En este texto, Antonio Moreno retrata tres postales muy particulares de Ciudad Juárez, Chihuahua.
Tres postales de Ciudad Juárez
En este texto, Antonio Moreno retrata tres postales muy particulares de Ciudad Juárez, Chihuahua.
Texto de Antonio Moreno 18/01/24
In memoriam. Para Óscar Medina
El transporte colectivo en estado catatónico
Alcanzo la 16 de septiembre, que es a mi parecer la segunda avenida más importante de Ciudad Juárez, para tomar “la ruta” que me llevará al centro; después, caminaré algunas cuantas cuadras en dirección hacia el puente internacional Santa Fe. Cargo dentro de una bolsa una botella de vino de Parras, Coahuila (de la Casa Madero) que compré ayer, y un libro de ensayos que leo como si fuera una novela. Y no quiero emplear frases gordas, retóricas, redichas o huecas.
En el centro yace la caja negra de esta ciudad, como si de un avión se tratara. La ruta en la que me trepo también semeja una nave espacial que va del mal gusto al agravio. Por los constantes bamboleos, me afianzo del pasamanos con fuerza. Pero antes pago 12 pesos por el servicio. El chofer detiene cada cuadra la destartalada y pesada unidad que alguna vez fue autobús escolar en Estados Unidos.
De un lado de la ventana, la imponente casa de Juan Gabriel, reducida a una imagen que pasa rápido y pierdo de vista inmediatamente. La señora pasajera que percibe mi interés visual dice que es la casa del cantante, como si yo no lo supiera, y le respondo con una señal de mutuo acuerdo; del otro, una vía exclusiva para la circulación del transporte masivo que tanto le han prometido a esta gente que sí le rasca y le chinga, con sus respectivas paradas que lucen desiertas, sin pasajeros ni autobuses nuevos, modernos y cómodos.
Le pregunto al chofer si me autoriza tomar algunas fotos: la cabina de mando, el espejo retrovisor de la unidad y la estampita del santo que lo protege. Me responde con su nombre y apellido (Ricardo Arraz) y añade que él puede darme información, la que yo desee, sobre la vía alterna que nadie usa a falta de autobuses nuevos.
Me dio la sensación de que Ricardo podía conducir esa chatarra con los ojos cerrados o, por el tono en que se expresa, palabras pasadas por el tequila más denso y plateado, ser capaz de generar un caos vial de magnitud cinematográfica. Con los pelos de la burra en la mano, precisó que circulan actualmente en la ciudad 2500 rutas de las 4500 unidades que circulaban hasta antes de la pandemia; de modo que la ciudad carece de este servicio en más de una docena de colonias periféricas. ¿Y quién es el responsable de todo esto?, le digo. Y Ricardo, con ese particular timbre fronterizo, denuncia que “El puto de Corral”.
Los tacos de cabeza de vaca
Por muy laborioso o intrascendente que sea, todo platillo cocinado al fuego pasa a formar parte de aleaciones que apuntalan los mitos fundacionales. Este detalle elemental no solo gradúa el indicador de rango, llevarse a la boca el alimento para saciar el hambre o por simple antojo placentero, significa equiparar al dios inconmensurable con el plebeyo antojadizo en razón de las debilidades y caprichos culinarios compartidos por igual. Si el platillo en particular ocupa un lugar especial en el menú nacional, es también identidad, imaginación y relato. Sobre el mole se puede fabular del mismo modo que el taco. Si se sostiene la hipótesis de que el mexicano es un insaciable devorador de cabezas de vaca, es simplemente para otorgarle sensibilidad y hacerla perceptible, como el islandés que termina chupándose los dedos cada vez que le sirven carne fermentada de tiburón, y aunque no sabe nada mal, es difícil capotear el aroma que desprende, semejante a un espeluznante pedo hediondo.
Resulta impensable imaginar que los jíbaros amazónicos, que sí saben, como pocos, los misterios para comprimir otra clase de cabezas, redujeran las cabezas de vaca a las del tamaño de un puño. Si ocurriese eso en México, no alcanzaría ni para hacer un taco con copia: habría huelgas, se tomarían las autopistas y se desatarían las marchas por todo el país. Desde que los franceses inventaron la comida moderna hace dos siglos, gracias a Brillat-Savarin, el ser humano ha invertido buenas dosis de imaginación para seguir sofisticando la mesa y el paladar. Pero no hay que olvidar nuestro lado troglodita, y tampoco lo que se cocina en el fogón de la calle, con el ánimo de querer en vano poetizar la frase, para seguir explorando en los callejones del barrio, en la esquina de un parque de cuyo puesto una luz macilenta ilumina al taquero que hace magia con las salsas, las tortillas y los guisos.
He conocido gente nacional y extranjera que hace arcadas simplemente por escuchar la posibilidad de comer tacos de seso, ya no digamos los de tripitas crocantes, reacciones que me parecen inconcebibles… con qué pasmosa rapidez hemos olvidado la dieta de nuestros ancestros de hace miles de años, a base de carne cruda, raíces insípidas y con los frutos amargos maceraban las vísceras que debieron de saber a exquisito manjar. Con todo respeto, pero los chinos comen cosas más exóticas, por no decir peores; que yo sepa, aún no hemos cruzado el umbral de las experimentaciones extremas; nos conformamos, entre otras cosas, con las hormigas chicatanas, los chapulines y, por lo menos, el mezcal sabe mejor con gusanos en estado larvario. Con todo esto que me cae sobre las espaldas, he venido a saborear los tacos de cabeza en la taquería móvil “don Chuy”.
La taquería se ubica sobre la avenida Vicente Guerrero, casi al llegar a la calle Adolfo de la Huerta; un camión de mudanzas, repintado de color blanco y adaptado como cocina, sirve de inexcusable referencia para localizarla de 8 de la mañana a 12 del mediodía. Hace falta leer algún poema que se titule “Taquería”. No todas, pero las mejores poseen algo de insondable una vez que ingresas en ellas, la necesidad de comer, motivación íntima y natural, activa todos los sentidos: por lo mismo, el ser humano percibe la realidad de manera distinta y siempre en fragmentos. Algo equivalente a “Tabaquería” de Pessoa. La frase mexicana “echarse un taco” (con sus respectivas variantes: “de lengua”, “de ojo”, “de cachete”, “de labio”) bordea la subjetividad colectiva y consolida una de las mejores metáforas culinarias por la originalidad y los susceptibles marcos de referencia. Un toldo negro se extiende del camión para cubrir la mesa, como si del altar al dios de la comida se tratara, donde están los recipientes de la salsa, la cebolla y cilantro picadas.
Don Chuy, el fundador de la taquería, nació en Ocotlán, Jalisco. Vino a Ciudad Juárez a conocer el parque El Chamizal, pero como el echar raíces o tirar el ancla depende del amor, en ocasiones, y el amor es un hecho impensado, conoció a una joven de Zacatecas con quien se casó, formó una familia y no volvió sino hasta que una voz interior le dijo, en los momentos en que su salud se quebrantaba cada vez más, en el tono que usan las abuelas querendonas que retornara al pueblo. Falleció hace 16 años en el mismo lugar donde nació. Ya no conoció la modernización de la que fue objeto el negocio que emprendió hace 45 años por una cuestión azarosa. Me narra su hija, encargada de la caja, que su padre, amante del juego de las cartas, le ganó una partida de póquer a un vendedor de burritos en triciclo. Al cabo de los meses, en ese mismo triciclo dejó de vender burritos para ofrecer tacos de cabeza de vaca. Así nació el templo Taquería don Chuy.
La taquería compite contra uno de los negocios de comida rápida más emblemáticos: burritos Crisóstomo, situado a unos cuantos metros de distancia. Aun así, de las siete cabezas de vaca que cocinan a fuego lento durante toda la noche solo quedan de ellas las carcasas para el mediodía. Una señora entrada en años, con la confianza del comensal que ha ritualizado sus visitas matutinas, pregunta si hay tacos de cachete. En cambio, la hija de don Chuy le ofrece otras opciones y ella acepta los tacos de seso, resignada. Mientras recibo mi orden de tacos de cabeza, observo que la señora esparce, con destreza, cebolla y cilantro sobre los sesos; luego, con la misma habilidad, baña el guiso marmoleado con salsa roja; finalmente, esparce, como el hisopo en la liturgia cristiana, unas gotas de limón.
Los campos de fútbol en los hoyos de El Chamizal
A cierta edad, quizá pasando los efectos de la posadolescencia, el ser humano busca por todos los medios posibles la suficiente dosis de coraje para poder ingresar al mundo de los adultos plagado de desafíos, claroscuros, un realismo espejeante y contradictorio. La amistad cumple la tarea de fortalecer los juicios de valor y la visión propia que puede uno hacerse del mundo que nos rodea; los estereotipos, los miedos, el prejuicio y la maledicencia cumplen la tarea de abogados del diablo. Tenía poco más de un año de haber llegado a Ciudad Juárez, a inicios de la década de los noventa. Acudí a uno de los varios campos de fútbol que había en ese entonces en el parque El Chamizal, con un perímetro boscoso que contrasta con el semblante plomizo y achaparrado del sector urbano que colinda con el único pulmón ecológico con el que cuenta esa frontera. Desde el parque el visitante puede ver “el otro lado”, que forma parte, para echar mano de otra metáfora, del “primer mundo”. Era domingo y me había dejado seducir por una convocatoria que invitaba a todos los alumnos interesados en representar la selección de la facultad. La superficie del campo de fútbol era de una mezcla de tierra y arena. Luego de cerciorarme de que estaba en el lugar correcto, me senté a esperar la llegada del entrenador y de los jugadores. Vi a los lejos la silueta de una persona que se acercaba. Momentos después pude observar con nitidez que vestía un pantalón de color caqui, una playera blanca, quizá almidonada, y un paliacate rojo que le cubría la frente.
Cruzamos palabras brevemente como para estudiarnos. Me dijo que se llamaba Óscar Medina, alias “El cholo”. Dado que era más conocido con ese mote, me sugirió que lo llamara así de ahí en adelante. Sin lugar a dudas, estaba yo ante un personaje cinematográfico, su forma de hablar me generaba suspenso y admiración, colmada de expresiones en spanglish y otras tantas llenas de injurias típicas de la frontera que no había escuchado jamás, con las que me familiarizaría y emplearía con el pasar del tiempo. A juzgar por sus manos de gruesos nudillos, también tenía aspecto de boxeador. Todo lo anterior no eran elementos intimidantes. Digamos que mi capacidad de asombro había alcanzado el umbral más alto. Insisto, esa figura me generaba respeto y admiración. Como tenía entendido que pachucho y cholo eran categorías de identidad, hasta cierto punto, denigrantes en los Estados Unidos y en la frontera, jamás llamé a Óscar por su apodo, aunque él mostraba orgullo de distinguirse de entre los demás por esa manera de hablar y de vestir así, tramos color caqui, bien planchados, como la playera blanca o la camisa a cuadros; un par de calcos negros y brillantes, cubierta la frente con un paliacate rojo, y acompañado de una morrita de ojos primorosos, ese.
Sigue siendo de alto impacto la reflexión de Albert Camus sobre su concepción de las virtudes laicas ligadas a la práctica del fútbol, específicamente cuestiones de moral y las responsabilidades de los hombres. No sé si fuimos amigos Óscar Medina y yo, o qué tan amigos pudimos ser, pero el hecho de haber jugado durante tres años y ganar dos campeonatos, aprendimos a definir del mismo modo la solidaridad y la firmeza. Recién me enteré por el que fue el arquero titular de la selección de la facultad, René González Nava, que Óscar falleció a causas de complicaciones posoperatorias hace dos años (en 2021). No sé por qué nunca socialicé con Óscar. Solo nos veíamos minutos antes de los partidos; y después, cada uno tomaba camino a sus respectivas casas. En el juego se materializaban las virtudes laicas. Era defensa central y yo jugaba de centrocampista defensivo. Me encargaba de recuperar balones y, si no había tránsito, carrileaba por ambos extremos para buscar un centro bien colocado. Si la pifiaba por alguna razón, sabía de antemano que Óscar resarciría el problema. Era un defensa imbatible. Y nunca lo supo, porque nunca se lo dije, lo admiraba por eso. Esas mismas actitudes que mostraba fuera y dentro de la cancha, encarador, no dejar de luchar e ingenioso para sacar provecho de la derrota, fueron las lecciones que aprendí de Óscar y que yo las buscaba afanosamente. No soy capaz, por modestia, de escribir aquí el mote que él me puso, tomado de mis supuestas habilidades defensivas en la cancha. La última vez que lo vi fue en 1997, en un instituto de idiomas; él había ido a recoger a su morrita, y yo, a mi clase de italiano, porque quería aprender a leer en ese idioma y traducir algunos poemas de Giuseppe Ungaretti que me traían encandilado. Puedo verlo, como si fuera ayer, aquel mediodía de domingo, cuando lo conocí por primera vez, luego de terminar el partido, saludar de mano a todos, cambiarse de zapatos, de playera, tomar la mochila en la que iba la vestimenta de su personaje fronterizo, negar con la mano el aventón ofrecido por un compañero de juego y marcharse solo, de la misma manera que había llegado dos horas antes. EP
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