Este mes empieza el verano y, con él, los días más largos y más horas que dedicar a la lectura de buenas historias. Por ello hemos preparado una selección de cuentos que ofrecen una oportunidad de vivir otras vidas y adentrarse en otros mundos. La lista de autores es ecléctica porque elegimos a narradores natos, auténticos cuentacuentos. Que sirva esta advertencia.
Una, ninguna y cien mil
Este mes empieza el verano y, con él, los días más largos y más horas que dedicar a la lectura de buenas historias. Por ello hemos preparado una selección de cuentos que ofrecen una oportunidad de vivir otras vidas y adentrarse en otros mundos. La lista de autores es ecléctica porque elegimos a narradores natos, auténticos cuentacuentos. Que sirva esta advertencia.
Texto de Guadalupe Donají Zavaleta Vega 12/06/19
Tuve un problema de identidad recientemente debido a mi carrera de actriz cotidiana. Yo no la había elegido, era más como un pacto que mediaba la convivencia entre mi padre y yo. Él, acostumbrado siempre a tener muchos avatares, se configuraba como personas distintas dependiendo de lo que se necesitara en la situación. Claro que todas las personas tienden a modificar su personalidad en ciertos momentos, pero cuando se trataba de mi padre, el asunto era más complejo. Yo siempre creí en su capacidad para transformarse; cuando era niña solía decirme que él podía ser todo menos astronauta. Eso hizo un poco difíciles las preguntas de mis amigos sobre el trabajo de mi padre, más complicadas aún las que yo misma me hacía sobre su identidad. Pero poco a poco me dejó entrar a su juego camaleónico.
Mientras crecía empecé a notar que me presentaba de maneras distintas cuando nos encontrábamos a alguien en la calle; no siempre era su hija, a veces era su sobrina, otras, una niña perdida. Al inicio esto me dio la impresión de que había cierta ilegalidad en mi existencia. Se me metió en la cabeza que debió tener otra familia, o que yo era adoptada, o que me había robado en un arrebato paternal incontrolable. Pero no fue así. Parecía que sólo me estaba entrenando, preparándome para no sé qué interpretación final de mi vida.
Primero, mis identidades fluctuantes me desconcertaban, por un rato no quise salir con mi padre, no sabía cómo adaptarme a todas estas personas que me suplantaban por momentos. Escapaba de sus invitaciones, fingía dolores de cabeza, mencionaba que estaba en mis días y eso lo mantenía alejado (tenía su avatar de padre tradicional, también, que se incomodaba con cosas relativas a mi menstruación); sin embargo, sabía que no podía esconderme para siempre. La aceptación es el primer paso. La negación no existe en este juego. Uno se adapta a decir que sí a lo que venga. No se puede mostrar la sorpresa al saberse una persona diferente. Así, empecé a mejorar con pequeños detalles. La naturalidad de mi rostro era lo más importante; no se podía notar mi duda del inicio, mi proceso de adaptación al papel que se me imponía. Era crucial esperar cualquier cosa: mi padre nunca delimitó el juego, no me había dicho si yo podía ser todo, incluso astronauta.
Es increíble la cantidad de conocimientos que promueve el cambio de identidad. Las mentiras necesitan sustento y buena memoria. Al inicio sólo inventaba cosas, sin titubear, pero a medida que ciertos papeles se repetían fui mejorando los detalles. Fue en esta investigación de vidas alternas en la que me convertí en una lectora asidua. Me imaginé que si visitaba suficientes historias al menos podría robarme algo de los personajes. Mi búsqueda siguió otros derroteros de la cultura general. Ya sabía los nombres de ciertos instrumentos quirúrgicos, también precisiones de movimientos telúricos y climatológicos. Tenía un conocimiento geográfico inmejorable, entre mis hobbies estaba ver el movimiento de la vida en distintos países, por lo general en Skyline. Uno tenía que estar preparado hasta para ser de nacionalidad diferente. A veces, cuando podía prepararme por adelantado, visitaba los blogs de notas de viaje; no se podía notar mi falta de experiencia, de recomendaciones. También me di una embarrada de historia del arte, ubicar dos o tres características de algunos clichés te hace pasar por intelectual.
Pero estoy exagerando, en realidad no me esforcé tanto como debería, inventaba más de lo que podía asegurar. Era muy vaga en algunas de mis respuestas. Además, nunca se puede saber lo suficiente. Era muchas personas mediocres, a pesar del entrenamiento. Casi siempre era sencillo, sobre todo por esta propensión de la gente a ayudar a la mentira. Esto es cierto, no puedo explicar por qué, pero la mayoría de las veces no era mi padre quien me asignaba el papel; era mi interlocutor quien me daba información sobre mi personaje. Antes de notarlo, claro, vivía con más ansiedad, aunque me controlaba por fuera, por dentro sentía que iba a arruinarlo todo. Mi padre pocas veces me dio un guion al cual atenerme, y cuando él olvidaba hacer las precisiones sobre mi identidad, mi pulso se agitaba. El candor de los demás, aprendí, me rescataría en cada ocasión.
Papá: Y ella es Mariana.
Amigo de la juventud de mi padre: Ah, claro, tu hija, ¿en qué trabajas estos días?
Yo: En esto y lo otro, es un momento complicado.
Amigo de la juventud de mi padre: Bueno, ser escritora debe ser difícil.
Yo era contadora. Pero el personaje de artista siempre se me dio fácil, casi todos esperan una persona bohemia, con una que otra anécdota interesante de decadencia y una nueva publicación entre las manos. Además, me gustaba hacerme la excéntrica, fingía que coleccionaba fotos de pájaros azules para la inspiración y que escribía mejor cuando la luna estaba en cuarto creciente. La verdad es que por un tiempo también consideré dedicarme a eso, parecía que tenía mucho sentido, que incluso aportaría algo a mi juego del disfraz. Podría ejercitar mi habilidad para inventar personajes, me convertiría en una mentirosa más familiarizada con la verosimilitud. Pensé que ésa sería una buena manera de contar todas mis experiencias, incluso hacer un manual para actrices cotidianas aspirantes. Pero era una mala lectora, me lo creía todo, no se puede aprender el oficio así. Además, necesitaba un punto de contacto con la realidad, si me hubiera dedicado a eso habría terminado esquizofrénica. Los números, por otro lado, aunque me aburrían, me hacían sentir real.
En el trabajo era una mujer común y corriente. Llevaba mi comida a la oficina, porque no quería engordar demasiado, cuidaba mi aspecto como cualquier actriz de profesión. Las personas a mi alrededor me agradaban, pero nunca las dejé que entraran a mi juego, era algo demasiado íntimo. Además, mis compañeros no tenían esa pizca de imaginación que yo sentía que llevaba a rastras. Me pensaban infantil porque aún conservo mi capacidad de asombro, cualidad que creo que me ha servido bastante bien para seguir inventando cosas. La curiosidad, diría yo, es el mejor motor para cualquier arte, más aún para el mío.
Alguna vez intenté hablar con alguien acerca de mis transformaciones. Me empezó a parecer una actuación patológica, quizá después de compartirlo me sentiría un poco mejor al respecto de todo. Tal vez hasta quería presumirlo, tampoco era tan extraño. Como dije, no me sentía cómoda compartiéndolo en la oficina, quisiera o no, ahí era necesario conservar mi papel de contadora normal dentro de lo que cabe. Así que se lo conté a la única chica con la que seguía hablando después de salir de la universidad. “Eso se llama trastorno de múltiple personalidad”, me respondió y se alejó de mí. En realidad ahora se le dice trastorno de identidad disociativo, pero ni tiempo me dio de corregirla. Quizá no me expliqué bien, quizá me dejé puesto el traje de atleta que es buena para exigirle todo a su cuerpo pero no a sus palabras.
Me preocupaba que sólo me estuviera basando en estereotipos para interpretar a mis personajes. Tenía fichas con respuestas genéricas para algunos de ellos, otros compartían bastantes características. Me causaba conflicto pensar que me estaba relajando, que me distraía con otros asuntos o que las ganas de descansar estuvieran ganando terreno. Entonces me llegó el reto. Mi padre me invitó a un viaje por Europa con un grupo de amigos suyos. El plan me emocionaba y me inquietaba al mismo tiempo, qué tal que tenía que ser personas distintas con cada uno de nuestros acompañantes. De ser así, sólo podría interactuar con un ser humano a la vez. Me atreví a plantearle el problema a mi padre.
—No te preocupes, sólo tienes que fingir ser como ellos.
Sus amigos eran de esa clase neo-aristocrática de la ciudad. La mayoría tenía buenos puestos en gobierno, de los que habían sacado casi todo su dinero y, para gastarlo, se iban de viaje muy seguido. Yo tenía que mezclarme con ellos, volverme frívola, verme ligeramente más interesada por las tiendas que por los museos, tomarle foto a todo sin ver nada y no mostrar demasiada emoción. Debía parecer que ya había estado por todo el mundo y lo había encontrado en falta, aburrido, con el único rush de saber que podía gastar mi dinero en cualquier cosa.
Pensé que no podía ser tan difícil. Ya había fingido antes ser una mujer internacional, ciudadana del mundo. Pero era mi primer viaje fuera del país, y me preocupaba un poco no vivirlo como la persona que era sino como alguien que, para colmo de males, no entendería la emoción de ver en vivo las curiosidades de Europa. Porque mi profesión tan monótona no me alejaba de la capacidad de asombro. Mi padre, en otro de sus muchos avatares, era una persona muy culta, sabía de todo un poco y sabía disfrutar el arte. Otra de mis herencias era ese amor y respeto por la creación humana. Como fuera, un reto era un reto, quizá hasta la prueba máxima de que nuestro juego podría llegar a su fin, de que yo estaba preparada. Para qué, no lo sé, pero siempre supuse que con la actuación cotidiana mi padre me estaba transmitiendo algo de su experiencia vital.
En el avión fingí que no me asusté en lo absoluto cuando la turbulencia me despertó en medio de la noche. Hasta me reí de las esposas-trofeo que llevábamos a cuestas y que gritaron por lo bajo en los asientos cercanos al mío. En el aeropuerto de Roma caminé con tanta seguridad que me siguieron sin voltear a ver la pantalla, pensando que los guiaría hasta la banda para recoger nuestras maletas: me justifiqué entrando al baño sin voltear a verlos.
En el coche que nos llevó al hotel, me mostré impaciente y agotada. Pero mis ojos brillaban, asumí que tenía que ensayar frente al espejo para disimularlo. Incluso me perdí el primer día de paseo, fingiendo que el jet lag me afectaba demasiado y, de cualquier manera, ya me sabía de memoria los Museos Vaticanos. Esto, claro está, me dolía hasta el alma, pero estaba comprometida, como siempre, con la persona ajena que tomaba el poder de mi cuerpo para no hacer quedar mal a mi padre.
En Venecia nos guie con éxito en el vaporetto hasta la Piazza San Marco, suerte que la lógica del transporte público siempre es la misma. Aprobé con entusiasmo la propuesta de no sé qué restaurante a pocas cuadras de la plaza: fingí que había comido ahí gran parte de mi verano pasado, cuando estuve hospedada en uno de los palazzos que aún servía de residencia a una tal señora Bordereau. Sólo me faltó decir que conocía al dueño. Fui minuciosa al momento de escoger la comida y la bebida. Elegía platillos cuyo nombre no me daba ni pista de lo que eran, con un acento italiano que espero no haya ofendido a ninguno de los locales. En cuanto al alcohol, si no era vino, consultaba a mi padre con la mirada para asegurarme de que mi personaje podía permitírselo. Resultó ser una bebedora empedernida esta mujer neo-aristocrática, algo que casi me hizo caer al canal cuando íbamos de regreso al hotel.
El asunto de las fotos lo justifiqué con el pretexto de haber olvidado mi cámara en casa. Para qué molestarme sacando nuevas con mala calidad, si tenía carpetas atiborradas de fotografías profesionales. Para hacer tangible el tedio que terminaría por fundirme con el grupo, redirigí mi desprecio por ellos hacia una aparente actitud ante la vida. Yo sentía que lo estaba haciendo muy bien.
Pero el tedio empezó a tomarme por asalto de manera más íntima. No sólo Mariana la burguesa se sentía asfixiada, también Mariana la contadora, la mujer clasemediera con una sensibilidad suficiente como para querer disfrutar de las obras de arte que ahí estaban al alcance de la mano. Entonces, empecé a escaparme de noche. No podía entrar a ningún museo, pero las ciudades me bastaban. La arquitectura era bellísima y me creé a mí misma el personaje de una princesa fugitiva que recorría su ciudad por primera vez.
Me gustaba la tranquilidad de estar sola, de no ser alguien a toda hora. Pero no sabía qué hacer, sin museos y sin mis guías no tenía idea de lo que era estar en una ciudad europea. Caminé sin rumbo por largo rato, veía los aparadores de las tiendas cerradas, las chicas caminar por los empedrados en zapatos altos y con una actitud que robaba el aliento. Pensaba que nunca podría fingir ser una Mariana italiana, eso me entristecía por alguna razón. Me sentí un poco abrumada, así que me dirigí a uno de los cafecitos de la Piazza. Observé el movimiento a mi alrededor, las esculturas de oro que adornaban el techo de un palacio frente a mí, los arcos que me recordaban a las ciudades orientales de los cuentos que me leía mi papá de niña. Después, no supe qué más hacer. Para prevenir la crisis, pedí una hoja de papel y una pluma. Se me ocurrió que era prudente llevar las cuentas claras de lo que había gastado hasta ahora. Las cifras me cuadraron, quedé tranquila.
Creí que esos escapes nocturnos me dejarían seguir adelante con la farsa. Nuestro paseo italiano acababa en Florencia. Ya había contenido la emoción ante la mayoría de las obras de Miguel Ángel. En Roma, cuando vimos El rapto de Proserpina no dije nada. La Galería Uffizi sería todo un reto, pero después de la sensualidad de Bernini me sentía invencible. Eso pensé hasta que uno de los amigos de mi padre propuso que contratáramos un servicio de pseudogalería. Al parecer era común que en edificios antiguos de la ciudad se instalaran réplicas de los museos más reconocidos. Cuando se tiene dinero se puede pagar por la comodidad de ver “lo mismo” pero lejos del gentío. Celebré la idea, mi personaje también despreciaba los tumultos.
La entrada estaba tapiada. Se tomaban muy en serio su papel en la clandestinidad. De ahí en fuera todo era idéntico: la revisión a la entrada, las advertencias sobre perder el boleto, los señalamientos. Las columnas estaban en el mismo sitio que en el original, los grandes salones se amoldaban al armazón de fuera sin mayor problema. Contratamos una guía. Era simpática, pero mis experiencias del viaje habían aumentado mi sentimiento de superioridad intelectual. Vi cada una de las salas con la sensación de que si miraba las pinturas con intensidad, con admiración, las paredes se caerían y el edificio podría colapsar. Tengo que aceptar que las réplicas eran geniales. La pincelada era idéntica. Si no supiera la verdad…
Me separé por un momento. Una de las piezas llamó mi atención, era una cubierta para un retrato. No sabía que ese tipo de cosas existían. Otra mujer se acercó a mirar, traía una libreta bajo el brazo. Me vi reflejada en su expresión, sentí que teníamos la misma cara, que nuestros ojos se fijaban en los mismos detalles, la máscara al centro nos hipnotizaba, repasábamos la curvatura de los grutescos con la misma parsimonia. Leímos la inscripción casi a coro.
—Es una frase tomada de Séneca y Quintiliano —dijo sin que yo le preguntara nada—. Significa “a cada quien su propia máscara”. Me explicó entonces que era una pintura con un falso relieve, se utilizaba para esconder un retrato. De alguna manera se insertaba en el marco de la pintura y se podía deslizar, para mostrarlo u ocultarlo. Siguió diciendo que no sabían bien a quién pertenecía el retrato que llegó a esconder.
Y ahí estábamos las dos pseudointelectuales, pseudo apreciando el arte de una pseudogalería, viendo una máscara en relieve falso.
Volví con el grupo, confundida respecto a muchas cosas. Llevaba a cuestas todas las Marianas que había sido, que es lo mismo que decir ninguna. EP