Tuve un problema de identidad recientemente debido a mi carrera de actriz cotidiana. Yo no la había elegido, era más como un pacto que mediaba la convivencia entre mi padre y yo. Él, acostumbrado siempre a tener muchos avatares, se configuraba como personas distintas dependiendo de lo que se necesitara en la situación. Claro que todas las personas tienden a modificar su personalidad en ciertos momentos, pero cuando se trataba de mi padre, el asunto era más complejo. Yo siempre creí en su capacidad para transformarse; cuando era niña solía decirme que él podía ser todo menos astronauta. Eso hizo un poco difíciles las preguntas de mis amigos sobre el trabajo de mi padre, más complicadas aún las que yo misma me hacía sobre su identidad. Pero poco a poco me dejó entrar a su juego camaleónico.
Mientras crecía empecé a notar que me presentaba de maneras distintas
cuando nos encontrábamos a alguien en la calle; no siempre era su hija, a veces
era su sobrina, otras, una niña perdida. Al inicio esto me dio la impresión de
que había cierta ilegalidad en mi existencia. Se me metió en la cabeza que
debió tener otra familia, o que yo era adoptada, o que me había robado en un
arrebato paternal incontrolable. Pero no fue así. Parecía que sólo me estaba
entrenando, preparándome para no sé qué interpretación final de mi vida.
Primero, mis identidades fluctuantes me desconcertaban, por un rato no
quise salir con mi padre, no sabía cómo adaptarme a todas estas personas que me
suplantaban por momentos. Escapaba de sus invitaciones, fingía dolores de
cabeza, mencionaba que estaba en mis días y eso lo mantenía alejado (tenía su
avatar de padre tradicional, también, que se incomodaba con cosas relativas a
mi menstruación); sin embargo, sabía que no podía esconderme para siempre. La aceptación
es el primer paso. La negación no existe en este juego. Uno se adapta a decir
que sí a lo que venga. No se puede mostrar la sorpresa al saberse una persona
diferente. Así, empecé a mejorar con pequeños detalles. La naturalidad de mi
rostro era lo más importante; no se podía notar mi duda del inicio, mi proceso
de adaptación al papel que se me imponía. Era crucial esperar cualquier cosa:
mi padre nunca delimitó el juego, no me había dicho si yo podía ser todo,
incluso astronauta.
Es increíble la cantidad de conocimientos que promueve el cambio de
identidad. Las mentiras necesitan sustento y buena memoria. Al inicio sólo inventaba
cosas, sin titubear, pero a medida que ciertos papeles se repetían fui
mejorando los detalles. Fue en esta investigación de vidas alternas en la que
me convertí en una lectora asidua. Me imaginé que si visitaba suficientes
historias al menos podría robarme algo de los personajes. Mi búsqueda siguió
otros derroteros de la cultura general. Ya sabía los nombres de ciertos
instrumentos quirúrgicos, también precisiones de movimientos telúricos y
climatológicos. Tenía un conocimiento geográfico inmejorable, entre mis hobbies estaba ver el movimiento de la
vida en distintos países, por lo general en Skyline. Uno tenía que estar
preparado hasta para ser de nacionalidad diferente. A veces, cuando podía
prepararme por adelantado, visitaba los blogs de notas de viaje; no se podía
notar mi falta de experiencia, de recomendaciones. También me di una embarrada
de historia del arte, ubicar dos o tres características de algunos clichés te
hace pasar por intelectual.
Pero estoy exagerando, en realidad no me esforcé tanto como debería,
inventaba más de lo que podía asegurar. Era muy vaga en algunas de mis
respuestas. Además, nunca se puede saber lo suficiente. Era muchas personas
mediocres, a pesar del entrenamiento. Casi siempre era sencillo, sobre todo por
esta propensión de la gente a ayudar a la mentira. Esto es cierto, no puedo
explicar por qué, pero la mayoría de las veces no era mi padre quien me
asignaba el papel; era mi interlocutor quien me daba información sobre mi
personaje. Antes de notarlo, claro, vivía con más ansiedad, aunque me
controlaba por fuera, por dentro sentía que iba a arruinarlo todo. Mi padre
pocas veces me dio un guion al cual atenerme, y cuando él olvidaba hacer las
precisiones sobre mi identidad, mi pulso se agitaba. El candor de los demás,
aprendí, me rescataría en cada ocasión.
Papá: Y ella es Mariana.
Amigo de la juventud de mi padre: Ah, claro, tu hija, ¿en qué trabajas
estos días?
Yo: En esto y lo otro, es un momento complicado.
Amigo de la juventud de mi padre: Bueno, ser escritora debe ser difícil.
Yo era contadora. Pero el personaje de artista siempre se me dio fácil,
casi todos esperan una persona bohemia, con una que otra anécdota interesante
de decadencia y una nueva publicación entre las manos. Además, me gustaba
hacerme la excéntrica, fingía que coleccionaba fotos de pájaros azules para la
inspiración y que escribía mejor cuando la luna estaba en cuarto creciente. La
verdad es que por un tiempo también consideré dedicarme a eso, parecía que
tenía mucho sentido, que incluso aportaría algo a mi juego del disfraz. Podría
ejercitar mi habilidad para inventar personajes, me convertiría en una
mentirosa más familiarizada con la verosimilitud. Pensé que ésa sería una buena
manera de contar todas mis experiencias, incluso hacer un manual para actrices
cotidianas aspirantes. Pero era una mala lectora, me lo creía todo, no se puede
aprender el oficio así. Además, necesitaba un punto de contacto con la
realidad, si me hubiera dedicado a eso habría terminado esquizofrénica. Los
números, por otro lado, aunque me aburrían, me hacían sentir real.
En el trabajo era una mujer común y corriente. Llevaba mi comida a la
oficina, porque no quería engordar demasiado, cuidaba mi aspecto como cualquier
actriz de profesión. Las personas a mi alrededor me agradaban, pero nunca las
dejé que entraran a mi juego, era algo demasiado íntimo. Además, mis compañeros
no tenían esa pizca de imaginación que yo sentía que llevaba a rastras. Me
pensaban infantil porque aún conservo mi capacidad de asombro, cualidad que creo
que me ha servido bastante bien para seguir inventando cosas. La curiosidad,
diría yo, es el mejor motor para cualquier arte, más aún para el mío.
Alguna vez intenté hablar con alguien acerca de mis transformaciones. Me
empezó a parecer una actuación patológica, quizá después de compartirlo me
sentiría un poco mejor al respecto de todo. Tal vez hasta quería presumirlo,
tampoco era tan extraño. Como dije, no me sentía cómoda compartiéndolo en la
oficina, quisiera o no, ahí era necesario conservar mi papel de contadora
normal dentro de lo que cabe. Así que se lo conté a la única chica con la que
seguía hablando después de salir de la universidad. “Eso se llama trastorno de
múltiple personalidad”, me respondió y se alejó de mí. En realidad ahora se le
dice trastorno de identidad disociativo, pero ni tiempo me dio de corregirla.
Quizá no me expliqué bien, quizá me dejé puesto el traje de atleta que es buena
para exigirle todo a su cuerpo pero no a sus palabras.
Me preocupaba que sólo me estuviera basando en estereotipos para
interpretar a mis personajes. Tenía fichas con respuestas genéricas para
algunos de ellos, otros compartían bastantes características. Me causaba
conflicto pensar que me estaba relajando, que me distraía con otros asuntos o
que las ganas de descansar estuvieran ganando terreno. Entonces me llegó el
reto. Mi padre me invitó a un viaje por Europa con un grupo de amigos suyos. El
plan me emocionaba y me inquietaba al mismo tiempo, qué tal que tenía que ser
personas distintas con cada uno de nuestros acompañantes. De ser así, sólo
podría interactuar con un ser humano a la vez. Me atreví a plantearle el
problema a mi padre.
—No te preocupes, sólo tienes que fingir ser como ellos.
Sus amigos eran de esa clase neo-aristocrática de la ciudad. La mayoría
tenía buenos puestos en gobierno, de los que habían sacado casi todo su dinero
y, para gastarlo, se iban de viaje muy seguido. Yo tenía que mezclarme con
ellos, volverme frívola, verme ligeramente más interesada por las tiendas que
por los museos, tomarle foto a todo sin ver nada y no mostrar demasiada
emoción. Debía parecer que ya había estado por todo el mundo y lo había
encontrado en falta, aburrido, con el único rush
de saber que podía gastar mi dinero en cualquier cosa.
Pensé que no podía ser tan difícil. Ya había fingido antes ser una mujer
internacional, ciudadana del mundo. Pero era mi primer viaje fuera del país, y
me preocupaba un poco no vivirlo como la persona que era sino como alguien que,
para colmo de males, no entendería la emoción de ver en vivo las curiosidades
de Europa. Porque mi profesión tan monótona no me alejaba de la capacidad de
asombro. Mi padre, en otro de sus muchos avatares, era una persona muy culta,
sabía de todo un poco y sabía disfrutar el arte. Otra de mis herencias era ese
amor y respeto por la creación humana. Como fuera, un reto era un reto, quizá
hasta la prueba máxima de que nuestro juego podría llegar a su fin, de que yo
estaba preparada. Para qué, no lo sé, pero siempre supuse que con la actuación
cotidiana mi padre me estaba transmitiendo algo de su experiencia vital.
En el avión fingí que no me asusté en lo absoluto cuando la turbulencia me
despertó en medio de la noche. Hasta me reí de las esposas-trofeo que
llevábamos a cuestas y que gritaron por lo bajo en los asientos cercanos al
mío. En el aeropuerto de Roma caminé con tanta seguridad que me siguieron sin
voltear a ver la pantalla, pensando que los guiaría hasta la banda para recoger
nuestras maletas: me justifiqué entrando al baño sin voltear a verlos.
En el coche que nos llevó al hotel, me mostré impaciente y agotada. Pero
mis ojos brillaban, asumí que tenía que ensayar frente al espejo para
disimularlo. Incluso me perdí el primer día de paseo, fingiendo que el jet lag me afectaba demasiado y, de
cualquier manera, ya me sabía de memoria los Museos Vaticanos. Esto, claro
está, me dolía hasta el alma, pero estaba comprometida, como siempre, con la
persona ajena que tomaba el poder de mi cuerpo para no hacer quedar mal a mi
padre.
En Venecia nos guie con éxito en el vaporetto
hasta la Piazza San Marco, suerte que la lógica del transporte público siempre
es la misma. Aprobé con entusiasmo la propuesta de no sé qué restaurante a
pocas cuadras de la plaza: fingí que había comido ahí gran parte de mi verano
pasado, cuando estuve hospedada en uno de los palazzos que aún servía de residencia a una tal señora Bordereau.
Sólo me faltó decir que conocía al dueño. Fui minuciosa al momento de escoger
la comida y la bebida. Elegía platillos cuyo nombre no me daba ni pista de lo
que eran, con un acento italiano que espero no haya ofendido a ninguno de los
locales. En cuanto al alcohol, si no era vino, consultaba a mi padre con la
mirada para asegurarme de que mi personaje podía permitírselo. Resultó ser una
bebedora empedernida esta mujer neo-aristocrática, algo que casi me hizo caer
al canal cuando íbamos de regreso al hotel.
El asunto de las fotos lo justifiqué con el pretexto de haber olvidado mi
cámara en casa. Para qué molestarme sacando nuevas con mala calidad, si tenía
carpetas atiborradas de fotografías profesionales. Para hacer tangible el tedio
que terminaría por fundirme con el grupo, redirigí mi desprecio por ellos hacia
una aparente actitud ante la vida. Yo sentía que lo estaba haciendo muy bien.
Pero el tedio empezó a tomarme por asalto de manera más íntima. No sólo
Mariana la burguesa se sentía asfixiada, también Mariana la contadora, la mujer
clasemediera con una sensibilidad suficiente como para querer disfrutar de las
obras de arte que ahí estaban al alcance de la mano. Entonces, empecé a
escaparme de noche. No podía entrar a ningún museo, pero las ciudades me bastaban.
La arquitectura era bellísima y me creé a mí misma el personaje de una princesa
fugitiva que recorría su ciudad por primera vez.
Me gustaba la tranquilidad de estar sola, de no ser alguien a toda hora.
Pero no sabía qué hacer, sin museos y sin mis guías no tenía idea de lo que era
estar en una ciudad europea. Caminé sin rumbo por largo rato, veía los
aparadores de las tiendas cerradas, las chicas caminar por los empedrados en
zapatos altos y con una actitud que robaba el aliento. Pensaba que nunca podría
fingir ser una Mariana italiana, eso me entristecía por alguna razón. Me sentí
un poco abrumada, así que me dirigí a uno de los cafecitos de la Piazza.
Observé el movimiento a mi alrededor, las esculturas de oro que adornaban el
techo de un palacio frente a mí, los arcos que me recordaban a las ciudades
orientales de los cuentos que me leía mi papá de niña. Después, no supe qué más
hacer. Para prevenir la crisis, pedí una hoja de papel y una pluma. Se me
ocurrió que era prudente llevar las cuentas claras de lo que había gastado
hasta ahora. Las cifras me cuadraron, quedé tranquila.
Creí que esos escapes nocturnos me dejarían seguir adelante con la farsa.
Nuestro paseo italiano acababa en Florencia. Ya había contenido la emoción ante
la mayoría de las obras de Miguel Ángel. En Roma, cuando vimos El rapto de Proserpina no dije nada. La Galería
Uffizi sería todo un reto, pero después de la sensualidad de Bernini me sentía
invencible. Eso pensé hasta que uno de los amigos de mi padre propuso que
contratáramos un servicio de pseudogalería. Al parecer era común que en
edificios antiguos de la ciudad se instalaran réplicas de los museos más
reconocidos. Cuando se tiene dinero se puede pagar por la comodidad de ver “lo
mismo” pero lejos del gentío. Celebré la idea, mi personaje también despreciaba
los tumultos.
La entrada estaba tapiada. Se tomaban muy en serio su papel en la
clandestinidad. De ahí en fuera todo era idéntico: la revisión a la entrada,
las advertencias sobre perder el boleto, los señalamientos. Las columnas
estaban en el mismo sitio que en el original, los grandes salones se amoldaban
al armazón de fuera sin mayor problema. Contratamos una guía. Era simpática,
pero mis experiencias del viaje habían aumentado mi sentimiento de superioridad
intelectual. Vi cada una de las salas con la sensación de que si miraba las
pinturas con intensidad, con admiración, las paredes se caerían y el edificio
podría colapsar. Tengo que aceptar que las réplicas eran geniales. La pincelada
era idéntica. Si no supiera la verdad…
Me separé por un momento. Una de las piezas llamó mi atención, era una
cubierta para un retrato. No sabía que ese tipo de cosas existían. Otra mujer
se acercó a mirar, traía una libreta bajo el brazo. Me vi reflejada en su expresión,
sentí que teníamos la misma cara, que nuestros ojos se fijaban en los mismos
detalles, la máscara al centro nos hipnotizaba, repasábamos la curvatura de los
grutescos con la misma parsimonia. Leímos la inscripción casi a coro.
—Es una frase tomada de Séneca y Quintiliano —dijo sin que yo le preguntara
nada—. Significa “a cada quien su propia máscara”. Me explicó entonces que era
una pintura con un falso relieve, se utilizaba para esconder un retrato. De
alguna manera se insertaba en el marco de la pintura y se podía deslizar, para
mostrarlo u ocultarlo. Siguió diciendo que no sabían bien a quién pertenecía el
retrato que llegó a esconder.
Y ahí estábamos las dos pseudointelectuales, pseudo apreciando el arte de
una pseudogalería, viendo una máscara en relieve falso.
Volví con el grupo, confundida respecto a muchas cosas. Llevaba a cuestas todas las Marianas que había sido, que es lo mismo que decir ninguna. EP