La
noche del 14 de noviembre de 1959, dos exconvictos se metieron a la casa de los
Clutter en Holcomb, una población dispersa en las praderas de Kansas. Estaban
ahí el papá, la mamá, una hija de dieciséis y un hijo de quince. Los ataron,
registraron el inmueble y los mataron. Tras leer la noticia en The New
York Times, Truman Capote decidió viajar allá y escribir sobre el caso. El
producto es, para muchos, la mejor novela periodística que se haya escrito, un
virtuoso recuento de los antecedentes, el homicidio, los efectos en Holcomb, la
huida de los criminales como un road trip
de signo negativo, la captura, el juicio y la ejecución.
En el libro no hay mayores sorpresas: es
una historia sencilla, aunque horrenda, sin vueltas de tuerca ni peripecias, en
la que A lleva a B y B conduce a C. Al lector no le importa el ¿qué? Ya
lo sabe. Quiere saber por qué y cómo. A la primera pregunta, ¿por qué?, Capote
da una respuesta vulgar y desoladora —por cincuenta dólares— y otra de gran complejidad:
las psicologías de Richard “Dick” Hickock y Perry Smith (sobre todo la de
Smith, el personaje que más seduce al autor). Uno, codicioso y perverso pero
titubeante a la hora crítica. Otro, sensible, incluso compasivo, pero irremediablemente
trastornado, un asesino nato, en palabras del cómplice. Capote no habla mucho de
las hijas mayores de los Clutter, Eveanna y Beverly, que ya no vivían en Holcomb
cuando ocurrió el crimen. No lo hace tal vez porque no contó con el
consentimiento. Ellas son las principales dolientes. Para hablar de la
aflicción, recurre entonces a dos personajes secundarios, el novio y la amiga
de Nancy, la chica asesinada. Y para tener novela, se enfoca en los criminales.
Sin Dick y Perry al centro, A sangre fría
(In Cold Blood) se caería a pedazos.
A la segunda pregunta, ¿cómo?, Capote
responde con una reconstrucción hipnótica de los hechos. Uno de sus logros principales
es bajar hasta el nivel del detalle mínimo sin sacrificar nunca el
movimiento de la historia. Con la ayuda de Harper Lee, el autor reunió incontables
páginas de material (¿más de ocho mil?): expedientes, entrevistas, notas
periodísticas, cartas… ¿Qué decía el recado de la gerencia que vieron Smith y
Hickock en el espejo de su cuarto de hotel en México? ¿Qué contenía la caja de
posesiones de Perry cuando la policía la encontró en Las Vegas? Pero cada dato
aporta: al sondeo psicológico, a la verosimilitud, a la trama, al efecto
emocional (“[…] a lonesome area that other Kansans call ‘out there’”,[1]
dice sobre Holcomb). Y cada dato transita según la velocidad de una exposición
fílmica. Guionista consumado, Capote hace cine verbal: privilegia el
movimiento, pasa de un plano a otro, deja cuanto puede en manos de los
personajes, alterna hilos que se acabarán atando (por ejemplo, el del sueño
americano de los Clutter y el del advenimiento gradual y ominoso, a la
Beethoven, de los asesinos).
Hay actos cuya realidad preferimos
ocultar. Los mantenemos detrás de un velo que disimula. El homicidio es uno de
ellos. Ni siquiera el periodismo lo muestra tal como es: lo atenúa, lo
estridentiza. Capote corrió el velo. Pudo hacerlo porque eligió un caso real,
porque supo que en el fondo de este caso había una historia arquetípica (la de
la inocencia que, puesta ahí, en la llanura, muere a cambio de nada) y porque
lo presentó con escrupulosidad y objetividad pasmosas. Todo. Tal como pasó. En
el ánimo de muchos, la muerte de Nancy Clutter retumba con mayor fuerza que la
masacre americana más reciente.
[1] “[…] una zona solitaria que otros habitantes de
Kansas llaman ‘allá’”.