Los caracoles rodean la vida, son pequeños recordatorios de lo diminuto. Este hermoso ensayo fragmentado de Mariana Oliver habla de los caracoles que Patricia Highsmith se negó a comer, del cuerpo que ocultan o muestran en un despliegue de confianza y de cómo poblaron algunos momentos de su infancia.
Apuntes sobre caracoles
Los caracoles rodean la vida, son pequeños recordatorios de lo diminuto. Este hermoso ensayo fragmentado de Mariana Oliver habla de los caracoles que Patricia Highsmith se negó a comer, del cuerpo que ocultan o muestran en un despliegue de confianza y de cómo poblaron algunos momentos de su infancia.
Texto de Mariana Oliver 11/10/21
El 25 de agosto de 1974 la escritora Patricia Highsmith dio una entrevista a una cadena de televisión suiza con la consigna de no responder preguntas personales. Antes de comenzar, permite que le tomen fotografías. Lleva puesto un suéter rojo que le cubre el cuello por completo, el cabello lacio y oscuro le roza los hombros cuando habla. Un hombre de bata blanca, blanquísima que le da un aspecto criminal, se coloca tras la cámara y dispara. Perfil. Dispara. Mirando al frente. Dispara. Las dos fotografías aparecen en el mismo cuadro como si se revelaran al instante. La misma mujer de perfil y de frente que oculta la mirada. Entonces una voz grave comienza a leer en alemán una ficha técnica. Nombre: Patricia Highsmith, año de nacimiento: 1921, nacionalidad: estadounidense, lugar de residencia: París, ocupación: autora de novelas criminales y de relatos cortos.
Dice que nació en Texas, pero que conoce mejor la ciudad de Nueva York, que los tres amigos que tenía ahí se han ido y la ciudad ya no es la misma. Que vive en Francia, en el campo, trabaja siete días a la semana y tiene un gato. Mientras habla, el alemán se le enreda en la lengua. Entonces alguien coloca un plato frente a ella con diez, doce caparazones vaporosos hinchados de mantequilla y perejil. Casi inmediatamente, Highsmith levanta el plato y lo devuelve. Que no come caracoles, que tiene algunos en casa como mascotas. Los caracoles le gustan, dice, porque no han cambiado en millones de años y pueden mantenerse vivos pese al hambre y la sequía.
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Los caracoles comenzaron a poblar la Tierra hace más de 500 millones de años y desde entonces son un cuerpo que se contrae y se extiende arrastrando a cuestas su escondite. En la punta de los tentáculos sostienen sus ojos, útiles tan sólo para distinguir la noche de la luz del día. Habitantes de un mundo silente, se dejan guiar por el olfato. Para moverse segregan una sustancia que reduce la fricción con la superficie, una estela acuosa que delata su paso. El cuerpo húmedo del caracol se comporta igual que una herida abierta: es incapaz de resistir al contacto con la sal. Si ésta llegase a tocarlo, el caracol comenzaría a deshidratarse hasta perder por completo el agua que lo mantiene vivo.
Cuando un caracol presiente peligro, se resguarda en su concha. Es capaz de ocultarse ahí por semanas sin asomar siquiera la cabeza. En el relieve de su cuerpo el caracol arrastra el código que ordena al mundo; es una espiral que obedece la sucesión de Fibonacci. Al igual que las tortugas, los caracoles cargan con el estigma de la lentitud; irónicamente, el espiral de su concha crece en la dirección de las manecillas del reloj.
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Cuando era niña íbamos al panteón francés tres o cuatro veces al año. Ahí está enterrada mi abuela materna. Recuerdo esas mañanas como algo especial, igual que recuerdo algunos días de fiesta. Despertábamos temprano para bañarnos y desayunábamos fruta con un vaso de leche. Apenas el coche atravesaba la entrada del panteón, el pasto más verde que recuerdo aparecía frente a mí, siempre recién cortado, siempre húmedo. Frente a las tumbas familiares, los adultos hacían lo suyo, cambiar las flores, el agua agria, reemplazar la cera. Mientras tanto, nosotras habíamos organizado una carrera. Éramos cinco niñas y cada una despegaba un par de caracoles del piso. Los llevábamos al pie de una tumba y desde ahí esperábamos a que avanzaran a través de un camino sembrado con trozos de plantas que desembocaba en una meta imaginaria. Nunca ocurrió. Algunos estiraban los tentáculos en dirección al sol como desperezándose, otros permanecían inmóviles y otros tantos, los más desconfiados ante nuestra torpeza, se guardaban en su caparazón dueños de otro tiempo, ajenos por completo a la prisa y la competencia. Cuando la indiferencia de los caracoles nos aburría, corríamos hasta la cima de los montículos verdes que intentaban disimular la tristeza de aquel sitio, estirábamos las manos y los pies como si quisiéramos volvernos flecha y dejábamos que nuestro cuerpo descendiera en aquella pendiente. Una vuelta antes de llegar al suelo nos guardábamos en la concha imaginaria que nos protegía la piel y las rodillas de los raspones.
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Aunque los caracoles son incapaces de escuchar, el oído interno de los seres humanos resguarda uno. El sonido se arrastra en las paredes del oído, entra por el canal auditivo y choca con una membrana que vibra tras el impacto como si fuera un gong. Entonces las ondas sonoras se vuelven un río viscoso que recorre un laberinto enroscado. Vibraciones lentas se alternan con otras más agitadas en esa oleada de palabras y notas musicales.
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La editorial en la que Highsmith publicaba regularmente rechazó el manuscrito, pero la novela salió en 1951 con el sello Coward-McCann en la ciudad de Nueva York. Apareció con el título de El precio de la sal. El fondo de la portada era gris y sobre un puñado de sal se dibujaba el título. Consignaba a Claire Morgan como su autora, una escritora inexistente que Patricia Highsmith inventó para ocultarse. Su primera novela se estaba haciendo famosa y no quería que la vincularan con un libro en el que la homosexualidad estaba en el centro de la trama. En apariencia, El precio de la sal es una obra anómala en la producción de Highsmith; sin embargo, aficionada de imaginar crímenes, la autora inventó una historia de amor entre mujeres que tenía un final feliz en el que las protagonistas apostaban por compartir el futuro. En esta novela no hay personajes suicidas, ni hay culpas que resarcir, ni vergüenza que llevar a cuestas.
Claire Morgan recibió miles de cartas en las que la gente le agradecía por haber escrito esta novela. Después de casi cuarenta años de ocultarse, Patricia Highsmith reveló que ella era la autora de El precio de la sal y que esta novela, en realidad, se llamaba Carol. EP
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