Desaprender la mirada: estéticas de la resistencia ante el ojo hegemónico

Las estructuras de la estética hegemónica se filtran como formas de violencia cotidiana hasta lo más profundo de nuestro ser, tocando las fibras más íntimas de nuestra percepción.

Texto de 07/09/20

Las estructuras de la estética hegemónica se filtran como formas de violencia cotidiana hasta lo más profundo de nuestro ser, tocando las fibras más íntimas de nuestra percepción.

Tiempo de lectura: 10 minutos

En la primera foto vemos a un niño dudar. Tendrá unos 5 años y recarga su pequeño mentón sobre las manos, tras una mesa del tamaño de un pupitre. Uno de sus dedos señala tímidamente en dirección a una muñeca de tez clara y cabello rubio. Ignorada, del lado opuesto, queda una muñeca de cabello negro y tez oscura. Los ojos del niño miran, a medias, a la muñeca que ha elegido. 

En la segunda foto, el niño ya no duda tanto. Extiende el brazo en dirección a la muñeca blanca. Pero sus ojos ahora se dirigen, no hacia su elección, sino hacia el cuerpo adulto —invisible en la foto— que sostiene y ofrece las dos muñecas como opciones, una en cada mano. Un adulto, para un niño, significa autoridad, y este niño indaga la mirada del adulto en busca de aprobación. Ha elegido correctamente, ¿cierto?

En la tercera fotografía, uno de los psicólogos que conduce el experimento de las muñecas observa al niño jugar con la figura elegida, mientras que la muñeca negra, de nuevo, es ignorada. El doctor se recarga contra una mesa, observando al niño jugar, desde un punto de vista donde este no puede mirarle. 

“Todos, los niños partícipes del experimento, el fotógrafo y la pareja de psicólogos, eran afrodescendientes. El objetivo del estudio ahora conocido como “Doll Test” era detectar de qué manera los niños negros se veían y entendían a sí mismos. “

La elección entre una u otra muñeca es la respuesta a una serie de preguntas hechas a infantes, de entre tres y siete años, viviendo en Estados Unidos: “Enséñame cuál es la muñeca con la que te gusta jugar”. “Enséñame cuál es la muñeca que es una muñeca linda”. Estas tres fotografías fueron tomadas en 1947 por el fotógrafo estadounidense Gordon Parks, quien documentara el famoso “Experimento de las Muñecas” conducido por Mamie Phipps Clark y Kenneth Clark, un matrimonio de psicólogos. Todos, los niños partícipes del experimento, el fotógrafo y la pareja de psicólogos, eran afrodescendientes. El objetivo del estudio ahora conocido como “Doll Test” era detectar de qué manera los niños negros se veían y entendían a sí mismos. Detonado por la tesis de Mamie, a cuyo estudio se uniera su esposo Kenneth, el dúo de psicólogos buscaba descubrir cómo los infantes desarrollan un sentido del ser, de su propia persona, y cómo este fenómeno se ve afectado por prejuicios raciales, discriminación y segregación racial en las escuelas de Estados Unidos —que en ese entonces continuaban segregadas racialmente—. La tercera pregunta del cuestionario del experimento revela los efectos de centurias de racismo institucionalizado y cómo afectaba —y continúa afectando hoy en día, pues para ello basta con buscar versiones recientes de la “Doll Test” en Youtube— la concepción del ser propio de los infantes entrevistados. Ante la pregunta “Enséñame cuál es la muñeca que es una muñeca mala”, o en otra versión, “Enséñame la muñeca que se ve mal”, la mayoría de los niños y niñas eligieron a la muñeca negra. Pero a esa pregunta le seguía otra, cuya respuesta era la verdaderamente devastadora. En entrevista en 1985, Kenneth Clark la describiría así: 

“Después de que planteáramos las preguntas sobre preferencia, en donde la mayoría de los infantes inquietantemente rechazaron a la muñeca negra o la muñeca café, y describían con características positivas a la muñeca blanca —no todos, pero la mayoría sí lo hicieron así— entonces venía la más alarmante de las preguntas, aquella cuya respuesta me causó un malestar enorme, incluso siendo científico. La pregunta final planteaba: “Ahora enséñame la muñeca que se parece más a ti”. Y era alarmante porque muchos de los niños y niñas se perturbaron emocionalmente al tener que identificarse con la muñeca que antes habían rechazado. Algunos de ellos incluso se salían del cuarto o se negaban a contestar la pregunta. Y esto lo interpretamos como un indicativo de cómo el color, en una sociedad racista, era un componente increíblemente inquietante y traumático del sentido del ser de un individuo, sobre su autoestima y valor propio.” El estudio de los Clark en torno al racismo internalizado y los efectos negativos de la segregación racial en las escuelas públicas eventualmente fue utilizado como evidencia en la deliberación del juicio Brown v. Board of Education, que llegó hasta la Suprema Corte de Justicia en 1954, y cuyo veredicto conduciría a la abolición de la segregación racial en el sistema educativo estadounidense. 

El “Experimento de las Muñecas” de los Clark —quienes fueron participantes fundamentales del movimiento por los derechos civiles, y vivieron en carne propia, al igual que el fotógrafo Gordon Parks, la segregación escolar— reveló que las estructuras sociales de discriminación se internalizan e invaden a las personas en la intimidad de maneras prácticamente virulentas. El experimento mostró la clara preferencia por la muñeca blanca en todos los niños del estudio. La repetición de la prueba, a lo largo de años, ha mostrado resultados consistentes, con pocas variables. 

La prueba en sí misma es un artefacto cultural digno de análisis, especialmente por su cruce de categorías estéticas y morales. Al preguntar sobre la muñeca linda, o bonita, se utilizaba a palabra “nice”, que es una categoría estética. Al preguntar sobre la muñeca mala, se utilizaba la palabra “bad”, que es una categoría ética y moral. Show me the doll that’s a nice doll (Muéstrame la muñeca que es la muñeca linda). Show me the doll that you like to play with (Muéstrame la muñeca con la que te gusta jugar). Show we the doll that’s a bad doll (Muéstrame la muñeca mala). Show me the doll that looks bad (Muéstrame la muñeca que se ve mal). Los términos no eran nice (bonita) ni ugly (fea). Tampoco fueron good (buena) y bad (mala). Fueron una mezcla de ambas: nicebad; bonita – mala. El traslape de las categorías dice mucho de cómo en las sociedades humanas las consideraciones estéticas se transforman en parámetros de lo bueno o lo malo, y no indicadores de una variabilidad sensorial. La estética va siempre, casi siempre, apegada a un juicio de valor con carga histórica, social y política. El experimento de los Clark impacta, porque revela cómo ciertos parámetros de lo que es el ser —en este caso parámetros raciales, pero pueden ser de otro tipo, por ejemplo, parámetros de género o preferencia sexual, de clase, lingüísticos— se internalizan y se convierten en parámetros no públicos, sino íntimos, determinando nuestra concepción de otros y de nosotros mismos. 

“La historia de quiénes y cómo han decidido la estética de la belleza y la fealdad puede rastrearse a través de los pasajes de una historia del arte hegemónico.”

El traslape entre categorías estéticas y categorías éticas y morales abre la puerta a preguntarnos qué formas de resistencia —estéticas de la resistencia y resistencias a través de la estética— pueden ejercerse frente a los prejuicios que un sistema históricamente opresivo perpetúa como “adecuado”, “estéticamente deseable”, etcétera, al punto de moldear la psique para determinar que algo bueno es bello y algo feo es malo, incluso cuando eso señalado como “malo” sea nuestro propio ser. Basta con abrir los dos tomos editados por Umberto Eco, La historia de la belleza y La historia de la fealdad, donde se exploran los cánones de estas dicotomías estéticas —desde el punto de vista occidental, por supuesto— para comprender que gran parte de las categorías estéticas que practicamos a diario están atravesadas por una historia política que ha convenido que ciertos cuerpos resulten buenos y bellos, y otros resulten malos y desagradables. La historia de quiénes y cómo han decidido la estética de la belleza y la fealdad puede rastrearse a través de los pasajes de una historia del arte hegemónico donde se habla de armonía, equilibrio, simetría, perspectiva: la construcción de una estética de lo deseable. 

Bien dice John Berger en su clásico libro Modos de ver, que “el capitalismo sobrevive obligando a la mayoría —a la que explota— a definir sus propios intereses con la mayor mezquindad posible. En otro tiempo lo logró mediante privaciones generalizadas. Hoy lo está logrando en los países desarrollados mediante la imposición de un falso criterio sobre lo que resulta y no deseable”. Y así es como tras las más íntimas de las percepciones estéticas —qué color combina con cuál otro, por ejemplo— se enarbola una profunda pedagogía del ser, determinada por amplias estructuras políticas y económicas, donde ciertos gustos se determinan como óptimos y otros no. Y si el gusto está determinado por un canon hegemónico, entonces lo desagradable —el disgusto— se construye sobre el mismo canon. Pero, ¿a quién sirve y de qué maneras se posibilita que ciertos consensos sociales sobre lo estético tengan continuidad? Es decir, ¿a través de qué actos de repetición obsesivos de la colectividad se construye el ojo hegemónico? ¿Y cómo hacerle frente y negarnos a su hegemonía? La construcción de lo deseable nunca es inocente, siempre es parte de una historia de lo político —y lo económico. 

La artista estadounidense y afrodescendiente Bisa Butler se formó, al igual que la pareja Clark, en Howard University, una universidad tradicionalmente afroamericana. Ahí su formación estuvo a cargo de miembros del colectivo de artistas AfriCOBRA, surgido en Chicago en la década de 1960. Aquellos eran artistas que realizaron un trabajo profundo para problematizar y retar las categorías estéticas y cromáticas de la tradición occidental. Como tal, identificaron la paleta del canon blanco y occidental, e intentaron subvertirla. Buscaban construir una estética negra que no se basara simplemente en contenido, o en el hecho mismo de ser arte, sino en la construcción de un sentido de la estética que se centrara en el orgullo, la autodeterminación, el empoderamiento y celebración de las vidas negras. 

Eligieron una gama de colores que nombraron “kool-aid colors”, por su vibrante intensidad. Butler, alumna de dicha generación, ahora se dedica a pintar con telas, reactivando la tradición afroamericana del quilting —el arte textil que engarza capas de telas de colores construyendo patrones geométricos y multiformes—, creando piezas asombrosas de grandes dimensiones, basadas en una cromática estridente y táctilmente estimulante. En una entrevista Bisa Butler narró cómo, durante su formación, sus maestros planteaban ejercicios que cuestionaban el origen de la pintura a partir del lienzo en blanco, ¿por qué blanco?, y postulaban alternativas, como el inicio desde el lienzo negro, planteando así otros inicios y puntos de partida posibles. 

“Ellos fueron tan lejos que hasta desecharon la paleta de colores que se usaba, el de las Bellas Artes, es decir, la tradición europea del arte. Utilizar el blanco, para iluminar las piezas, era inaceptable”, cuenta Butler. “Era como poner de cabeza todas las ideas […] Normalmente cuando vas a comenzar a trabajar con un lienzo, este es blanco, y pensamos en un lienzo blanco, pero en nuestros ejercicios el lienzo era negro, y había que pintar desde ahí.” Lo que buscaba esta corriente del arte afroamericano era desarrollar una sensibilidad y estética propia, desde los elementos materiales más básicos del arte: los colores. “La paleta que usábamos eran colores comunes en el arte africano, o en telas africanas, naranjas brillantes, amarillos brillantes, rojo carmesí, azules intensos, y esa paleta de colores les decían colores Kool-Aid […] y cuando ves mi arte, aunque no lo haga a propósito, puedes ver esos colores Kool-Aid ahí”. La formación artística de Bulter y la tradición AfriCOBRA muestra cómo una estética de la resistencia es también una estética de la sospecha en torno al canon. No sólo busca superar al canon, o ir en su contra, sino cuestionar los elementos de su estructura y el proceso de su construcción, ¿de qué está hecho y por qué y para quién está hecho? 

Las estéticas de la resistencia encuentran también formas de oponerse y deconstruir aquellas estéticas hegemónicas impuestas al ojo entrenado por el estatus quo. Busca reentrenar la mirada para que el niño no tenga que decir que es mala la muñeca que se parece a él. Todo esto podría parecer absolutamente superficial, la estética racializada de nuestro mundo podría ser cuestión de superficies, de dermis, no penetrar en nuestras almas y cuerpos hasta que un día amanecemos con un titular de periódico que nos recuerda el canon y sus efectos, como el reciente: “Bebés negros presentan tres veces más probabilidad de morir si son tratados por doctores blancos”. Y es así como se cristalizan en eventos concretos, en cuerpos específicos, los efectos del racismo inconsciente, interiorizado, íntimo. La estética hegemónica parece superficial, pero el ojo del canon es mortal. Mata. En el sistema médico, por ejemplo, la discriminación inherente en el sistema, en yuxtaposición a la segregación inconsciente, determina que ciertos cuerpos sean más escuchables que otros, que ciertas personas sean más tomadas en cuenta que otras, y estos factores provocan la existencia de estadísticas de mortalidad infantil y maternal en ritmos alarmantes entre la población afrodescendiente en Estados Unidos. 

En respuesta a estas estructuras, existe la posibilidad de la estética de la resistencia. Una práctica de la resistencia en relación a lo visual como frente de lo político, podría basarse en al menos tres premisas: denunciar la injusticia y la opresión. Representar a poblaciones históricamente oprimidas no a partir de su sumisión, sino enfocando su fuerza y las formas de persistencia que han desarrollado ante la imposición. Y, finalmente, ejercer resistencia a través de modos alternativos de mirar el mundo: minar al ojo hegemónico. Esto último implica cuestionar qué se nos enseña y qué es deseable que nos enseñen. Dilucidar la arquitectura de la estética de la opresión es también una de sus tareas paralelas. Y para ello deberán inevitablemente gastarse las energías en determinar cómo se construye y constituye esa opresión. Enfrentarse a aquellas formas de mirar que duelen, como hicieron los Clark. 

“El ejemplo de la discriminación racial es de los más evidentes, pero esta necesidad de desaprender las estéticas de la opresión a través de la práctica de una estética de la resistencia, se filtra también a otros prejuicios.”

Las estructuras de la estética hegemónica se filtran como formas de violencia cotidiana hasta lo más profundo de nuestro ser, tocando las fibras más íntimas de nuestra percepción. ¿Cómo resistirnos a percibir lo desagradable, agradable, estético o no estético, si hemos sido diseñados, una y otra vez, a percibirlos de esa manera? ¿Cómo resistirnos a sentir lo que hemos sido enseñados a sentir? El ejemplo de la discriminación racial es de los más evidentes, pero esta necesidad de desaprender las estéticas de la opresión a través de la práctica de una estética de la resistencia, se filtra también a otros prejuicios: de clase, de género, de preferencia sexual, incluso en la dimensión de lo sonoro. 

En 2011, en México, se viralizó la campaña de publicidad “Racismo en México” diseminada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación. En aquel video, se replicaba el “Experimento de las Muñecas” de los Clark, aunque con algunas variantes. Las niñas y niños eran de mayor edad, e incluía a niños blancos y niños morenos. Las muñecas se volvieron muñecos, y eran blanco y negro. Las respuestas de los infantes, sin embargo, son tan impresionantes como las de la prueba de los Clark en los años 40, aunque con variantes. Las respuestas de los niños, en el ejercicio en México, revela no sólo las estructuras de racismo dentro de las cuales habitan estos infantes; muestra también los efectos que ejerce el mito del mestizaje. Este le ha otorgado al racismo mexicano otros filos, otras navajas y estrategias que permiten expresiones de vaguedad que van desde la dificultad de algunos niños por enunciar las tonalidades de pigmentación de manera directa, hasta consignas del tipo “México no es racista, es clasista”. El ejercicio de los Clark se complica en México, donde la cromática del racismo y la pigmentocracia puede rastrearse hasta las minucias estéticas de los cuadros de castas de la colonia. Aquí, quizás, valdría la pena preguntarnos, antes que nada, entre qué tipo de muñecas habrían de elegir estas niñas y niños, en un experimento como el de los Clark. 

¿Qué significaría, en México, por ejemplo, descolonizar nuestra mirada? Para poner un ejemplo más reciente: ¿qué vuelve a un triciclo de venta de comida un objeto de folklore admirable al punto de poder terminar en un museo o un elemento inadmisible en el paisaje urbano? El objeto es el mismo, la diferencia es quién se queda la ganancia de la venta. ¿Quién decide, y por qué lo decide de ese modo? La estética de la resistencia busca resistir al ojo hegemónico reconociendo que su campo de trabajo no es sólo el ojo, sino nuestra alma, tanto como nuestro gusto estético. Ahí la intimidad se vuelve un espacio de lucha. Y una estética de la resistencia, que surge frente al ojo hegemónico, no sólo enuncia formas de resistencia, no sólo narra sus historias, sino que integra a su quehacer y a sus prácticas otras formas de observar el mundo, construyendo así una política de la mirada que sea la continuación de una conversación que ojalá nunca termine. EP

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