Crisis económica y oportunidad

¿Qué desventajas ha traído la globalización para la economía en México? ¿Qué hemos hecho mal para que la economía global llegue a un punto casi insostenible? En este texto, Mario Campa aborda la situación actual y propone posibles soluciones.

Texto de 01/12/21

¿Qué desventajas ha traído la globalización para la economía en México? ¿Qué hemos hecho mal para que la economía global llegue a un punto casi insostenible? En este texto, Mario Campa aborda la situación actual y propone posibles soluciones.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Lo que sabemos de la crisis financiera mundial es que no sabemos mucho.

— Paul A. Samuelson

La catástrofe sanitaria está lejos de concluir, a pesar de que los contagios y las defunciones por COVID-19 han venido en declive desde la aparición de las vacunas. Si bien parece que lo peor lo hemos dejado atrás, la recuperación económica aún es endeble. Rumbo al cierre de 2021, múltiples economías no han recuperado sus niveles de empleo o actividad previo a la pandemia, la inflación continúa en ascenso a escala global, la tensión energética en Europa se agudiza, las desigualdades persisten y la emergencia climática apenas comienza. No parece descabellado asumir que el sistema económico global atraviesa una nueva crisis.

Los ciclos económicos parecen haberse acortado con la última ola de globalización. Desde comienzos de siglo, Estados Unidos —el antiguo hegemón— ha padecido junto a buena parte del mundo tres recesiones: la burbuja del internet, la crisis financiera hipotecaria y el confinamiento forzado por la pandemia. Tratándose del “fin de la historia”, el sistema económico mundial parece más endeble que nunca. Aún sin guerras sustanciales, las recaídas se han vuelto más frecuentes y severas. Aunque el endeudamiento masivo de las economías —facilitado por la coordinación de los bancos centrales— ha prevenido mayores calamidades, el castillo de naipes parece cada vez más expuesto a un soplido devastador.

“Aunque el endeudamiento masivo de las economías ha prevenido mayores calamidades, el castillo de naipes parece cada vez más expuesto a un soplido devastador”.

¿Qué hemos hecho mal? En primer lugar, querer aplicar una receta para todo el mundo y para todo momento. El Consenso de Washington —influenciado por la caída del Muro de Berlín, la hegemonía de la escuela neoclásica y la influencia política de las ideas de Ronald Reagan— fue lo más cercano a esa capitulación de la historia de la que hablaba Fukuyama en su variante económica. El término acuñado por el economista John Williamson en 1989 sintetizaba las diez fórmulas que, para los organismos multilaterales y para el Tesoro de los Estados Unidos, constituían el paquete de reformas para los países en desarrollo azotados por una crisis financiera. En resumen, propugnaban estabilización económica, liberalización del comercio y la inversión, el adelgazamiento del Estado y la confianza plena en las fuerzas del mercado como autorreguladoras de economías y dilemas morales. Seguir la receta se convirtió en insignia del buen cocinero. 

Cualquier desvío —es decir, la heterodoxia— fue visto como un atroz intento del retorno de las ideologías —es decir, del regreso de la historia—. En realidad, nunca nos abandonaron. El fundamentalismo de mercado, asociado al Consenso de Washington como batería de política económica o al neoliberalismo como proyecto político, hegemonizó la conversación y enmascaró la resolución de las crisis como un mero asunto y trámite de expertos, típicamente economistas. Y sin embargo, se subestimó y se sigue subestimando que el desplazamiento instantáneo del capital financiero es capaz de desestabilizar países en cuestión de días, particularmente de aquellos en vías de desarrollo. México no fue la excepción: de las últimas cuatro recesiones, tres fueron importadas y la de 1994-1995 se dio en plena etapa de apertura comercial de la economía mexicana.

Las últimas crisis mexicanas 

El primero de enero de 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El Consenso de Washington había ido permeando en México después de una década de los setenta convulsa y unos ochenta de ajuste y estancamiento, hasta encontrar eco internacional con la capitulación de la Guerra Fría y expresión electoral con el triunfo de la candidatura de Carlos Salinas de Gortari. El lazo con los Estados Unidos prometía facilitar el acceso de México al mundo desarrollado. Fueron quizá las expectativas desbordadas, los errores de la política fiscal y la desatención crónica de los problemas sociales del sur del país los tres acicates de una tormenta perfecta que se fue retroalimentando de nerviosismo, incertidumbre y eventualmente pánico: ingredientes que suelen estar presentes en toda crisis económica.

Quizá la mayor ironía del denominado “Efecto Tequila” fue que el endeudamiento agravado por el riesgo político fue la masa que infló la crisis, pero fue también la deuda la que permitió acelerar la salida del profundo hoyo. Sin el célebre salto olímpico de Bill Clinton al Congreso de los Estados Unidos y su intermediación ante el Fondo Monetario, la recuperación plena hubiera demorado. Decía Albert Einstein que “en tiempos de crisis, la imaginación es más efectiva que el intelecto”, y vaya que el guion fue desafiado. Claro está, sin el acceso a los mercados internacionales de crédito a los que se recurrió a lo largo del sexenio, la crisis de balanza de pagos precipitada por la fuga de capitales jamás se hubiera presentado en la magnitud vista. 

La de 1994-1995 fue la última crisis cambiaria en México. En aquel tiempo, el tipo de cambio fijo regía las transacciones financieras internacionales. A partir de la crisis, la libre flotación del peso ha suavizado los ajustes y servido de mecanismo correctivo de ciertos desbalances, auxiliando a los exportadores en momentos de depreciación de la moneda, pero en probable perjuicio de los importadores y de la estabilidad y desarrollo del mercado interno. Si bien el sector externo ha ganado en competitividad y madurez, las derramas a la población y a la industria mexicana han sido a cuentagotas, y en cambio fueron subordinando el destino del país a los vaivenes de la economía global. Desde entonces, los catarros de los Estados Unidos se convertirían en pulmonías, parafraseando a Agustín Carstens (2008).

El fin de la recuperación estuvo marcado por la alternancia presidencial, el ataque a las Torres Gemelas y la explosión de la burbuja del internet. La caída del PIB y el aumento del desempleo fueron menos pronunciados en comparación con la crisis previa, pero la recesión de octubre de 2000 a septiembre de 2003 (36 meses) fue la más larga en la historia de México. Irónicamente, a Estados Unidos le tomó de marzo de 2001 a noviembre de 2001 (8 meses) salir de la recesión. Los continuos superávits primarios alrededor del 1% del PIB del sexenio de Vicente Fox —austeridad fiscal mucho más severa en comparación con la del sexenio actual— impidieron una salida rápida a una crisis suave, pero prolongada por la inacción.

Cuando parecía que el mundo dejaba atrás el bache de inicios de siglo, la irracionalidad de los mercados financieros nuevamente precipitó una debacle internacional cuando la crisis hipotecaria del 2008-2009 acercó al mundo al precipicio bancario, irónicamente cuando los banqueros centrales se mostraban más confiados y complacidos de su medición y gestión de riesgo sistémico. Al final, “la crisis ha demostrado que la autorregulación —que propugnaba la industria financiera y que para mí era un oxímoron— no funciona”, como escribió el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz.

Si bien las intervenciones de política monetaria y política fiscal lograron suavizar las caídas por una contracción fuerte en la demanda agregada de muchos países, incluyendo México, el endeudamiento al que se recurrió y los desbalances expuestos siguen causando estragos incluso hoy en economías que venían tomando fuelle hasta la emergencia del COVID-19.

“México fue de los países más afectados por la crisis hipotecaria debido a su estrecha relación con el epicentro de la Gran Recesión”.

México fue de los países más afectados por la crisis hipotecaria debido a su estrecha relación con el epicentro de la Gran Recesión. La depreciación cambiaria, la fuga de capitales invertidos en deuda mexicana, la caída del precio de materia prima (incluyendo el petróleo) y fuertes descensos en las exportaciones de manufactura detonaron una caída del empleo formal registrado ante el IMSS que tomó 20 meses revertir. En aquel entonces, la lenta aplicación del paquete contracíclico que incluía la construcción de una refinería que jamás vería la luz influyó para que la recuperación fuera más moderada en comparación al rebote visto en 1996-1997.

En aquel entonces, el surgimiento de la influenza AH1N1 fue un agravante de la recesión y un primer aviso del efecto que podría tener un confinamiento parcial o total de la economía. Según algunas estimaciones, México estuvo entre los países con la mayor mortalidad por aquella variante de influenza. Los efectos económicos se centraron, en esencia, en la zona metropolitana del Valle de México. Aquella advertencia sería preámbulo de los estragos causados por el coronavirus cuyo impacto sigue siendo severo para la gran mayoría de las economías, y cuyas mutaciones pueden ocasionar una recaída generalizada.

La exposición de México al exterior parece inevitable en las siguientes décadas. Aunado al estrecho vínculo con los ciclos de Norteamérica, las pandemias y los potenciales estragos de la crisis climática presentan un panorama lleno de retos para la política económica del país. Si bien la globalización trajo algunos beneficios, como un mayor control inflacionario por un mayor acceso a bienes y servicios del extranjero, la mayor disponibilidad de crédito de largo plazo o la llegada de inversión extranjera directa (IED) en la manufactura, también restó autonomía monetaria al país. Pudo haber debilitado al mercado interno en exceso y expuso la estabilidad macroeconómica a los caprichos y exuberancias de los mercados financieros internacionales. En el balance, las cuentas son pobres. Sin cambio, el estancamiento de cuarenta años que atraviesa México podría extenderse. Es momento de ajustar.

Oportunidad de cambio

La pandemia ha desnudado algunas injusticias a nivel mundial. Ha sido evidente que 1) el acceso del teletrabajo es muy desigual; 2) el incremento de riesgo laboral provoca el retiro anticipado de millones de trabajadores valiosos y experimentos; 3) la ausencia temporal o permanente de estancias y otros centros de cuidados impide que las mujeres ingresen o retornen al trabajo; 4) la falta de acceso universal a protección y seguridad social no sólo afecta a los individuos, sino que ocasiona problemas colectivos y mermas a la productividad; 5) los países con amortiguadores automáticos, como los seguros de desempleo, parecen salir más rápido de las crisis;  6) las heladas y sequías agravadas por el cambio climático afectan la inflación mundial y obstaculizan una recuperación.

Si consideramos que los ciclos económicos globales parecen irse acortando aún en ausencia de guerras y que la adaptación y mitigación al cambio climático seguirá imponiendo a los países ajustes que pueden desencadenar en inflación o menor crecimiento económico, cierta dosis de nacionalismo no chovinista podría ser aconsejable. Ante la proliferación de fallas o ausencia de mercado, la soberanía y autonomía de los países podría espolear activismo con potencial de colmar los vacíos globales causados por la alta dependencia en la liberalización de comercio y capital y la baja intervención de autoridades supranacionales. 

En un mundo cada vez más globalizado y apurado por la transición energética, las crisis podrían ser más recurrentes aún. Si la globalización agudizó problemas como el tráfico de armas, la interdependencia financiera o el mismo calentamiento global, o repensamos esta globalización desde abajo —tolerando la migración y un mejor arreglo fiscal multinacional o promovemos la vuelta a lo local y a lo nacional. El libre albedrío económico global parece ser ya un escenario agotado, un horizonte mutilado. 

Acaso estamos ante la presencia de un cambio más profundo que los agravios anteriores, pues la economía global podría estar transitando por un derrumbe de certezas no visto en mucho tiempo. Decía Bertolt Brecht que la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer, y hoy lo viejo podría ser un Consenso de Washington que ha envejecido mal. 

“Acaso estamos ante la presencia de un cambio más profundo que los agravios anteriores, pues la economía global podría estar transitando por un derrumbe de certezas no visto en mucho tiempo”.

Sin embargo, hay motivos para el optimismo. Un grupo de expertos convocados por el G7 elaboró en meses recientes un documento al cual se le ha llamado  Consenso de Cornwall que propone soluciones para incrementar la resiliencia de las economías a los choques externos. El texto parte de reconocer que la globalización no siempre es una fuerza positiva, que hay riesgos latentes por una mayor apertura y que una gobernanza mundial efectiva es necesaria para atender las crisis que nublan el horizonte. 

Próximo a presentarse a un más amplio G20, el Consenso de Cornwall propone entre sus recomendaciones una distribución más equitativa de vacunas para esta y futuras pandemias; acelerar la economía circular; generar un sistema impositivo justo; promover reformas al comercio y al sistema de patentes global; mayor activismo en la lucha antimonopolios; establecer impuestos mínimos a transnacionales; acelerar la transición verde; utilizar indicadores alternativos al PIB, y mayor intervención en las cadenas de distribución de bienes críticos. Su ruptura con el Consenso de Washington es evidente, justa y necesaria. 

Es cierto que es medular partir del reconocimiento que recetas anteriores, como el Consenso de Washington, han fallado; el nuevo pacto pretendería, ante todo, señalar la falta de mayor gobernanza global para atender los desafíos galopantes. En general, el mundo parece estar encaminándose al rechazo de la autorregulación y del fundamentalismo de mercado como corrector de los grandes problemas sociales. La Historia está de vuelta y late con fuerza.  Menos esoterismo y más voluntad popular encausada, parece ser el clamor en ciernes. México haría bien en montarse a la ola reformista mundial. Cuarenta años de estancamiento prescriben la búsqueda de soluciones más audaces a viejos y nuevos problemas. Cuando la crisis es sistémica, el sendero de oportunidad se expande y brilla hacia horizontes inexplorados. Toca trazar nuevas utopías para echar a andar de nuevo. EP

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