Ante el fenómeno político, histórico, intelectual, cultural y social de la trayectoria del Partido Comunista Mexicano, se requiere una actitud que cuestione sus motivaciones, sus contribuciones y su legado.
El Partido Comunista Mexicano (1963–1981). Un legado contradictorio
Ante el fenómeno político, histórico, intelectual, cultural y social de la trayectoria del Partido Comunista Mexicano, se requiere una actitud que cuestione sus motivaciones, sus contribuciones y su legado.
Texto de Joel Ortega Juárez 01/10/20
Cien años después de la fundación del Partido Comunista Mexicano (PCM) y 30 años después de la caída del Muro de Berlín, es imprescindible afrontar los saldos que nos legó ese mundo raro, que comenzó como una travesía libertaria hacia Ítaca y se convirtió en una pesadilla para millones que vivieron en el socialismo realmente existente, fueron sus epígonos a través del movimiento comunista internacional, o incluso sus críticos, como los trotskistas.
En nuestro caso el PCM estuvo sometido a la ideología de la Revolución Mexicana durante varias décadas, sumándose a la versión estatal que la convirtió en un mito. Ello impidió construir una opción cultural propia. Cito aquí a José Revueltas: “Los ideólogos de lo que se llama revolución mexicana —y aún los sedicentes ideólogos proletarios— denominan a este movimiento revolución mexicana, prescindiendo, con esta connotación, de su contenido de clase; pasan como inadvertido el hecho de que tal revolución haya dado el poder a una clase nueva que hasta entonces no lo había ejercido, una nueva clase como lo es, en el siglo XX mexicano, la burguesía nacional”.
El PCM fue una estafa. No desempeñó el papel que se autoatribuía y que, según José Revueltas, no cumplió: ser la cabeza del proletariado.
No extraña que Andrés Manuel López Obrador, hombre sin padres ideológicos, con una paternidad forjada al amparo del ogro filantrópico, se convirtiera en el mesías de viejos aparatchkis del PCM. Aunque el gobierno de la llamada Cuarta Transformación está poniendo en práctica la peor de las políticas. Una política sin rumbo, que da palos de ciego, que lo mismo se proclama antineoliberal mientras lleva a cabo con todo rigor todos los paradigmas y dogmas del neoliberalismo.
Fui militante del PCM de 1963 a 1981. Primero en la Juventud Comunista Mexicana, de 1963 a 1972 y, después de esa fecha, pertenecí al Comité Central del PCM hasta su desaparición en noviembre de 1981.
Ante el fenómeno político, histórico, intelectual, cultural y social de la trayectoria del PCM, se requiere una actitud que cuestione sus motivaciones, sus contribuciones y su legado, y llevar a cabo dichos cuestionamientos más allá de las emociones de una generación como la mía, nacida inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial: los baby boomers. La generación que tuvo el privilegio de vivir múltiples fenómenos revolucionarios en lo social, lo político, lo cultural, lo musical y lo cinematográfico, y una especie de rebelión libertaria a escala mundial.
Françoise Furet, en el libro El Pasado de una Ilusión. Ensayo sobre la idea comunista del siglo XX, escribió: “Tengo una relación biográfica con el tema que trato. El pasado de una ilusión: para recuperarlo sólo tengo que volverme hacia aquellos años de mi juventud en que fui comunista, entre 1949 y 1956. La cuestión que hoy intento comprender es inseparable, pues, de mi existencia. Yo viví desde dentro la ilusión cuyo camino trato de remontar hasta una de las épocas en que era la más difundida. ¿Debo lamentarlo en el momento en que escribo su historia? No lo creo. A 40 años de distancia juzgo mi ceguera de entonces sin indulgencia, pero sin acrimonia. Sin indulgencia, porque la excusa que a menudo se encuentra en las intenciones no redime, en mi opinión, de la ignorancia y la presunción. Sin la acrimonia, porque este desdichado compromiso me ha instruido. Salí de él con un esbozo del cuestionario sobre la pasión revolucionaria, vacunado contra la entrega pseudoreligiosa a la acción política”.
Narrar desde dentro de este mundo tan complejo tiene sus ventajas y sus desventajas. Tiene la virtud de hacerlo desde el conocimiento directo. No desde afuera. No desde la superficie. En esa medida se habla con desgarramiento, con dolor, con pasión, con emoción, con amor. También tiene la desventaja de estar totalmente tatuado por toda esa historia que combina la entrega, el heroísmo, la valentía de muchos de sus militantes, con la mezquindad, la miseria, la mediocridad y el afán de poder, de casi todos sus dirigentes.
Son los límites que no tienen límites, de un sueño que confunde a veces el propio instinto de poder con las motivaciones profundas de la transformación, de la Revolución.
¿Dónde está la frontera entre Revolución y dictadura?
De acuerdo con Furet, en El pasado de una ilusión, “la idea de otra sociedad se ha vuelto algo imposible de pensar y, por lo demás, nadie ofrece sobre este tema, en el mundo de hoy ni siquiera el esbozo de un concepto nuevo”.
Muchos exmilitantes del PCM no han roto su complicidad con los genocidios cometidos por los estados del socialismo realmente existente en la URSS, China, Europa del Centro y Europa del Este, Camboya y Corea del Norte; con la patética dictadura de los hermanos Castro que traicionaron a la Revolución Cubana; con las réplicas de esta última en Nicaragua, Venezuela y los regímenes de ladrones y asesinos en África.
Siria es un caso extremo. Millones de migrantes. Ciudades enteras destrozadas, entre ellas Damasco. Cientos de miles de muertos, familias enteras con niños mutilados y huérfanos huyendo por todas partes. Una verdadera tragedia humanitaria. Todo se originó en la represión del dictador Bashar al-Asad en marzo de 2011, quien es hijo de Háfez al-Ásad. Esa dinastía está en el poder desde 1970, y su partido, Baaz Árabe Socialista, desde el 8 de marzo de 1963.
Siria es un buen parámetro para poner en evidencia aquello que el dirigente comunista italiano Palmiro Togliatti denominó como “reservas mentales”; es decir, la actitud de menosprecio a la democracia de muchos comunistas. Una actitud que persiste en la tercera década inicial del siglo XXI y que constituye un fenómeno digno de estudiarse. Son los restos del naufragio del socialismo realmente existente.
La identidad de todos estos restos del naufragio es cada vez menos la utopía libertaria. Su común denominador es, de acuerdo con Françoise Furet, “el odio a los Estados Unidos […] sólo que este encono ya no tiene como correlato privilegiado la adoración o la imitación de la URSS”.
Las banderas rojas se mancharon de sangre, poder y dinero
El término comunista tiene una doble imagen: la de millones de soñadores que quisieron asaltar el cielo para construir una sociedad libre de explotación, de miseria y de opresión. Un sueño que tuvo un alto costo ya que millones murieron cubiertos por la bandera roja del comunismo. Simultáneamente, otros millones murieron víctimas de los estados que se denominaron comunistas, por culpa de sus partidos o aliados, antes, durante y después de la Guerra Fría.
En el libro La mémoire ouverte, Paul Noirot escribió esta dura reflexión: “Los comunistas no hemos construido nada duradero: ni sistema político ni sistema económico ni colectividades humanas ni éticas —ni incluso estéticas. Hemos querido dar cuerpo a las más altas aspiraciones humanas y hemos dado a luz monstruos históricos”.
Un mundo raro. Una Iglesia en extinción. Hay desafíos históricos pendientes. La irrenunciable lucha por la libertad, la igualdad y la justicia. Ante ese mundo no debe haber ningún silencio ante los estafadores. Se requiere una búsqueda permanente de respuestas, sin concesiones a la impostura. Encontrar otro camino hacia la emancipación humana.
La navegación mexicana. Un intento fallido por construir un PCM autónomo
A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, un grupo de militantes, varios de ellos cercanos al aparato de la dirección y al propio Dionisio Encina, Secretario General del PCM durante muchos años, quisieron dar un viraje al rumbo seguido por más de 20 años. Casi todos eran de extracción popular, muchos de ellos maestros de primaria, campesinos, ferrocarrileros fugaces, oficinistas y hasta frustrados artistas que tenían entre 30 y 50 años de edad. Por instinto derivado de las luchas obreras de fines de los cincuenta, específicamente la huelga de ferrocarrileros y, posteriormente de los othonistas, empezaron a considerar cambiar a la dirección del partido, enquistada por casi 20 años y conducida por el carpintero Dionisio Encina, preso en esos días en Lecumberri.
Alejo Méndez, que falleció recientemente, era un militante del aparato, muy abnegado. Tenía entonces unos 31 años y, en su libro Historia del Comunismo en México, narra que la lucha iniciada en el PCM en 1957 se prolongó por tres años.
En el grupo de integrantes del aparato del PCM que se adueñaron de la dirección en 1960 estaban Arnoldo Martínez Verdugo, Gerardo Unzueta, Encarnación Chón Pérez Gaytán, Manuel Terrazas, Edelmiro Maldonado y Camilo Chávez, entre otros. Con sus instintos, sus carencias, sus virtudes, sus dogmas y sus vidas, fueron los hombres abnegados que tuvieron que vivir al margen de la sociedad por el autoritarismo el Estado: escondidos en oficinas que la gente ni siquiera sospechaba que existiesen, pero que los aparatos policiacos tenían perfectamente localizadas. Eran personajes casi fantasmagóricos. Sus vidas eran muy grises y se encontraban alejadas de las vidas heroicas de los revolucionarios europeos del siglo XIX, en especial la de los narodnikis (populistas) rusos y sus rivales posteriores, los bolcheviques. Se hallaban, también, apabullados por las imágenes combativas de los revolucionarios castristas de Cuba y los que se sumaron a su táctica guerrillera en todo el continente. Su situación era incómoda en la medida en que eran perseguidos por el gobierno, que podría encarcelarlos, torturarlos e incluso asesinarlos, casi con total impunidad, mientras que las “masas”, específicamente las proletarias, ni siquiera los conocían.
En el XIII Congreso del PCM de 1960 se produjo un viraje de ruptura con la ideología de la “Revolución Mexicana”, como puede constatarse en una de sus resoluciones principales. En el ensayo titulado “Por la renovación del partido”, Alejo Méndez escribió que aquel congreso formuló “una nueva orientación estratégica, así fuera a rasgos muy generales no exenta todavía de la carga y la vieja concepción que ponía el acento en la lucha por la liberación Nacional, formuló la idea de una nueva revolución a la que denominó revolución democrática de liberación nacional”1.
Mientras Arnoldo Martínez Verdugo y su grupo definen al XIII Congreso como un punto de quiebre con el período de Dionisio Encina, establecido en el congreso extraordinario en 1940 —donde predominaron los métodos autoritarios contra toda disidencia—, José Revueltas calificó al grupo de Martínez Verdugo como una nueva dirección integrada por “pandilleros políticos lumpen-proletarios”. Según Revueltas, aquella nueva dirección actuaba por medio de “delegados falsos, representaciones inexistentes, ocultación de documentos y demás”2.
Por su parte, Martínez Verdugo califica a Revueltas con un lenguaje muy semejante, que refleja la intolerancia de ambos, muy típica de la manera en que se discutía y se sigue discutiendo en ese mundo comunista: “En el curso de la discusión que se realizaba principalmente en el Comité del Distrito Federal y en el Comité Central, apareció una tendencia claramente revisionista, que encabezaba José Revueltas. Desde sus primeras intervenciones en la Conferencia de agosto y septiembre de 1957, expuso su concepción liberal del centralismo democrático, según la cual en períodos de discusión cesaría toda labor de los órganos dirigentes, los que se dedicarían a ‘coordinar’ la acción de las diversas tendencias. Poco después, ante el fracaso de sus posiciones, Revueltas intervino con su conocida ‘tesis’ acerca de la ‘inexistencia histórica del Partido’, que lo colocaba en el terreno del liquidacionismo. Cuando la Conferencia del Partido en el DF derrotó estas posiciones y declaró su incompatibilidad con la militancia en el Partido, Revueltas y su célula no se sometieron a estos acuerdos y renunciaron al Partido. Se trataba de una cuestión de principios, en la que no cabían concesiones: la cuestión de la existencia del Partido. Ya V. I. Lenin había dicho que ‘de suyo se comprende que el Partido no puede existir teniendo en su seno a los que no reconocen su existencia’”3.
El lenguaje intolerante y los adjetivos altisonantes se usaban contra cualquier postura diferente o disidente era moneda corriente, véase cómo se consideraba a los partidarios del Partido Comunista de China:
“Con motivo de la lucha emprendida por el Partido Comunista de China en el seno del movimiento comunista, se presentaron en nuestro Partido nuevos motivos de divergencias. Antes del XIV Congreso, tres miembros del Comité Central, Edelmiro Maldonado, Camilo Chávez y Samuel López pretendieron arrastrar al Partido a las posiciones de la dirección del PCCH y fueron rechazados. El primero renunció al Comité Central y los dos últimos fueron expulsados del Partido por el XIV Congreso, por acudir a métodos fraccionalistas. En el Comité del DF se formó en ese tiempo un grupo que pretendía imponer una serie de posiciones ultraizquierdistas y aventureras, saboteaba la actividad del Partido en el MLN e introducía métodos fraccionales de su actividad. La mayoría de los integrantes de este grupo, que dirigían Mario Rivera y Guillermo Rousset, acabaron apartándose de la labor revolucionaria o incorporándose a diversos grupos antipartido”.
Para Arnoldo Martínez Verdugo, la que él llama “crisis prolongada del PCM”, fue producto de la intervención de la Internacional Comunista: “A fines de 1939 llega a México una delegación de la Internacional Comunista, encabezada por el camarada Victorio Codovila y en noviembre el Comité Central resuelve convocar un Congreso Extraordinario del Partido”.
La crisis del partido
El Partido había entrado en una crisis prolongada, propiamente, en 1937, con la adopción de la línea “Unidad a toda costa”. Esta crisis coincidió con el descenso del movimiento obrero y campesino, prolongándose hasta los años de 1957 a 1959, cuando comenzó un período de reanimación. Se sucedieron, entonces, una serie de luchas internas, que terminaban en escisiones —como las de 1943 y 1948, por ejemplo—, hasta que en 1950 se materializó la división formal del Partido, al constituirse el Partido Obrero Campesino Mexicano.
Escarbando más allá y más acá de la jerga comunista, es posible apreciar los aportes que tuvo el XIII Congreso del PCM para las izquierdas mexicanas, muy mimetizadas a los postulados “revolucionarios” del estatismo nacionalista del PRI, las ideas de Vicente Lombardo y de la inmensa mayoría de la “intelectualidad progresista, antiimperialista y democrática”. Despreciados por esa “intelectualidad”, los comunistas atisbaron un rumbo distinto para las izquierdas e incluso para el país.
El asunto no es tan sencillo, hoy estamos ante los funerales de la Revolución Mexicana por malas razones, el predominio de la cultura del mercado como remedio, la privatización o, cuando menos, el ideal de competencia, como panacea; ello no implica evadir el gran daño causado a las izquierdas —o, mejor dicho, al movimiento de los trabajadores— que nos hizo la ideología de la Revolución Mexicana desde la cuna. Cuando, con Carranza, la Casa del Obrero Mundial persiguió a los zapatistas y villistas y luego el PCM se subordinó a Lázaro Cárdenas, hasta llegar a la obscenidad de convertir a Bartlett, a Camacho, a Sansores, a Monreal, y sus monaguillos, en líderes de las “izquierdas”. Hoy más que nunca urge crear un pensamiento y unas prácticas autónomas.
Los años sesenta
La combinación de factores nacionales e internacionales fueron dando al PCM y a las izquierdas nuevas posibilidades para ampliar su influencia política e ideología. Las huelgas ferrocarrileras de finales de los años 50, las luchas magisteriales, las invasiones de tierra de ciertos sectores campesinos, pero sobre todo el impresionante surgimiento del movimiento estudiantil en el plano nacional, el triunfo de la Revolución Cubana, así como el conjunto de revoluciones de independencia en África y las guerras anticoloniales en la península de Indochina, en la escala planetaria, le dieron al PCM un perfil nuevo.
El aislamiento de décadas en el movimiento de los trabajadores y del conjunto de los movimientos sociales se fue superando paulatinamente por el lado menos esperado: la irrupción de un fenómeno cultural, político y social, la emergencia de las capas medias en la vida del país. La “pequeña burguesía” invadió las filas del PCM.
Un “sujeto revolucionario” diferente al “proletariado”, tomó por asalto las anquilosadas estructuras organizativas, políticas e ideológicas del partido y también sacudió a las izquierdas nacionalistas, socialistas y a las diversas corrientes marxistas: los estudiantes produjeron una auténtica revolución cultural en sus filas. Estos, a pesar de formar parte de una porción relativamente pequeña de la sociedad, fueron capaces de influir no sólo en la vida universitaria, sino también en la cultura y los movimientos sociales, generando un proceso insólito e inédito en la vida nacional y no se diga en la “mentalidad dogmática de los marxistas”. El PCM tuvo una gran transfusión de sangre nueva a través de la Juventud Comunista.
Los jóvenes comunistas llegaron a las filas del PCM con mucha vitalidad, energía, autonomía y con ciertas tendencias liberal-libertarias. Fue una “invasión bárbara”.
El momento culminante de esa rebelión cultural fue sin duda el Movimiento del 68. Su creatividad, su rebeldía, su estilo iconoclasta, sus rasgos parricidas y su gran apetencia de libertad cimbraron a todos los grupúsculos.
El PCM no quedó al margen de dicho movimiento, como ocurrió con sus pares en Francia, Alemania e Italia, e incluso —muchas veces con posturas contradictorias y repudiado por los activistas— logró que un buen número de sus militantes tuvieran una influencia importante en las asambleas, las brigadas y el mismo Consejo Nacional de Huelga. Dichos militantes lograron convertirse en parte de la dirección del movimiento gracias a su alianza con los principales dirigentes, a pesar de que los mismos dirigentes habían sido “purgados” de las filas del PCM. Unos y otros volvieron a sentirse identificados, olvidando las pugnas de los años anteriores, dentro del pujante movimiento estudiantil nacional de la década de los años 60.
La rebeldía de los estudiantes de la juventudes comunistas y de sus camaradas recién salidos del PCM, posibilitó que el movimiento comunista rompiera su situación de secta, aunque, después de la represión criminal del Estado, sufriera grandes rupturas.
Después de esa tragedia del 2 de octubre, y de la repetición de la política criminal del 10 de junio de 1971, la juventud comunista de México se fracturó en dos partes; una de ellas, en compañía de los jóvenes cristianos radicales, alimentó a los grupos armados, sobre todo a los de la Liga Comunista 23 de Septiembre.
El PCM fue ambiguo con los grupos armados de los años setenta
Los coqueteos del PCM con la lucha armada llegaron a expresarse en su Congreso XVI, que estableció que era “la vía más probable de la revolución democrática y socialista” en México.
Esa ambigüedad propició una relación vergonzante con Lucio Cabañas, quien era militante del PCM. Tras la matanza en Atoyac el 17 de mayo de 1967, Cabañas huyó al monte para evitar ser asesinado y, a partir de ahí, creó la Brigada de Ajusticiamiento y, posteriormente, el Partido de los Pobres.
El PCM envió armas y escondió en diversas partes del país tanto a Lucio Cabañas como a sus militantes; sin embargo, Arnoldo Martínez Verdugo negó esa relación política siempre. Después del secuestro de Rubén Figueroa el 30 de mayo de 1974, y tras la persecución criminal de Echeverría contra Lucio Cabañas y su política de arrasar pueblos enteros, el dinero que Figueroa entregó a Lucio como pago del rescate fue escondido por militantes del PCM. El destino de ese dinero nunca fue esclarecido con claridad y existen múltiples versiones sobre su destino. Es uno de los episodios más turbios de la historia del PCM.
En 1985, Arnoldo Martínez Verdugo, entonces candidato a diputado federal por proporcionalidad por el PSUM, fue secuestrado por un grupo que se decía heredero del Partido de los Pobres. Tras varios meses de negociaciones, el PSUM pagó a los secuestradores 100 millones de pesos. Ese dinero lo consiguió el PSUM del gobierno. Jamás se lo reintegró, aunque, supuestamente, fue un préstamo.
Ese “préstamo” y otras entregas de dinero del gobierno a los dirigentes del PCM de manera subrepticia —algunas reconocidas por Arturo Martínez Nateras en uno de sus libros—, muestran la turbiedad de las relaciones de la dirección del PCM con los gobiernos priistas. “Ya con el registro pactamos con López Portillo la entrega de recursos en efectivo […] Nosotros seguíamos con toda la política de tributos a la suprema causa de la nueva revolución en México. Por supuesto que recibimos tributo de universidades y universitarios; de sindicatos y sindicalistas”, afirmó Martínez Nateras en El 68 conspiración comunista.
Todo ello se basó en una visión no democrática, sino instrumental, en torno al Estado, derivada de la concepción de que éste es una “maquinaria al servicio de una clase”, que debía ser sustituida por la “dictadura del proletariado”.
La ausencia de compromiso con la institucionalidad democrática en varios movimientos comunistas del mundo fue producto de lo que Palmiro Togliatti llamaba “las reservas mentales”, refiriéndose a la actitud de muchos militantes comunistas italianos, antiguos partisanos, quienes, ante la decisión del Partido Comunista Italiano de entregar las armas, escondieron algunas en espera de volver a usarlas. Palmiro Togliatti, entonces secretario general, fue muy claro al afirmar que no se trataba de una maniobra, ni de una medida transitoria. Habían resuelto participar en la construcción del “Gran Arco Constitucional”. Estas actitudes ocurren cuando no se asume con firmeza la cuestión democrática; me refiero al complejo fenómeno que conlleva la democracia, y no sólo a la cuestión electoral. La desconfianza hacia aquello que los comunistas llamábamos “legalidad burguesa” hizo estragos en la formación de una cultura política realmente democrática.
Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano, trató de construir con la Democracia Cristiana un compromiso histórico. Una decisión tomada después del derrocamiento del gobierno de Salvador Allende en Chile. Ante tal panorama internacional, Berlinguer no consideró que la democracia era la ruta para cambiar, de manera pactada, la desigualdad y la explotación del capitalismo, renunciando a la violencia revolucionaria. Dicho compromiso no pudo llevarse a cabo por el asesinato de Aldo Moro, dirigente de la Democracia Cristiana, por el grupo ultra izquierdista Bandera Roja el 9 de mayo de 1978.
El tener una actitud ambivalente ante la democracia y la legalidad propicia la arbitrariedad. En este mundo, los atropellos y excesos pueden conducir a la peor perversión del Estado y que este se use en contra la sociedad misma.
Este tipo de fenómenos fueron comunes desde los inicios de la construcción del Estado Soviético, tal como lo relata Orlando Figes en su libro La revolución rusa (1891-1924):
“Un sorprendente informe aterrizó en el escritorio de Lenin en septiembre de 1919. Demostraba que el Smolny, la ciudadela de la Revolución de Octubre, era un nido de corrupción. ‘El dinero fluye con libertad de los cofres del Soviet de Petrogrado a los bolsillos de los dirigentes del Partido’, escribió el jefe de la sección de obreros a Lenin. Durante varios meses el Departamento de Provisiones no había conseguido distribuir alimentos a los distritos obreros y, sin embargo, por la puerta trasera de los almacenes del Smolny se vendían a las gentes del mercado negro. ‘Los hambrientos obreros ven a las bien vestidas zarinas de los zares soviéticos saliendo con paquetes de comida y como las pasean en sus coches. Lo mismo que en los días de antaño con los Romanov y su fráulein, madame Vyruba. Tienen miedo de quejarse a Zinóviev (jefe del Partido en Petrogrado), puesto que lo rodean esbirros con revólveres que amenazan a los trabajadores cuando hacen demasiadas preguntas’. Aturdido por el informe, Lenin ordenó a Stalin, en su calidad de comisario del pueblo para el Control Estatal, ‘que llevará a cabo una inspección escrupulosa de las oficinas del Smolny’; deseaba que se realizaran sin el conocimiento de Zinóviev y de sus funcionarios. Pero Stalin se ‘negó a espiar a camaradas’, alegando que ello socavaría la labor del partido en un momento crucial de la guerra civil. Era típico de su actitud corporativa: los vínculos de camaradería y la supervivencia del partido primaban sobre cualquier prueba de abuso del poder”.
Viraje del PCM hacia la lucha electoral.
El secuestro de Lucio Cabañas puso en crisis a la dirección del PCM. El Comité Estatal de Puebla presionó a la dirección nacional para comprometerse en la lucha democrática. El Comité Central publicó un texto llamado “La realidad exige cambios”. En ese texto, el PCM dio un viraje de su postura ambigua, de coqueteo con la lucha armada —y la teoría denominada Combinación de las diversas formas de lucha—, para llamar al gobierno a realizar una reforma política.
El secretario de gobernación Jesús Reyes Heroles tuvo entonces una gran sagacidad. Fue pionero en el proceso democratizador del país y emprendió una reforma política clave para la democratización nacional: negoció con la dirección del PCM su registro electoral, condicionando a obtener el 1,5% de la votación en las elecciones intermedias de 1979.
La convicción liberal de don Jesús Reyes Heroles, que sin duda estuvo detrás de la legalización electoral del PCM, del PST, el PRT y el PMT —partidos de las izquierdas— y del PDM —partido de origen sinarquista—, fue explicada por su hijo Federico en el libro Orfandad. El padre y el político: “Reyes Heroles era un liberal atípico. Atípico en el sentido de que entregaba la vida por las libertades políticas, pero a la par creía en la necesaria intervención del estado en la economía”. Ese viraje de la política del Estado fue muy importante para el PCM y para el conjunto de la vida política nacional.
Heberto Castillo, dirigente del Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), inicialmente rechazó la reforma de Reyes Heroles y la consideró “fascista”, dejando, con ello, un vacío que el PCM ocupó. Gracias a ello obtuvo casi el 5% de la votación en 1979 y 18 escaños en la Cámara de Diputados.
Sin embargo, la política acertada del PCM en ese tema tuvo efectos negativos para algunos miembros del Partido, que pasaron de la semiclandestinidad a la ambición de ocupar cargos en los aparatos del Estado.
La influencia del PCM en la UNAM y su debilidad sindical nacional
Poco tiempo después de la primera campaña electoral con registro, el PCM incrementó su influencia en los medios universitarios, intelectuales y en otros sectores de las capas medias, a los que se les llamaba con desdén “pequeño burgueses”.
En la UNAM, el PCM llegó a tener más de 60 células que sumaban poco más de mil militantes. Eran muy activos. Se reunían casi semanalmente. Pagaban sus cuotas y distribuían el periódico Oposición. Realizaban tareas de propaganda, pintaban muros con leyendas y consignas acordes al momento: algunas de tipo electoral y otras ligadas a luchas obreras, urbanas y también internacionales. Realizaban foros, seminarios, debates, círculos de estudio y otras actividades de “formación y educación política”.
La huelga del Sindicato de Trabajadores y Empleados de la UNAM (STEUNAM), que tuvo lugar de octubre de 1972 a enero de 1973, y que había sido provocada en gran parte por los errores y prejuicios del entonces rector, Pablo González Casanova, proporcionó al PCM un importante espacio en el medio sindical.
Sin embargo, el PCM no supo negociar. Luego de dos meses de huelga rechazó aceptar un acuerdo muy sensato con el rector, que consistía en la admisión de la existencia del sindicato, la firma de un convenio colectivo y otras cuestiones importantes en el plano laboral. El PCM, lejos de influir a favor de una solución, apoyó la postura de la mayoría de la dirección del STEUNAM, que condicionaba el fin de la huelga a que se aceptara la llamada “cláusula de exclusión” en las relaciones laborales. Esta cláusula establecía el monopolio sindical para contratar a los solicitantes de empleo en cualquier institución de trabajo, ya fuera una empresa o una dependencia pública, e incluso dotar al sindicato de la capacidad de “separar” del trabajo a cualquier trabajador. Durante décadas, estas y otras cuestiones de carácter corporativo, establecidas en la Ley Federal del Trabajo y en el propia Constitución, habían sido consideradas como “conquistas de la clase obrera” tanto por el Estado como por el PCM y casi todas las izquierdas. Este tipo de cláusulas, no obstante, fueron parte del soporte legal para el monopolio sindical que conformó el aparato corporativo del Estado, denominado charrismo.
El rector Pablo González Casanova rechazó aceptar esa disposición “legal” en la UNAM que atentaba contra las libertades y por ello renunció. Su salida de la UNAM significó la derrota de un proyecto de reforma universitaria muy avanzado, estructurado en torno a los Colegios de Ciencias y Humanidades (CCH): una opción pedagógica basada en el principio “aprender a aprender”, contrapuesto a la enseñanza memorista. El CCH pretendía establecerse en todos los niveles de la UNAM: bachillerato, licenciatura y posgrados, para forjar una nueva universidad sin “liquidar” a la tradicional. Una ruta “paralela”, donde, durante un periodo, convivirían ambas. El nuevo rector, Guillermo Soberón, desechó el proyecto.
El PCM, por su dogmatismo y por su defensa del régimen corporativo sindical, es responsable de esa histórica cancelación de la reforma universitaria. Esa es la dimensión de una política errónea. Asumo sin evasivas la parte que me corresponde.
Los militantes del PCM en el Sindicato de Trabajadores de la UNAM (STUNAM), éramos la “corriente” mayoritaria tanto en el Comité Ejecutivo como en cada una de las delegaciones, sobre todo entre los trabajadores administrativos. También teníamos una cierta influencia entre los académicos, por nuestra alianza con el Consejo Sindical —corriente de izquierda predominantemente nacionalista y con presencia de trotskistas y maoístas—. Conformábamos una mayoría frente a las corrientes de oposición, casi siempre influidas por el maoísmo espartaquista y antiguos militantes de la Juventud Comunista escindidos un poco antes del 68, que tenían su revista Punto Crítico.
La presencia del PCM en el medio obrero era muy pequeña. Había algunos núcleos en la zona metropolitana de Naucalpan, Ecatepec y Tlalnepantla, en el Valle de México. En algunas secciones del Sindicato Minero Metalúrgico había células del PCM y unos pocos dirigentes sindicales. También había simpatizantes en algunos sindicatos de la industria automotriz, de las embotelladoras de refrescos y de la industria cervecera. Entre los ferrocarrileros apenas sobrevivían pequeños grupos tras la represión de los años 1958 y 1959. Lo mismo ocurría en el magisterio, donde se mantenía el Movimiento Revolucionario del Magisterio de manera marginal. En el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), con casi un millón de afiliados, la corriente hegemónica era la de los charros, todos bajo el control del PRI.
A fines de los años 70 surgió la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), muy influida por grupúsculos llamados ultras, donde predominaban los maoístas y algunos trotskistas. Los del PCM eran muy pocos y sufrían una cierta hostilización de los ultras, quienes los consideraban reformistas: un apelativo ofensivo porque los grupúsculos rechazaban la participación electoral. La hostilidad de los grupos ultras llegó al extremo de asesinar a un militante del PCM en Oaxaca, Carlos Hernández Chavarría, el 27 de febrero de 1978.
La insurgencia sindical
A finales de la década de los años 1970 se produjo una fractura muy importante en el medio sindical oficial, encabezada por la tendencia democrática de los electricistas que dirigía Rafael Galván, exsenador del PRI y hombre cercano al general Lázaro Cárdenas. Curiosamente, era simpatizante de ciertas tesis trotskistas.
Galván luchó por democratizar al Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (SUTERM), pero la intolerancia de los charros lo forzó a crear una tendencia democrática integrada por las secciones del SUTERM donde ya existían ciertos hábitos democráticos —como las secciones de trabajadores nucleares— que dirigía el joven líder Arturo Whaley, discípulo de Rafael Galván.
La tendencia democrática del SUTERM, varias secciones del Sindicato Minero, algunos sindicatos automotrices, otros de las industrias cervecera y refresquera, pequeños sindicatos de empresa y muchas corrientes sindicales, confluyeron en el Frente Nacional de Acción Popular (FNAP), creado en torno a la huelga de los electricistas de la tendencia democrática. Dicha huelga fue declarada inexistente y sus integrantes fueron expulsados del SUTERM. Las instalaciones de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) fueron tomadas por el ejército el 16 de julio de 1976. El PCM, que participó en dicha huelga con reticencia porque Galván había militado en el PRI, era una fuerza muy secundaria en el FNAP.
En toda esa atmósfera se produjo un Movimiento Sindical con cierta autonomía del charrismo oficial y se le denominó Insurgencia Sindical.
Los renos renovadores vs. los dinos dinosaurios, la lucha interna de 1980 y 1981
Tal como lo dijo Massimo Modonesi, los mejores años del PCM se vivieron en la segunda mitad de la década de 1970. Sobre todo, llegó a tener una influencia considerable en el medio universitario y entre los intelectuales, y recuperó sus años gloriosos entre las fuerzas de la cultura, como en la época de los muralistas Diego Rivera, Frida Kahlo, David Alfaro Siqueiros, José Revueltas y muchos otros, como Juan de la Cabada. En la UNAM trabajaba uno de los seccionales más importantes del PCM.
Algunos dirigentes del Comité Central, especialmente de la Comisión Ejecutiva, amenazaron con disolver al comité seccional universitario del partido por considerar a sus miembros como “frívolos”, “liberales” o francamente “fraccionalistas”, enemigos de la unidad del partido.
El Comité Seccional optó por enfrentar esa amenaza promoviendo un debate nacional en torno a los temas derivados de su crecimiento, su actividad pública, electoral, su debilidad en el movimiento obrero y otros temas relacionados con el debate internacional, especialmente las tesis del llamado Eurocomunismo. Para llevar a cabo la discusión se realizaron reuniones por fuera de los órganos regulares del partido, convocando a militantes de diversas células, comités seccionales del Valle de México y comités estatales importantes como los de Sinaloa, Jalisco, Puebla, Oaxaca y Guerrero, entre otros.
En vísperas de la realización del XIX Congreso, Arnoldo Martínez Verdugo presentó un informe al pleno del Comité Central, previo al congreso, donde acusó a varios miembros del mismo comité de haber realizado reuniones de “fracción”.
Al interior del PCM comenzó a gestarse un cierto descontento con la línea del partido. Muchos de los integrantes de las células obreras eran universitarios o intelectuales con cierta culpa por su condición de pequeño-burgueses y por ello no les interesaba la militancia en el medio universitario, dado que lo consideraban secundario a la militancia en el “seno de la clase obrera”, que, según ellos, era el “verdadero y único sujeto revolucionario”.
Es interesante citar la opinión de Massimo Modonesi, incluida en el libro de Carlos Illades titulado Camaradas. Nueva historia del comunismo en México: “El PCM vivió el mejor momento de su historia en la segunda mitad de los años 70, cuando maduró su perfil socialista independiente de la revolución mexicana y logró expandir su influencia política hacia distintos sectores sociales diferentes de lucha, logrando aprovechar los espacios electorales y atrayendo a sectores intelectuales y de clases medias progresistas. Al mismo tiempo, en el interior del partido afloraron tensiones y críticas que se manifiestan de forma abierta en la pugna entre los llamados renos (renovadores) y dinos (dinosaurios) antes y durante el 19 congreso en 1981. Tensiones que se manifestaban —de forma a veces contradictoria y paradójica— alrededor de la relación entre lucha social y lucha electoral, del reconocimiento de minorías y corrientes ante el centralismo democrático y de cuestiones doctrinarias como el abandono del principio de la dictadura del proletariado respecto del “poder obrero democrático”.
Octavio Rodríguez Araujo, también historiador del PCM, profesor universitario y simpatizante del trotskismo, escribió en el libro Las izquierdas en México: “[1981] fue muy accidentado para el Partido Comunista Mexicano pues en su XIX congreso, realizado del 9 al 15 de marzo, hizo explosión una división interna que venía gestándose por lo menos desde octubre de 1980 entre los llamados dinos (por dinosaurios) y los renos (por renovadores). Los primeros representaban a la mayoría del Comité Central saliente en tanto que los segundos formaban una corriente que consideraba que el Partido Comunista Mexicano era más un partido de opinión que un representante de los trabajadores en general y de los obreros en particular. A simple vista parecía que los renos eran los radicales, el tiempo demostró que no era así (los dinos tampoco, vale aclarar). Sin embargo, justo es decir que entre las pretensiones de los renos estaba detener el curso de las conciliaciones ideológicas que estaba proponiendo su partido y tratar de recuperar su carácter de clase aunque fuera sólo en el papel”.
La legalidad burguesa infectó a los comunistas
Algunos de los militantes del PCM, criaturas contradictorias, se fueron convirtiendo en seres invadidos por la mezquindad: su ambición por el poder se enmascaró bajo los emblemas de la “ideología” redentora del proletariado, para encubrir sus trayectorias manchadas por la “política-política” que los había llevado a participar en todo tipo de aparatos estatales durante los cuarenta años previos.
Militantes que padecieron la cárcel hoy son personajes de la tragicomedia mexicana. Instalados en los pasillos del Palacio Nacional, están convertidos en abyectos burócratas, dispuestos a defender las más absurdas y conservadoras políticas —anteriormente condenadas como neoliberales—, tales como los despidos masivos de funcionarios medios con ingresos promedio de mil a dos mil dólares mensuales, que se justifican al aducir que la mayoría de dichos funcionarios son corruptos. El índice flamígero es de quienes han servido al Estado y sus gobiernos, principalmente priistas, en cargos de alto nivel, con ingresos obscenos que ni así explican sus riquezas acumuladas. Dueños de varias residencias dentro y fuera de la Ciudad de México e incluso en el extranjero, tienen el cinismo de seguir empleando el lenguaje del marxismo más pedestre. Continúan venerando a las “dictaduras proletarias” de antes y de ahora, sin el menor rubor. Por ello no combaten, y ni siquiera criticaron, las ambiciones de Evo Morales, mismas que llevaron al expresidente boliviano a no respetar los resultados de su propio referéndum en 2016 y al fraude electoral de 2019, que produjo un inmenso rechazo civil durante tres semanas de rebelión y que finalmente lo llevó a “renunciar” ante la presión de los militares.
A continuación recupero, para evidenciar lo anterior, un pasaje del libro El cero y el infinito de Arthur Koestler: “Los recuerdos le asaltaban y bordoneaban la idea en sus oídos. Rostros y voces surgían y se desvanecían; cada vez que intentaba retenerlos le hacían daño; todo su pasado se había hecho doloroso al tocarle y al menor contacto supuraba. Su pasado era el Movimiento, el Partido; presente y porvenir pertenecían al Partido; pero su pasado era el Partido mismo. Y de repente este pasado era puesto en tela de juicio. El cuerpo cálido y viviente de Partido se le aparecía cubierto de llagas, de llagas purulentas de estigmas sanguinolentos. ¿Dónde y cuándo encontraba la Historia santos tan enfermos? ¿Había tenido alguna buena causa tan malos representantes? ¿Si el Partido encarnaba la voluntad de la Historia, entonces era que la Historia misma estaba enferma?”.
Dónde está la frontera entre devoción y sometimiento. Dónde está la frontera entre libertad y opresión. Todo eso resulta importante comenzar a desentrañarlo. Comenzar a narrarlo, para quitarle el velo de lo misterioso a ese mundo raro de los comunistas mexicanos. Mundo en el cual viví prácticamente tres décadas: unos 20 años como militante formal de la juventud comunista y el PCM y otros tantos desde la cercanía, tanto en la fase previa como la fase posterior a su desaparición. Pero también en el mundo periférico de los grupúsculos trotskistas, maoístas y guevaristas, y en el entorno de sus herederos, como el Partido Socialista Unificado de México y, en cierta medida, en el Partido Mexicano Socialista y la secuela que dejó.
Recuerdo, ahora, un pasaje del libro de Furet, El pasado de una ilusión: “La quiebra del régimen nacido en octubre de 1917, y tal vez más aún el carácter radical que esta quiebra adoptó, privaron en efecto a la idea comunista no sólo de su territorio de elección sino también de todo otro recurso: lo que murió ante nuestros ojos, con la Unión Soviética de Gorbachov, engloba todas las versiones del comunismo, desde los principios revolucionarios de octubre hasta su historia, e incluso la ambición de humanizar su trayectoria en condiciones más favorables. Fue como si acabara de clausurarse el camino más grande jamás ofrecido a la imaginación del hombre moderno en materia de felicidad social. El comunismo nunca concibió otro tribunal si no la historia; helo aquí, pues, condenado por la historia a desaparecer en cuerpo y alma”.
Este comunismo, que tuvo sus altas y sus bajas, sus claroscuros, sus mártires, sus figuras emblemáticas, por el sacrificio, la disposición de lucha y de resistencia de sus militantes, era también el comunismo que dotó de cuadros al Estado de la Revolución Mexicana. En el “Ensayo sobre un proletariado sin cabeza”, José Revueltas escribió: “En México se produce un fenómeno del que difícilmente puede darse un paralelo en ningún otro país del mundo contemporáneo. Este fenómeno consiste en que la conciencia de la clase obrera ha permanecido enajenada a ideologías extrañas a su clase y en particular a la ideología democrática burguesa desde hace más de 50 años, sin que hasta la fecha haya podido contestar su independencia. O sea, su enajenación ha terminado por convertirse en una enajenación histórica”.
En el mismo ensayo, Revueltas afirma “[…] el partido de Estado cumple la triple misión de clase que le ha impuesto el desarrollo democrático burgués: a) dirigir a la burguesía y mediatizar bajo esa dirección a todo el conjunto de la sociedad mexicana; b) conservar y afianzar la colaboración de clases entre burguesía y proletariado; c) garantizar como indisputable la dirección de las masas campesinas por la burguesía y fortalecer la alianza entre ambas, alianza que seguirá siendo la más esencial para la clase burguesa. pero que al mismo tiempo constituye su talón de Aquiles.”
La decadencia comunista vive hoy una perfecta simbiosis: un comunismo simple, sin proyecto, sin visión, sin conocimiento del país, que tuvo militantes abnegados hoy estafados, igual que millones de ciudadanos, por un presidente demagogo. Un gobierno que se niega a dar un viraje en su política económica para hacer frente a la debacle económica, que ya produjo la pérdida de más de 15 millones de empleos. La pobreza y la desigualdad serán aún peores. El manejo de la pandemia del COVID-19 es un desastre. El número de contagios y de muertes puede ser catastrófico.
Es un triste final. Una utopía convertida en mercancía por unos cuantos fanáticos que temieron romper con un credo religioso, convirtiéndolo en una estructura totalitaria, desmoronada por sus propias contradicciones internas y cuyo extravío teórico y político produjo, en México, la patética paradoja de promover la restauración de la presidencia imperial.
La imprescindible lucha por transformar de raíz nuestro país y el mundo requiere más preguntas que respuestas preestablecidas.
El pensamiento no puede tomar asiento. EP
Villa Olímpica, Ciudad de México. 17 de julio de 2020.
1 Historia del Comunismo en México. México, 1985, Grijalbo, p. 268.
2 José Revueltas. Ensayo sobre un proletariado sin cabeza. México, 1962, Editorial Logos, pp. vi y vii.
3 Arnoldo Martínez, Trayectoria y Perspectivas. México, 1971, Ediciones de Cultura Popular, p 51.
4 Martínez, Verdugo, Arnoldo, México, 1971, Ediciones de Cultura Popular.
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.