Taberna: Rosas que nacen de un zarzal espinoso

En su columna mensual, Fernando Clavijo reflexiona sobre cómo el esfuerzo, el cansancio y la adversidad se vuelven “condimentos” de la comida, y también, en términos filosóficos, de la felicidad y la vida misma.

Texto de 11/01/24

Rosas

En su columna mensual, Fernando Clavijo reflexiona sobre cómo el esfuerzo, el cansancio y la adversidad se vuelven “condimentos” de la comida, y también, en términos filosóficos, de la felicidad y la vida misma.

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Cuando comentamos sobre una cerveza, a veces hablamos del sabor o del grado alcohólico de esta. Pero más comúnmente —como cuando hacemos esa expresión de “ahhhh”— hablamos de la sed, de lo fría que está, de cómo anhelábamos ese trago. La bebida, no hay que ser un genio para notarlo, es más rica cuanto más sed se tiene.

“[…] la comida es tan buena como lo es el hambre que la precede. Ya Cicerón dijo que: “el hambre es el mejor condimento de la comida”. Es decir, sin ese cansancio y hambre no hay satisfacción en la saciedad.”

Esto ilustra una verdad innegable para los que gustamos de comer, ya sea en abundancia, con moderación o hasta delicadeza, o incluso como una forma de descubrimiento de nuevas sensaciones. Por más que nos guste comer, que tengamos el tiempo o los recursos para procurarnos el manjar más apropiado, siempre habrá un limite marcado por ese gran enemigo de la voracidad: la saciedad. Una vez satisfechos, no podemos hacer nada más que esperar a que nos vuelva a dar hambre. Y, si algo sabemos sobre esperar, es que mirar el reloj y sentir el paso del tiempo solo alargan la espera. Es mejor desentenderse, ir a otra cosa y olvidarse hasta volver a sentir el llamado del hambre.

No me refiero al hambre crónica, por supuesto, sino a lo que podría llamarse “antojo” o “hambre aprendida”, la que nos da cuando se acerca la hora acostumbrada de la comida. Recuerdo un trayecto en Durango, País Vasco, en pos de un restaurante afamado de chuletón. Subimos en coche por un camino sinuoso, una montaña llena de pasto amarillo como lo que se vería en nuestro Parque Nacional Desierto de los Leones. En un momento el camino terminó y tuvimos que estacionar el coche alquilado para seguir a pie. En medio del frío —era invierno—, el aire seco generaba una sed abrasadora. Luego de una caminata eterna de quince minutos, divisamos la cabaña que era el restaurante, entre el olor a pinos y a humo. Al acercarnos vimos que dentro de la cabaña había un calentador ecológico entre paneles de vidrio y una barra amplia de madera gruesa. Yo no podía ni hablar del hambre, y sentía que me acechaba el mal humor. Nos quitamos los abrigos y, mientras buscaban nuestros nombres en el libro de reservas (“reservación”, nos dijo el capitán, “es donde se guarda a los indios”), nos ofrecieron la ansiada cerveza de barril, helada. Fue una delicia mojar nuestras gargantas secas. Subimos las escaleras hacia donde estaba nuestra mesa y el aroma a carne y grasa a las brasas se sentía como una tortura; eran casi las 3 de la tarde y habíamos desayunado si acaso un café y un trozo de pan. Al fin nos trajeron un plato de tomates con cebolla, aliñados con aceite y sal, los cuales devoramos. Luego, una cazuela de barro con frijoles negros, igualitos a los mexicanos salvo por la ausencia de epazote y un buen chorro de aceite de oliva. Finalmente llegó el chuletón: carne color rojo oscuro espolvoreada con hojuelas de sal, con esa grasa amarilla y el hueso ancho de un animal viejo. Eso debe de haber sido hace unos 16 años y aún lo recuerdo, y estoy seguro de que sin esa pequeña travesía previa la experiencia no habría sido tan memorable.

Resulta que la comida es tan buena como lo es el hambre que la precede. Ya Cicerón dijo que: “el hambre es el mejor condimento de la comida”. Es decir, sin ese cansancio y hambre no hay satisfacción en la saciedad. ¿Puede ser que ambos aspectos, la carencia y la satisfacción, sean parte de la misma experiencia? Yo creo que sí, que sí puede ser que la felicidad tenga como componente imprescindible algún esfuerzo o incluso dificultad para poderse disfrutar cabalmente. No que una suceda a la otra, sino que ambas experiencias conformen la felicidad, como dos caras de una misma moneda.

“Las piedras en el camino, me dijo un amigo de mi clase de griego antiguo, no son solo obstáculos, sino el camino mismo.”

Se puede pensar, incluso, que esta máxima es cierta para otras cosas además de la comida. Hace un par de meses fui a comer a la cantina Gran León de Oro con algunos amigos que yo considero muy exitosos en el ámbito laboral. Al cabo de unas cubas, uno de ellos nos dijo que tenía dificultades en su trabajo. Como respuesta, otro de los que estaban en la mesa terminó su whisky para relatar cómo hace algunos años le había ido tan mal en los negocios (hace cajas) que tuvo que cambiar a su hijo de escuela porque no le alcanzaba para la colegiatura, pero que con trabajo y un poco de suerte ahora está mejor que nunca. Uno más nos dijo que en una ocasión estuvo buscando vender su fábrica (de plásticos), pues ya no podía ni mantenerla, y otro más nos contó que cuando se abrieron las importaciones chinas de lo que él producía en su empresa (máquinas simples) se quedó sin ingresos de la noche a la mañana. Todos habían salido adelante, y no solo eso, sino que las dificultades que habían enfrentado habían sido una parte crucial del éxito que luego obtuvieron. Las piedras en el camino, me dijo un amigo de mi clase de griego antiguo, no son solo obstáculos, sino el camino mismo.

Estos vaivenes de la vida me hacen pensar en Nietzsche (de quien tomé prestado el título de este artículo) y su siguiente comentario: “únicamente la mezcla singular que forma el doble carácter de las emociones de los soñadores dionisíacos le recuerda —como un bálsamo saludable recuerda al veneno homicida—: me refiero a este fenómeno del sufrimiento suscitando el placer, de la alegría arrancando acentos dolorosos.” Él se refería a la tragedia griega, a la fusión de lo Apolíneo con lo Dionisíaco, pero para nuestros efectos viene al caso en el sentido de que junta y opone la embriaguez y el éxtasis con la forma y percepción superficial de la “realidad”, para obtener así una realidad más completa. En el mismo texto, El origen de la tragedia, afirma: “aquí nada recuerda el ascetismo, la inmaterialidad o el deber; es una vida exuberante, triunfante, en la cual todo, tanto el bien como el mal, está divinizado.” Por ello Aquiles, apoyando una pierna sobre el cuerpo inerte de Héctor vencido, le dice al padre de este que Zeus otorga un puñado de alegría y otro de dolor a cada persona, y que cuando uno ha vivido sin dificultad y sin problemas un tiempo es de esperarse que venga el lado difícil, pues no se puede vivir sin uno o lo otro. En la salud, en los bienes materiales, e incluso en el amor, hay que sentir la carencia para apreciar la abundancia. χαλεπὰ τὰ καλά, dicen los griegos.1 Así pues, la racionalidad consumista del mundo moderno es una falsa promesa, pues el deseo constante de bienes o capital nunca traerá la ansiada saciedad.

Para volver al tema de la comida, recuerdo una cita de la novela maravillosa sobre investigación culinaria de Hisahi Kashiwai, Los misterios de la taberna Kamogawa, que dice: “no hay placer sin dolor, la vida es siempre agridulce”. En esta novela situada en Kioto se hace énfasis en lo efímero de la felicidad que nos otorga la comida, pues debe renovarse como hace la naturaleza en cada estación. Muestra de esta filosofía cambiante, pero no por ello menos bella, son los cerezos primaverales y el follaje del otoño. Lo que cuesta trabajo vale la pena o, como afirmó Bertrand Russell, lo que vale la pena cuesta trabajo.

“Mejor […] darle tiempo al tiempo, trabajar cuando hay trabajo, disfrutar cuando es momento de comer y beber, cada cosa en su lugar, en la búsqueda constante y calmada de la felicidad.”

Para terminar me gustaría recomendar otro libro sorprendente y también relacionado con la alimentación, esta vez de Liliana Blum, originaria de Durango, México. Su excelente novela Pandora ilustra diferentes maneras de evadir la felicidad. Una es comer sin límite, que si bien en un principio puede ser una manera de entregarse al goce, en el extremo puede conducir a la obesidad y al daño a la salud física y mental que ello conlleva o evidencia. La otra es el privarse de alimento para mantenerse delgado como dictan las revistas de moda, otro extremo insalubre que hace eco de una renuncia a la vida. Quererse comer la vida de un bocado es una necedad tan grande como intentar guardar todo lo rico para después. Mejor (como el Sísifo feliz de Camus) darle tiempo al tiempo, trabajar cuando hay trabajo, disfrutar cuando es momento de comer y beber, cada cosa en su lugar, en la búsqueda constante y calmada de la felicidad. EP

  1. Difícil es lo bueno. []
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