La identidad de un pueblo está enraizada a su comida. A partir de una tienda especializada en productos mexicanos en New Haven, Connecticut, Genoveva Castro escribe sobre la comunidad tlaxcalteca en esa ciudad estadounidense.
Tlaxcala Grocery
La identidad de un pueblo está enraizada a su comida. A partir de una tienda especializada en productos mexicanos en New Haven, Connecticut, Genoveva Castro escribe sobre la comunidad tlaxcalteca en esa ciudad estadounidense.
Texto de Genoveva Castro 26/12/22
De niña iba con mi mamá al mercado sobre ruedas de la colonia Portales. Mi puesto favorito era el de la crema y el queso. Nos daban tostadas con generosísimas porciones de crema. Luego, venía la degustación de quesos: requesón, panela, doble crema, queso Oaxaca y de rancho. Era la mejor recompensa posible por ayudar a cargar las bolsas del mandado. Ese queso y esa crema brillan en el firmamento como la luna y las estrellas.
Cualquier persona fuera de su tierra natal busca la comida a la que está acostumbrada y el mercado o la tienda específica es fundamental. Mi cuñado norteño, por ejemplo, tiene muy buen olfato para detectar lugares en donde vendan tortillas de Sonora en la Ciudad de México. Una especie de radar nos lleva a la comida conocida. Para preparar los platillos con los que creciste, es necesario ir en la búsqueda de los ingredientes.
He vivido en Estados Unidos por más de una década y mi obsesión por cocinar comida mexicana fue aumentando poco a poco con el paso del tiempo. La frustración que me provoca la reinterpretación norteamericana de los platillos mexicanos me ha hecho conseguir cosas como las pepitas verdes para hacer pipián o pozole verde. Nada que se le parezca a lo que cocine me lo van a servir en un restaurante en New Haven, donde vivo.
Cuando llegué a New Haven, me uní a un grupo de WhatsApp de mujeres latinoamericanas, y ellas recomendaron la cadena de supermercados CTown para comprar “productos latinos”. CTown le apuesta a una clientela “internacional” y anónima de migrantes con pocos recursos. Mi decepción al ver las latas de frijoles y de salsa fue profunda.
Eventualmente, encontré la tienda Tlaxcala Grocery, especializada en productos mexicanos y atendida por los miembros de una familia. La primera vez que entré sentí una felicidad total al ver que tenían queso Oaxaca fresco. En visitas subsiguientes, descubrí unas tortillas hechas a mano, que con el queso que vendían, sabían muy bien. Le pregunté a la dueña quién hacía las tortillas y me respondió que las traían directamente de México. Esas tortillas no tendrían ese sabor si fueran hechas con la harina de maíz procesada que venden en Estados Unidos.
De cuando en cuando iba a Tlaxcala Grocery a hacer compras para mis enchiladas, quesadillas y chilaquiles. Durante algún tiempo no aceptaban tarjeta y todos los pagos tenían que ser en efectivo. En una ocasión, ya estaba en la caja lista con todos mis ingredientes, pero cuando abrí mi cartera, no tenía efectivo. La dueña con enorme amabilidad me dijo que me llevara las cosas y que le pagara a la próxima. Me asombró: jamás me habían hecho esa oferta en Estados Unidos. Ella confió en mí o tal vez en el hecho de que regresaría sin duda, nuevamente, por mi queso y mis tortillas.
Recuerdo a una conductora de Uber que me llevó a la tienda una vez y me platicó que su hijo era adicto a la crema mexicana, el niño se la quería poner a todo y ella la compraba en Tlaxcala Grocery. Por supuesto que todo sabe mejor con esas cremas mexicanas llenas de grasa y tan diferentes a las cremas ácidas que venden en los Estados Unidos. El hijo estadounidense de la conductora experimentaba el mismo placer que yo cuando era niña.
Durante mi estancia en New Haven, empecé a darme cuenta de que muchos restaurantes mexicanos tenían nombres de ciudades: Mexicali, Oyameles, Ixtapa. Los nombres probablemente hacían alusión a los lugares de origen de sus fundadores. Poco pensé sobre la tienda en la que compraba mis ingredientes mexicanos. Cuando recibí la vacuna contra el Covid-19 me sentía culpable de que mis seres queridos en México tendrían que esperar para protegerse contra la enfermedad. Guardé un incómodo silencio sobre mi privilegio. No anuncié a nadie mi vacuna. La enfermera, al ver mi nombre, me preguntó de dónde era, después de responder que de la Ciudad de México, le hice la misma pregunta. Ella contestó que era de Tlaxcala y con una sonrisa agregó: “muchos venimos de ahí”. De inmediato pensé en la tienda. Más tarde supe que en New Haven que tiene 130 mil habitantes, y hay alrededor de 7 mil personas de Tlaxcala, tal vez más. Una presencia notable, proporcionalmente.
En mi siguiente compra en Tlaxcala Grocery hice la pregunta obvia: “¿Ustedes son de Tlaxcala, verda?”. La dueña, siempre cordial, me respondió que es del pueblo de Ayometla, que llegó a Estados Unidos hace 29 años con dos de sus tres hijos. Su tienda tiene 12 años. Le platiqué que para mí ha sido difícil vivir en New Haven; no es un lugar en el que tenga una red de apoyo, una comunidad. La dueña respondió: “Todos tiramos muchas lágrimas, pero en diferentes direcciones”. Tal vez se refería a las experiencias distintas que los mexicanos tenemos en el extranjero. Ella me confesó que el inglés le cuesta mucho trabajo, pero que sus nietos ya nacidos en Estados Unidos lo hablan muy bien. “Eso sí —me dice— a México no regresaría nunca”. No conozco su historia personal, pero me queda clarísimo que es una mujer muy fuerte. Su vida, seguramente, es mejor en Estados Unidos y por eso no quiere regresar, pero provee lo necesario para recrear una parte de la experiencia mexicana: su comida.
Nunca he sido parte de la comunidad mexicana en New Haven. He vivido una vida de involuntario aislamiento en el que no me siento identificada con mucha gente, más allá de sus nacionalidades. Tengo relaciones de amistad con algunas personas que parecieran estar tan desconectadas de una comunidad como yo. Quiero entender la ciudad en la que vivo, pero tengo pocas herramientas para lograrlo. Soy académica y lo que hago mejor es investigar en libros y en artículos. Vine a Estados Unidos a hacer un doctorado, becada por el gobierno mexicano. Mi experiencia fuera de México es muy distinta a la de los que migran por necesidad. Eso no quita que desee comprender otras realidades, que sienta una enorme empatía por lo que les ocurre a otras personas.
Entendí que Tlaxcala dejó de ser una zona agrícola, se urbanizó dando lugar a corredores industriales y maquiladoras que entraron en crisis y se convirtió en uno de los cinco estados más pobres de México. Una parte de su población económicamente activa migra a otras ciudades de México, Estados Unidos y Canadá. Una gran cantidad de los tlaxcaltecas en New Haven vienen del pueblo San Francisco Tetlanohcan. En un artículo de Jay Winter sobre la migración de Tlaxcala al estado de Connecticut, aprendí que un grupo de gente de Tetlanohcan trabajaba poniendo alfombras en la Ciudad de México, haciendo el mismo trabajo migraron a California y eventualmente a New Haven en donde les ofrecieron mejores salarios. De esta forma, familias enteras de la misma localidad de Tlaxcala terminaron en la Costa Este de los Estados Unidos.
Mucho de lo que leí sobre Tlaxcala rompe el alma. La trata de mujeres es dolorosamente uno de los más graves problemas que han acosado a la región. Mujeres jóvenes, cuyos derechos humanos son violentados, son explotadas y removidas de su lugar de origen. De acuerdo con el sociólogo, Oscar Arturo Castro Soto, las redes de trata incluyen Tlaxcala y la costa Este de los Estados Unidos. En ocasiones, según su investigación, las operaciones criminales están interconectadas: tráfico de personas, armas y drogas. La psicóloga y antropóloga Cecilia López-Pozos ha estudiado el costo emocional de la separación de familias tlaxcaltecas que migran a Estados Unidos y apunta: “El cisma espacial familiar, fenómeno que distingue a las familias transnacionales, es una herida abierta que perdura muchos años.” Desafortunadamente, la historia de muchos migrantes mexicanos es profundamente desgarradora.
Una conmovedora crónica sobre la reunión de las familias tlaxcaltecas fue escrita por Sebastian Medina-Tayac en 2016. Él narra el reencuentro de los migrantes indocumentados con sus madres. Un grupo de madres tlaxcaltecas apoyadas por activistas, académicos y artistas en los dos lados de la frontera recibieron visas para visitar a sus hijos en Estados Unidos. Para obtener las visas, las madres actuaron en una obra de teatro llamada La Casa Rosa. La obra prácticamente contaba la historia de sus vidas: la separación por la migración de Tlaxcala a Estados Unidos. La obra fue presentada en múltiples foros en Connecticut y Nueva York, permitiendo que las participantes estuvieran al lado de sus familiares. Es interesante pensar en el impacto cultural que tendrá Tlaxcala en las próximas generaciones.
Leí en el periódico que, en abril de 2022, el alcalde de New Haven Justin Elicker se reunió con la gobernadora de Tlaxcala Lorena Cuéllar Cisneros y designaron el 20 de abril como “Tlaxcala Friendship Day” para celebrar la relación entre New Haven y San Francisco Tetlanohcan. La localidad tlaxcalteca fue elegida como “ciudad hermana” de New Haven. Es increíble considerar que dos lugares alejados geográficamente y con una gran distancia cultural se conciban de esa manera.
En el documental El carnaval migrante de Fidela Cisneros Rivera observé cómo las fiestas patronales de Tetlanohcan toman lugar en New Haven en el sótano de la iglesia Santa Rosa de Lima. Se escucha la voz del presidente municipal de Tetlanohcan, que viajó hasta New Haven para el evento, y dice: “Quiero felicitarlos por haberse atrevido a romper fronteras trayendo nuestro carnaval hasta este lugar.” El americano James Manship, párroco de la iglesia, habla en español en una entrevista del documental: “Es una oportunidad especial caminar con esta comunidad porque soy un padre gringuito (sonríe), y crecí en una familia gringa con nuestras expresiones de nuestra fe católica… Es un honor aprender de esta comunidad en su manera de ser católico, de ser hermanos, de ayudar uno a otro”. El padre James Manship explica que después de una ausencia de varios años en la parroquia de Santa Rosa de Lima, volvió en 2005 y notó un cambio drástico en la población. Antes había puertorriqueños y algunos mexicanos, pero la marcada diferencia consistía en un aumento de feligreses y particularmente de inmigrantes de Tlaxcala. El documental me incita a pensar en la vida de un sacerdote norteamericano que tiene hablar español y apoyar las fiestas patronales tlaxcaltecas en un área de Estados Unidos que se conoce como Nueva Inglaterra.
En los artículos que leí, la iglesia de Santa Rosa de Lima se menciona una y otra vez relacionada con la comunidad tlaxcalteca en New Haven. Aparentemente, años atrás uno de los párrocos era de Tlaxcala y eso contribuyó a aglutinar a la comunidad alrededor de esta iglesia, fundada en honor a la santa peruana. Aunque no soy practicante de ninguna religión, decidí ir a la misa de Santa Rosa por curiosidad. En internet consulté el horario de la misa dominical y me dirigí al barrio de Fair Haven que es mayoritariamente hispano. Desde que llegué a New Haven recibí advertencias por parte de muchos de la supuesta “peligrosidad” del barrio. Para mi sorpresa, la iglesia estaba cerrada y no había ninguna misa. Un letrero frente a la iglesia dice: “La discriminación es un pecado y punto”. Me pareció un mensaje apropiado.
Deambulando en el barrio de Fair Haven me topé por accidente con la iglesia de “Our Lady of Guadalupe” y decidí meterme. Pasé por una puerta trasera, que estaba a un costado del altar, de tal modo que cuando entré, miré a la gente que estaba en la misa, de frente. No sé cuándo fue la última vez que vi una iglesia tan llena. Me impactó. Fue como una revelación. Sentí una enorme confusión. Era como si me hubiera teletransportado a México en un segundo. Todas las personas eran de piel morena. La misa era en español. Un padre americano hablaba con acento. Otro, hispano, intervino invitando a la gente a participar en un torneo de futbol y a almorzar en unos puestos fuera en los que tenían tamales, tostadas, aguas frescas y fruta. Vi a cientos de mexicanos y latinos en el lugar más obvio del mundo. La devoción es impresionante. La iglesia católica en Estados Unidos depende, de manera importante, ahora y en el futuro de la comunidad hispana. Al salir de la iglesia y alejarme unas cuadras, me quedé con la sensación de que cada edificio es un universo con una realidad separada.
Confieso que nunca he sabido mucho de Tlaxcala fuera de su historia prehispánica y de conquista. Prácticamente no conozco el estado, lo que más recuerdo es Cacaxtla. Por años consumí los tacos de canasta que vendía un señor en su bicicleta en el Periférico. No estaba al tanto de que un porcentaje muy alto del poblado de San Vicente, Tlaxcala, donde se originaron estos tacos, se dedica a este negocio. La erosión de la tierra empujó a los tlaxcaltecas a salir de sus localidades para mantenerse. Otra de mis aficiones es el pan de nuez que venden en las ferias en la Ciudad de México: soy capaz de comerme uno entero yo sola de una sentada. Hasta ahora me entero de que ese pan es tradicional de Tlaxcala y que se hace para los festivales junto con el pan de nata. Los migrantes lo preparan también en Estados Unidos y lo venden en puestos durante la celebración del carnaval.
En la página de Facebook de Tlaxacala Grocery anuncian los alimentos que vienen directamente desde México y que se ofrecen en ocasiones, como conejo adobado, queso añejo, chapulines, nopales, cacao entero. Productos difíciles de encontrar en el estado de Connecticut y que seguramente los mexicanos quieren comer. Hay un deseo de revivir lo más agradable de México.
En mi última visita a Tlaxcala Grocery, le dije a la dueña que me encanta el pan de nuez: “Nos llega mañana. Mi hijo lo recoge en el aeropuerto. Lo traen desde México. Aquí algunos lo hacen, pero no es igual al de Tlaxcala, no es el mismo sabor”. Le pregunto si ella se relaciona mucho con la comunidad tlaxcalteca. El carnaval no le interesa, pero me asegura: “Todos vienen a mi tienda”. Mientras pago, veo detrás de ella un poster enmarcado de la pintura del mercado de Ocotelulco hecha por el pintor tlaxcalteca Desiderio Hernández Xochitiotzin. La pintura mural está en el Palacio de Gobierno de Tlaxcala y muestra una vívida escena que representa un mercado prehispánico.
La comida y los lugares en los que se vende nunca pasan desapercibidos. La pintura de Desiderio Hernández Xochitiotzin me hace pensar en los cronistas españoles que describen en detalle los mercados, los alimentos y escenarios de compraventa en el México prehispánico. Los mercados han sido siempre una puerta de entrada a una cultura particular: lo que la gente necesita, desea, valora y consume. La comida está profundamente enraizada a la identidad de una comunidad. Entender la comida es parte de entender a un pueblo. Tlaxcala Grocery refleja una parte de la historia migratoria de México. Me imagino a todos, en circunstancias diferentes, pero comiendo las quesadillas con el mismo queso Oaxaca en nuestras casas de New Haven. EP
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