes de que yo despertara. Cuando le preguntaban al Quijote, él decía que me había visto hacerlo.
La mayoría de mis compañeros se quejaban de la comida, el Quijote agradecía con entusiasmo a cada uno de los encargados del comedor. Rápidamente fue ganando peso. Si no fuera por las quemaduras que tenía en las manos y en la cara, a consecuencia de los años que pasó pegado a una lata quemando piedra, parecería un anciano sano, aunque para mi sorpresa, un día me confesó que tenía apenas cincuenta años.
El Quijote decía que no necesitaba dormir, que la piedra lo había acostumbrado. Tenía comportamientos extraños durante la noche, por los que estuvo a punto de ser expulsado. Todas las mañanas en el pizarrón del salón aparecían frases y dibujos bizarros: “Pasito, caquita, patito”, escrito cientos de veces con letra diminuta en espirales. Un día el pizarrón amaneció lleno de groserías, un comentario antisemita y lo que parecía un minucioso diagrama filosófico ininteligible. “Porque sigue viajado”, decían todos pero yo quería creer que era demasiado complejo para que lo entendiéramos una bola de drogadictos. A partir de esa noche pusieron cadena y candado en la puerta del salón. A la mañana siguiente un interno descubrió un baño con mierda embarrada en las paredes y el techo. Todos culparon al Quijote.
Una vez a la semana nos permitían utilizar la cabina del teléfono. Le pregunté al Quijote con quién hablaba y me contestó que marcaba al número de asistencia de Telmex y se pasaba sus quince minutos platicando con las operadoras. Desde entonces, cada semana lo invitaba a que entrara conmigo en la cabina a platicar con mi madre, mi hermano y mis amigos. El hombre era feliz hablando con ellos y yo también estaba muy contento de que lo conocieran. Meses después mi madre me confesó que la tranquilizaba saber que alguien me cuidaba.
El Quijote me ayudó a terminar con mi novia, con la que quedé incomunicado cuando me internaron. Gracias a su insistencia logré conseguir la lada del teléfono del pequeño pueblo de Bélgica donde vivía. El Quijote estuvo esperándome afuera de la cabina durante toda la llamada.
La valentía del Quijote no se limitaba sólo conmigo. Durante la carne asada del sábado, cuando el grupo de señoras pastosas terminó de preparar el guacamole, el Pescado lo probó y volvió a sumergir la cuchara para dar un segundo bocado.
Una señora gritó:
—¡Pescado contaminó de sida el guacamole!
Un terapeuta trató de explicarle lo absurdo que era su preocupación, pero todos los demás internos la apoyaron.
—¿Qué tal que tiene un poco de sangre en las encías y le cayó al guacamole? — argumentó otra señora.
Pescado lloraba y yo también quería llorar.
Estaban a punto de tirar el guacamole cuando el Quijote se preparó un enorme taco, con la misma cuchara que utilizó Pescado, y lo devoró de una mordida.
—Quien no quiera guacamole que no lo coma —dijo aún con la boca llena.
Cuando mi madre podía viajar para la visita semanal, me formaba en la cabina del teléfono que acondicionaban como barbería. A todos nos ilusionaba ver la cara de nuestros familiares al vernos tan cambiados. Unos para salvar su matrimonio y otros, como yo, para demostrar que los $200,000 pesos invertidos sí estaban valiendo la pena y disminuir la culpa. Al Quijote no volvió a visitarlo su hermano, aun así era de los primeros en formarse en la barbería. Sin su enorme barba blanca su recuperación se hizo aún más visible. Durante esos días, yo lo invitaba a pasar tiempo con mi familia. Con su humor, el Quijote aligeraba la visita, sin su presencia el resentimiento de mi madre y mi culpa habrían sido insoportables.
Para los adictos al crack y a los sedantes el tratamiento duraba casi el doble porque la supresión es más larga. Junto al Quijote vi decenas de pacientes llegar derrotados e irse compuestos y llenos de esperanza. El optimismo que se vivía en el centro contrastaba con las estadísticas. Siete de cada diez graduados recaería en menos de tres años, y de esos tres sólo uno tenía asegurado no volver a consumir en su vida. De diez solamente se salvaría uno y todos creíamos ser el elegido.
Me gradué hablando por última vez en la tribuna frente a mis compañeros y familiares. Al terminar mi discurso, en el que aseguraba que no volvería a consumir gracias a mi poder superior, que nunca llegue a conocer, se escuchó un unísono: miaaaaauuuuu. Mi madre y mi hermano me felicitaron entusiasmados hasta las lágrimas, pero nadie estaba más feliz por mí que el Quijote, quien me pidió un momento para platicar a solas. Me clavó fijamente sus ojos azules y me hizo prometerle que jamás volvería consumir, que no olvidara lo destructivo que puede llegar a ser la adicción, que tomara su fondo como ejemplo de lo que me esperaba si no me detenía. Le pedí que me prometiera lo mismo y nos abrazamos. Me sorprendió la musculatura que había ganado durante el internamiento.
Poco tiempo después viajé de vuelta al centro de rehabilitación para una sesión de prevención de recaídas. Lamenté no encontrarme con el Quijote, pero los terapeutas me dijeron que no faltaba a ninguna de las sesiones. Había encontrado un trabajo como albañil y se mantenía por él mismo. Su esposa y su hijo aún no se comunicaban con él, lo cual lo entristecía, pero seguía firme.
En Mérida fui diario a las reuniones de Alcohólicos Anónimos durante dos años, pero no lo tomaban en serio como en rehab. Muchos se dedicaban al chisme y a “pararse el culo en tribuna”, como solíamos decir cuando alguien aprovechaba la atención para alimentar su ego, por lo que dejé de asistir.
Regresé a la Ciudad de México para estudiar una carrera, y a pesar de la insistencia de mis compañeros universitarios, me mantuve sobrio. Después de una larga depresión que no me permitía ni siquiera lavar los trastes, a los que terminaron creciéndoles hongos del tamaño de un champiñón, tuve un ataque de pánico tan fuerte que me obligó a abandonar la universidad y regresar a casa.
Semanas antes de mi ataque me reuní con unos amigos en un restaurante de la Condesa. A pesar del frío, elegimos sentarnos al aire libre para fumar. Mientras cenábamos, nuestra plática era interrumpida constantemente por vendedores ambulantes y limosneros. Al último vagabundo que se nos acercó lo ignoramos y continuamos con nuestra conversación, pero lo volteé a ver porque me llamó la atención que ofreciera barcos de papel hechos a mano. Me levanté y corrí hacia él. ¿Cuáles eran las posibilidades en una de las ciudades más grandes del mundo? Lo agarré por la espalda y me soltó un codazo para defenderse. Al verme, sus ojos se humedecieron. El Quijote había perdido todos sus dientes, parecía un anciano de cien años, casi irreconocible de no ser por sus ojos azules. Nos abrazamos. Estaba tan flaco que debajo de su apestosa chamarra sus huesos se clavaron en mi pecho, podía sentir sus costillas.
—¡Amigo, qué gusto! ¡Te ves muy bien! ¿Cómo están tu mamá y tu hermano? —dijo limpiándose las lágrimas.
El hombre se notaba en tan mal estado que era posible que no pasara la noche y lo primero que hizo fue halagarme y preguntar por mi familia.
—Todos muy bien, ¿y tú, amigo? Tú…
—Yo parezco momia —dijo forzando una risa.
—Tranquilo, vas a estar bien, por algo nos encontramos. ¿No es increíble?
—Yo ya estoy muy jodido, amigo. ¿No has recaído, verdad?
—No, sigo sobrio.
—¡Excelente, amigo! —gritó jubiloso.
—Estoy viviendo en un departamento cerca de aquí, ven a pasar la noche conmigo.
Te das un baño, te presto ropa. Mañana hablamos con tu familia.
—No puedo, amigo.
—¿Tienes dónde quedarte?
—No, duermo en una banca del parque España.
—Entonces, ¿por qué no? Anda, tú me ayudaste en rehab. ¿Te acuerdas? Me regalaste ropa.
—No puedo porque te quiero, amigo. La piedra me tiene amarrado, si me quedo contigo te voy a robar.
Me quedé helado. El Quijote rechazó lo que cualquiera en su situación soñaría, por protegerme, protegerme de él mismo.
—Al menos esta noche, en lo que vemos qué hacer.
—No, amigo, no quiero lastimarte.
—Déjame apuntarte mi teléfono.
Regresé corriendo para pedirle una pluma a un mesero, temiendo que el Quijote desapareciera. En ese momento me di cuenta que todo el restaurante estaba en silencio, presenciando la escena: Un joven de camisa y chamarra de piel rogándole al más sucio de los vagabundos.
Le apunté mi celular en uno de sus barquitos de papel.
—Llámame mañana y me organizo con los de Monte Fenix, pero prométeme que me llamarás.
—Lo prometo.
—¿Al menos me aceptas una hamburguesa?
—No tengo hambre. Mejor dame el dinero de lo que cuesta.
Pero yo sabía que moría de hambre y para qué quería el dinero. Al acercarnos a la mesa el gerente se acercó a reclamarme, pero lo disuadí con la mirada. Lo presenté a mis amigos como el hombre que me había cuidado en Monte Fenix. Lo saludaron incómodos, pero actuando lo más normal posible, mirándome como si hubiera enloquecido. Un amigo le dio un billete y el Quijote se despidió presuroso.
—¿Qué hiciste, pendejo? —le reclamé. —Con ese dinero va a comprar más piedra.
El Quijote nunca llamó. Recorrí varias noches el parque España, pero no volví a encontrarlo.
Han pasado más de seis años desde la última vez que lo vi. Debe estar muerto. Durante mucho tiempo le reproché. ¿Por qué no cumplió nuestra promesa? Pero yo también he fallado. Hace cuatro años me encarcelaron por chocar tan borracho que la policía recibió varios reportes de una camioneta zigzagueando peligrosamente en Periférico. Estuve sobrio unos meses hasta que entré al quirófano por otro accidente que involucró alcohol y sedantes. Volvieron a recetarme benzodiacepinas, ese veneno que resulta ser mi único antídoto y, durante un tiempo, tomé unos cuantos tafiles de más para divertirme y evadir la realidad.
Recuerdo que en una de las sesiones de estudio de la literatura de AA leí el siguiente fragmento como una sentencia de muerte: “[..] Los únicos que no se recuperan son los individuos que no pueden o no quieren entregarse de lleno a este sencillo programa; generalmente son hombres y mujeres incapaces, por su propia naturaleza de ser honrados consigo mismos. Hay seres desventurados como éstos. No son culpables; por lo que parece han nacido así. Por su naturaleza, son incapaces de entender y realizar un modo de vida que exige la más rigurosa honradez. Para estos las probabilidades de éxito son pocas.”
Quizá Amy Winehouse tampoco se habría salvado si hubiera aceptado internarse. A pesar de mis recaídas y mi continuo consumo, conocer al Quijote ha pospuesto mi destino inevitable. Dicen en los grupos que para que viva un adicto debe morir otro. Aunque algunos somos seres desaventurados y no podemos ser honrados con nosotros mismos, eso no significa que no podamos serlo con los demás. Existen drogadictos incapaces de tener amor propio y de procurar a quienes más los quieren, pero dotados de una particular capacidad para amar y defender a los más desprotegidos. Mi amigo es el Quijote, que ganó mil batallas menos la suya, alguien que nadie recordará, un adicto de mierda, un santo adicto al crack. EP
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