Cuando
sale (sola) del departamento, y apenas ha entrado con paso rengo en el
ascensor, es como si en el cuerpo le untaran el viscoso hedor a perro. El asco
es una mano sucia subiéndole por la garganta: contiene los respiros y ya en la
planta baja busca al muchacho que limpia, ¿cómo se llama? No lo ve. ¿A quién
decirle que rocíe desodorante en ese elevador de mierda?
Ya en la banqueta sigue
trayendo el mareo, un humo tieso que le vuelve de fierro las sienes. Mientras va
en diagonal por el estacionamiento le vienen de repente dos, tres piquetazos
fríos en el tobillo izquierdo. Se detiene y coloca la mano por encima del
pantalón como si con el sólo posar ahí sus dedos hubiera el dolor de
resolverse, gentilmente, a desaparecer. Rengueando sale al Eje al lado del
puesto de comida. El joven de cachucha blanca se pone de pie; sin hacer la
menor pregunta, pone en una bolsa de plástico un tamal y un atole de arroz.
Ella la toma y paga. En vez de quedarse con las monedas y ya, él le retiene la
mano. Le dice: “Que Dios la bendiga”. Lucía jala el brusco brazo como si desde
la piel del muchacho la hubiera lamido un ratón. Mientras reaviva su marcha, él
grita: “¡Tienes que buscar al Señor, amiga! ¡Yo lo acabo de encontrar!”. Ella
voltea a verlo con la frente arrugada, masticando un rezongo que el claxonazo
de un microbús devora en su estrépito.
A la altura de la
Cantina La Que Se Fue, fija la mirada en un automóvil a su izquierda. Hoy es un
Ibiza Seat amarillo. Al volante va una mujer en sus cuarentas, de rostro moreno
y sin arrugas, vestida con un traje sastre café y el pelo recogido en un
chongo. Sus dedos bailan distraídos sobre el manubrio. El tránsito es lento;
Lucía lleva su paso al mismo ritmo que el Ibiza, mirando una y otra vez a la
mujer, quien no quita los ojos de algún punto ciego en el microbús que va
adelante. El avance se detiene y Lucía con un suspiro decide no aminorar su
caminata; el Ibiza queda poco a poco más y más atrás. Al llegar a la esquina
con Independencia, la joven envía la mirada contra la cantidad ruidosa de
camiones y autos. No distingue el auto amarillo. Quizás esa mujer (piensa)
quiso adrede retrasarse, se habría dejado rebasar por otros para así verse
libre del bochornoso, hambriento escrutinio de una desconocida; acaso la vio de
soslayo, a ella, y ya con eso desde su traje y su peinado tan formal le reprobó
el pantalón de mezclilla, la ojerosa cara sin maquillaje, sus ojos aborregados,
el andar torpe y nada femenino de su cuerpo.
Cruza el primer carril de Independencia y al
dejar el camellón para pasar al segundo advierte a los autos que vienen de
norte a sur invadir la franja peatonal. Avanza esquivando los autos. Ganas le
sobran de traer una pistola o un mazo y balacearles las llantas o batirles la
carrocería, mínimo querría gritarles leperadas para imponer, puta madre, el
respeto debido a los peatones. Es un fragor fantasma que se le asfixia en un punto
sordo de la tráquea: baja la cabeza en silencio así como sus pies llegan a la
banqueta. Al llegar al edificio saca su identificación, uno de los polis la
saluda moviendo la cabeza hacia abajo.
Al
salir del ascensor en el séptimo piso —el número por cierto del 7 de junio en
que vio por vez última a Yovanna—, toma el pasillo y ve la oficina a oscuras,
la puerta cerrada. Eduarda, la recepcionista, no ha llegado (tendría que estar
aquí desde las ocho). Se sienta al lado de la puerta. Le va naciendo la
sensación de vaciedad y hartazgo que tantas veces conoció de niña cada que su
madre, volviendo a la realidad desde la permanente misa que le supuraba en los
sesos, la descubría en el baño o bajo las sábanas y la ponía por horas frente a
la pared en el cuarto de lavado, de espaldas a la ventana y su vidrio
enmohecido, luego de haberle ajustado en las nalgas tres cinturonazos y de
haberle frotado con chile los dedos. Ella ahí de pie se quedaba, muda por
dentro, igual que si alguien le hubiese puesto en el cráneo un pedazo de
madera.
Luego de media hora llega Francisca. “¿Y
Lalita?”.
“¡No ha llegado, tú crees!”.
Fran abre la puerta. Ella así pasa a su
cubículo, saca el tamal de la bolsa. Suena el teléfono. Es la voz del jefe,
seca e impositiva. El hombre le dice que hoy no va a venir a la oficina.
Gerardo (su chofer) se le reportó enfermo. “Nada urge, tómate el día libre”,
ordena casi ladrando antes de colgar. ¿Habrá Gerardo puesto ya su plan en
marcha? Hace pocas semanas le dijo que ya estaba harto: cuando menos nadie lo
esperase, se iría al Otro Lado —y adiós a un salario de la verga, adiós gritos
del jefe que se cree gachupín, adiós a las llamadas de su ex buscándole los
tres centavos que por sus meras pistolas él le descuenta mes con mes de la
pensión—. ¿Se habrá ido ya? Tiene a veces Lucía la intuición de vivir en una Ciudad
que, por tan descomunal —una acumulación estridente de barrios y avenidas y
personas atascadas en un valle envejecido—, exigiría de sus habitantes la
caridad de irse para así liberar un poco del asfixiante espacio mínimo que cada
quien ocupa siempre con una sensación de inmerecimiento y claustrofobia.
Marca el celular de Yiovanna. Una voz femenina
le avisa que “El número que usted marcó está ocupado o se encuentra fuera
del…” Pulsa una tecla, corta la marcación, suelta el aparato, se lleva las
manos a la cara, y todo es porque (otra vez, igual cada día desde junio) esa
voz le está anunciando no únicamente el rechazo de la pinche perra puta de
Yiovanna, sino la decisión que esa joven de labios carnosos y pelo oscuro y
largo tomó de no verla más y no contarle nada de sus fisuras y sus ríos interiores
—como si la voz grabada por la compañía de teléfonos le estuviera haciendo
saber un mensaje cifrado: que ella, Lucía, no tiene vísceras normales sino
rocas quemadas, rocas dispersas en un frío desierto interior—. Cuando la
exasperan los celos no tarda en decirse que Yiovanna habrá regresado con el
patancísimo, el machito de Valerio, o se habrá encontrado a una chava con menos
pedos de infancia, con más mediodía en la piel y menos palidez en el alma.
Vuelve a marcarle. Otra vez. De nuevo. Lo que
nunca haré, se ha dicho, es ir a su casa a rogarle. Tampoco le seguiré enviando
mails.
Marca de nuevo.
Hacia mediodía, Fran asoma la cara a la puerta
del cubículo. Dice con expresión de niña traviesa: “Le levantaré un acta; ya
con ésta la despiden”.
“Esa Lalita. Pobre”.
“Así no se puede. ¿Qué se cree? Nada más falta
que se quiera andar jefeando”.
Hace pocos días, Lalita entró al cubículo de
Lucía. Iba con uniforme verde, como el de un policía judicial. Le pidió a Lucía
su pasaporte. Cuando, llena de angustia, ella se buscaba en pantalón y bajo la
blusa, balbuceándole yo soy de aquí, no ocupo pasaporte, de reojo vio cómo
Lalita se iba acrecentando a lo largo del espacio hasta terminar vuelta una
mole ocre de gran altura, una barda de consistencia chiclosa que amenazaba con
derrumbársele encima.
Mueve Lucía la cabeza, pasa saliva como si así
drenara de la boca de sus miedos el lodoso recuerdo.
Le marca otra vez a Yovana.
“Oiga,
debo avisarle. La joven Alejandra ya dejó su recámara”.
“¿Cómo…? Apenas si la vi antier salir de su
cuarto. ¿Y la maestría la va a dejar?”.
“Sí, tuvo que regresarse a Campeche. Que hay
problemas en su familia”.
El cuerpo hombruno de doña Luisa está comiendo
en la sala frente al televisor. Cae en la cuenta Lucía de que con Alejandra
apenas si intercambió tres o cuatro saludos en los dos meses que la joven
llevaba en el departamento. Como siempre estaba ahí, estudiando encerrada en su
cuarto, nunca tuvo el interés de sacarle plática.
“Qué mal”, retoma. “Y además no era una maestría
fácil, Ciencias Químicas…”
“Si sabe de alguien que quiera rentar el cuarto,
le pido que le dé mi número”. Lucía dice que sí, camina a la cocina, abre una
lata de atún. Cuando pasa al comedor, doña Luisa ya se va levantando y se
encierra en su recámara.
La joven se pasa la tarde en el cuarto viendo el
techo. A ratos se enrolla un mechón del cabello con el índice izquierdo, luego
con la yema de los dedos como que acaricia los botones del celular, casi
pidiéndoles que por su cuenta y a espaldas de su consciencia empujen los
dígitos que ella no se atreve a marcar.
Escucha
los ruidos en el techo: son las patas del perro. Luego, los tacones de la dueña
(vive con un ruso). Una vez se los vino a topar allá abajo, a las puertas del
ascensor. Ellos, el ruso y la mujer, venían llegando con su pastor alemán y
después de que hubieron entrado en la caja, ella se quedó ahí parada (con el
hedor canino agrediéndola).
Apenas sale de darse un baño, cae en la cuenta
de que el pie izquierdo no le duele más; los piquetes han desaparecido desde la
tarde de ayer, y ahora su cuerpo lo cree traer más liviano. Toma la cacerola
para poner café y al abrir la llave no sale agua. Va al lavamanos (y lo mismo).
Por lo menos alcancé a bañarme. Desayuna un sándwich, lo acompaña con un vaso de
Choco Milk.
Cuando ha bajado las escaleras ve la puerta de
salida abierta de par en par, y frente al edificio un camión de mudanza. Ya en
la banqueta vuelve la mirada y distingue al ruso saliendo del ascensor: porta
una caja de cartón, viene seguido de un hombre corpulento también con cajas en
los brazos. Se percata Lucía de que a dos pasos tiene al pastor alemán, atado
con la correa a la defensa del camión. Salta asustada, se le desata la ansiedad
del corazón, lo mira luego con gesto de asco y rabia. El ruso le habla
guturales palabras al perro. Lucía apresura el paso, queriendo gritarles uy qué
tristeza que se van, cerdos.
Ya en el Eje mira vacía la banqueta en el sitio
habitual de los tamales. De seguro ya se fue con su Dios ese inocente de la
cachuchita, ¡que le aproveche! A la izquierda los escasos autos pasan veloces.
El semáforo de Independencia no parece para nadie un obstáculo. Eso de
aprovecharse del lento tráfico del Eje cada mañana para quedarse viendo a
mujeres al volante nunca le ha redituado ninguna amistad, pero qué tal que un
día (se ha dicho) así conoce a alguien. Al pasar por la Farmacia San Pablo se
da apenas cuenta del silencio. ¿Me estaré volviendo sorda? Levanta los ojos al
cielo: milagrosamente despejado, de un azul clarísimo y con una suerte de
brillo casi angelical en la luz. Sólo dos autos se ven venir de norte a sur por
Independencia. Yergue los hombros, estira la cabeza y al ganar estatura por
esta sensación de calles solas y espacios abiertos es como si hubiera su cuerpo
amanecido más etéreo y con la ambición de liberarse de la cerrazón del suelo.
Llega a su trabajo; en el lobby,
sobre el escritorio de registro, ahí olvidada como luego de haber desvestido al
maniquí de un policía, alguien puso una gorra azul.
Ni Eduarda ni Fran han llegado. Espera media
hora. Una hora. Algo soñó anoche, algo que la puso de un talante sereno.
Querría recordar el sueño; nada; es como si le robaran un juguete nuevo, una
cosa musical y dulce que su cuerpo agradecería ver o tocar u oír, o incluso devorar
con los tejidos igual que a una droga. Y nada. Así como esa vez que sus padres
la olvidaron en el metro y una mujer mayor la entregó a los guardias; mientras
estuvo esperando en una oficinita, trajo una calidez blanda bajo la piel que se
le borró apenas vio a sus padres, vestidos de negro, llorosos, abalanzándose
hacia ella. Aunque no lo evoque en sus términos sabe que gracias a ese sueño
huidizo de anoche no ha tenido hoy el impulso, ese cosquilleo lastimoso tan
afín a su onanismo adolescente, de marcarle a la Yiovanna. Le marca a Fran. Se
escucha un pitido agudo de que está ocupado o colgado o sabrá la verga qué. Los
de Internacionales, en el despacho vecino —confirma pronto—, hoy no trabajaron.
No puede (piensa) haberse equivocado. Hoy no es un día de asueto (¿por qué
nadie me dijo?).
Hacia las once y media decide volver a… ¿cuál
es mi casa? La molesta (la ensombrece) que esa palabra se obstine en
derretírsele como un polvorón de arsénico en la lengua. Se le esfuma la
serenidad orgánica que iba trayendo, igual que si a cambio le emergiera
cochambre en la piel. Ya conoce estas caídas. ¿Por qué ha de trabajar aquí, en
una oficina donde no hace nada sino llenar formatos, diagramas, reportes, y
todo para pagar un cuartito en un departamento lleno de cucarachas a esa mujer
alcohólica de cincuentitantos en cuyo rostro ve duplicado —como un eco que
antecede a la voz— el suyo del futuro? ¿Por qué hay otras que nacen al mundo
con autos, tarjetas bancarias y viajes al extranjero, que viven la vida con
padres sonrientes, con amores joviales por lo menos? Reniega de la helada
franja tan opaca que pareciera anidársele y crecerle en días como éste por el
centro del pecho. Lo hablaría con Susi, su hermana diez años menor, la única
que (¿será eso cierto?) la ha entendido, acaso por vivir más jodida aún, en la
silla de ruedas. ¿Qué será hoy de la mirada de Susi, en la angosta sala de la
casa de sus padres, viendo la tele mientras separa frijoles sobre la mesa o
remienda ropa cuando se lo permiten los sofocos y tosidos de su condición? Ha
creído querer ir a visitarla, mas la detiene —o con eso se miente a sí misma—
traer vivas y vociferantes las caras cerradas de sus padres, sus voces toscas
envolviendo con la persignada saliva del asco cada palabra.
Llama el elevador. Se queda palmeando el piso
con la suela del tenis derecho hasta que advierte lo que ha estado ahí desde
hace cuánto: la penumbra en torno suyo. Ve con asombro la puerta cerrada del
ascensor como si, entre las sombras, habría de formarse el rostro de una
Yovanna burlona y silenciosa. Baja los siete pisos por las escaleras, también el
lobby se halla a oscuras: ¿todos
sabían del apagón entonces?
Ya en el edificio en que vive, llama el
ascensor. Aquí tampoco hay energía eléctrica. No ve al muchacho que limpia;
querría preguntarle cuándo regresa la luz. Sube —falta de aire— la escalera.
Doña Luisa no está en la sala. La casera trabaja en las noches cantando en un
bar, a estas horas usualmente se le escucha en su recámara viendo en la tele el
programa Venga la alegría (mas hoy no).
La joven entra a su cuarto. Se acuesta, duerme.
Despierta. No recuerda qué habrá soñado. Toca a la puerta de doña Luisa. Nada.
Pasa a la sala. Le marca a Giovana. La misma voz, lo mismo. Temblando marca el
número de Julián. Le habla a la oficina. Nadie contesta. Habla a su casa. Le
habla a la Mari. Cuelga la bocina.
Sale del edificio, tuerce a la salida oriente,
por Bulevar Exilio Español. El vigilante de la entrada del fraccionamiento de
seguro fue a comer. La Farmacia de Similares muestra letreros rojos de clausurado. Avanza hacia el metro. El
Kentucky Fried Chicken se ve derruido, en sus paredes se notan los contornos
negros de humo como suspiros dejados por un incendio. Ve a la anciana de todos
los días afuera del Scotiabank, sentada sobre la acera, con la mano extendida;
al acercarse ve ahí un bulto de arena.
En el metro, la boca subterránea muda y
oscurecida. Una reja bloquea el paso. Trae hambre. Levanta los ojos: ahí está
el Vips, un restaurante al que nunca ha entrado porque desprecia a las familias
tan ruidosas y sonrientes que fingen disfrutar esa comida de plástico. En el
lugar se ven cúmulos de concreto deforme y basura.
Querría tener aún el dolor de la pierna. Y no.
Trae ligero el cuerpo, con un peligroso efecto de saqueo por dentro, como si el
hambre la hubiera venido vaciando (los jugos gástricos devorándole sus propios
tejidos), o como si durante la noche sus órganos y huesos y músculos se le
hubiesen vuelto de una materia más esbelta que el aire para escapársele de a
poco y con cada exhalación de sus pulmones, y sólo ahora comprobase traer una piel
solidaria que por el mero hábito se mantiene en pie fingiendo envolver el
cuerpo ausente. Se palpa el abdomen sobre el suéter de rayas blancas y grises:
está temblando. Son ellos los que (se cubre la boca con la mano). ¿A dónde se
habrán mudado el ruso, su esposa, el pastor alemán? ¿Y Giovanna? ¿Estará
escondida en algún lugar con el resto del mundo, jugando a burlarse de la única
persona que no ha entendido la sobria verdad del desamor? ¿En qué calle están
todos los otros, en qué edificio de esta Ciudad antes tan incesante, tan llena
de rugidos y movilidades a la que un mustio apocalipsis ha venido a dejar en su
esqueleto?
Vuelve a buscar el cielo. El azul delgado se ha
venido volviendo una tonalidad blanquecina en muchas partes, una amplia nube
sin espesores, ya una placa hostil de tan aséptica usurpando el sitio humano
del esmog y los vientos y cables y aviones. Divisa a lo lejos la silueta de un
microbús. ¿A dónde va esa ruta? El letrero en el frente del vehículo consiste
de caracteres rojos que forman en la distancia una plasta borrosa. Corre unos
pasos, se detiene con miedo de que, de seguir avanzando, o de sólo respirar, la
imagen se deshaga. Permanece de pie, saca cuatro pesos de un bolsillo de su
pantalón. Su pie derecho palmea el asfalto.
Los dedos de sus manos frotan ávidos las monedas. El microbús sigue fijo en el otro extremo de la cuadra, con el motor jadeando como cansado. EP