En esta columna, Fernando Clavijo hace un recuento de algunas propuestas académicas que se enfocan en las dinámicas de poder económico vinculadas a la industria alimentaria.
Taberna: El poder y la pasión (por el dinero)
En esta columna, Fernando Clavijo hace un recuento de algunas propuestas académicas que se enfocan en las dinámicas de poder económico vinculadas a la industria alimentaria.
Texto de Fernando Clavijo M. 05/04/24
Cuando se lee sobre comida y sistemas alimentarios, es cada vez más común encontrarse con críticas a los modelos extractivistas, al uso de químicos dañinos para la tierra y la salud y a prácticas de competencia desleal que crean y evidencian distribuciones injustas de poder. La argumentación y sobre todo la experiencia anecdótica apoyan muy bien estas líneas discursivas. Sin embargo, es poco frecuente encontrar datos duros que apoyen la tesis de un problema estructural o sistémico en las cadenas de producción y suministro de alimentos, y que estos alcancen foros con voz en la toma de decisiones.
Hace poco, la revista Foreign Affairs Latinoamérica puso atención en los sistemas alimentarios en algo que parece conjuntar el enamoramiento social por la comida y su diversidad con el interés genuino por la lucha contra la desigualdad y, para ponerlo de manera burda, el hambre, con el fin de darle un enfoque académico. Una conjunción que me parece alegre —aunque habrá quien critique que no sean los propios agricultores o pescadores indígenas los que hayan escrito estos artículos.
Me refiero al número de otoño del 2023, con el título de “El poder y la alimentación en Latinoamérica”, y en particular a las colaboraciones del peruano José Luis Chicoma, la mexicana Paloma Villagómez y la colombiana Sofía Monsalve. Como ya he hecho con otras publicaciones que merecen la pena (como el Paris Review o con la revista Arqueología Mexicana), en este texto reseñaré los principales hallazgos y contribuciones de esta y otras publicaciones recientes a nuestro tema tabernero.
La primera aportación viene del artículo “El poder y los sistemas alimentarios en Latinoamérica”, de Chicoma, en el cual se explica cómo el trasfondo económico de nuestra región ha afectado los sistemas alimentarios. En primer lugar, establece que las políticas del desarrollo estabilizador y ajuste estructural, que controlaron variables macroeconómicas como la inflación y las tasas de interés, también fomentaron el crecimiento económico por medio de las exportaciones. En este esfuerzo, Chicoma no deja de mencionar a los llamados Chicago Boys chilenos como acólitos de Friedman, a pesar de que él mismo estudió en Harvard y es fellow en Yale, una estancia en los Estados Unidos que tal vez explique por qué se refiere a la quinua con el anglicismo “quinoa”.
Lo que dice no es falso; sin embargo, como es sabido, el sector exportador está basado en la competitividad. Es decir, en vender barato y producir grandes cantidades. Esto se logra con grandes escalas industriales, y explica cómo el propio modelo de desarrollo priorizó la agricultura y pesca industriales sobre los sistemas artesanales. El resultado de dicha industrialización es la reducción de biodiversidad asociada al monocultivo y la pesca de arrastre, así como el uso de fertilizantes y su consecuente daño a la tierra. La solución en sí, nos explica, es el origen del problema: el Washington Consensus no toma en cuenta al pequeño productor. A varias décadas del milagro exportador, los habitantes de las regiones más productivas de nuestro continente no pueden pagar los productos que cosechan y venden al mercado internacional. Latinoamérica es la región que más alimentos exporta, pero no puede costearlos. Como ejemplo tenemos el caso de éxito chileno: el salmón, que se exporta al mundo pero cuyos pescadores no tienen ingreso para consumirlo. Algo similar pasa en Bolivia con los productores de quinua, cuyo precio y demanda internacional la convierte en un lujo para sus productores ancestrales.
El éxito económico del sector industrial exportador les trae, además de ganancias económicas, poder duro en las negociaciones internacionales. Estas crean mercados para sus productos, pero a cambio de aceptar importaciones agrícolas o pesqueras de otros países igualmente eficientes. Con ello, los sectores que no son altamente productivos se ven inundados de productos importados a precios con los que es imposible competir. La soya de Argentina y Brasil, o la harina de pescado de Perú y Chile, por ejemplo, tienen como destino principal a China. A cambio, se permiten inversiones en sectores estratégicos como la minería, el petróleo o las hidroeléctricas, con supervisión ecológica escasa o inexistente.
El resultado de décadas de incentivar a sectores “ganadores” ha traído como consecuencia la concentración de recursos. Es notable que “el 1% de las granjas más grandes controla más de la mitad de las tierras agrícolas”. Esto no es una excepción sino el reflejo de prácticas globales que concentran la producción hasta hacernos vulnerables a periodos de escasez como el acontecido con los granos provenientes de Ucrania. A esta concentración empresarial debe añadirse la falta de biodiversidad, que nos hace aún más vulnerables a crisis, sean climáticas o plagas. A pesar de que el planeta produce más de 50 mil plantas comestibles, el mundo obtiene el 60 % de sus calorías de solo tres productos: arroz, trigo y maíz.
¿Qué se puede hacer? Utilizar el poder del Estado para subsidiar a los productores artesanales y generar las condiciones de mercado para que sus productos sean exitosos ante la demanda otrora homogénea. Todo cuenta: incluso el papel de chefs que promueven productos locales puede fomentar una demanda más educada y sensible a los problemas asociados a las cadenas de suministro. Parece que finalmente el establishment ha aceptado que el mercado no es otra cosa que un conjunto de incentivos y reglas y por ende un instrumento de política económica.
El artículo “Corrupción en el sistema alimentario industrial contemporáneo”, de Villagómez, refuerza esta epifanía en el sector académico. La autora define el sistema alimentario como “un conjunto de relaciones organizadas según reglas que establecen qué, cómo, dónde y entre quiénes circulan los recursos materiales, económicos y políticos de la alimentación”, o en el lenguaje de los economistas, un mercado con un vector completo de transferencias. Este, a su vez, determina relaciones de poder.
Dado que los sectores más exitosos tienen mayor acceso a información, insumos, infraestructura o capacidad de decisión, puede decirse que tienen más poder. En la medida en que la repartición de este poder sea utilizada para beneficiar a un grupo particular, sea económico o político, podemos hablar de corrupción. Corrupción entendida no ya como un caso aislado de desvío de recursos, sino como la tergiversación de un sistema. El artículo pone como ejemplo la nueva Seguridad Alimentaria Mexicana (SEGALMEX), que ha sido señalada por la Auditoría Superior de la Federación por simular competencia, adjudicaciones directas y contratos sin licitación. Asimismo, por la “compra de productos sin demanda” y “extraviados”; tal es el caso de cerca de “500 toneladas de maíz podrido enterrado en Chiapas”, o “cientos de empaques de carne caducada de res y pollo que fueron quemados en Puebla”. El desfalco se calcula en 15,000 millones de pesos.
El organismo Transparencia Internacional señala “cohecho en la certificación de empresas y productos alimentarios, contrataciones sin licitación, sobornos para facilitar la distribución, mercados negros y uso clientelar de la asistencia alimentaria” no solo en México, sino en Venezuela y Brasil. Además, el desvío de fondos de mantenimiento de infraestructura de agua y permisos de extracción obtenidos con sobornos o falsos. Falta de títulos de propiedad, algo que sucede mucho en nuestro país, así como despojos. Por si fuera poco, la investigadora de la UDG también señala que la corrupción facilita “crímenes alimentarios”, como la adulteración, procesamiento ilegal de alimentos, etiquetado engañoso, etc.
La mayoría de estos fenómenos son conocidos. Incluso la revista de arquitectura, Arquine, publicó un artículo llamado “Narcópolis”, donde su autor, Ernesto Betancourt, afirma que “en no menos de 25 % del territorio nacional, la delincuencia controla o participa en temas relacionados con la seguridad comunitaria, abasto de gasolina, comercio con materiales de construcción; también determinan el precio de productos como el aguacate, limón, pollo, jitomate o la dotación de servicios públicos como transporte, agua”. Lo interesante del análisis de Foreign Affairs es que finalmente reconoce que esta corrupción no es un conjunto de hechos aislados, sino consecuencia previsible del diseño actual. A fin de cuentas, el término corrupción debería tener un significado parecido al de las palabras machismo o racismo, que no se entienden sino en sentido sistémico. Una fruta podrida no es corrupción, una rama torcida sí lo es. El sistema es vulnerable a la corrupción porque tiende a concentrar recursos y poder en un pequeño grupo exitoso: pocos productos, pocas empresas y grandes rutas comerciales, lo cual resulta en monocultivos con uso intensivo de tecnologías y químicos. Además, la financiarización del sistema agrega volatilidad en los precios. Monopolios u oligopolios con prácticas desleales y los recursos para sobornar a las autoridades, la propia definición de capitalismo, cuyo fin último es acumular más capital, no alimentar a la población.
Por último, la Secretaria General de FIAN Internacional, Sofía Monsalve, denuncia en “No hay sistemas alimentarios sostenibles sin de poder equitativas” que incluso la Cumbre sobre Sistemas Alimentarios organizada por la ONU en 2021 está controlada por el sector corporativo y su agenda convenientemente evita ciertos temas. Esta Cumbre y la FAO se han convertido en promotores de “soluciones” que priorizan la tecnología y digitalización. En cambio, temas como la tenencia de la tierra, o la concentración de poder de mercado en un puñado de multinacionales en temas como granos o fertilizantes, son ignorados por ambos organismos.
Así pues, no parece llamarle la atención a estos funcionarios internacionales que, en países como Colombia y Perú, exista un 81 % y 77 % respectivamente de concentración latifundista, según el reporte Desterrados: tierra, poder y desigualdad en América Latina, publicado por Oxfam. A nivel mundial, seis empresas controlan el 78 % del mercado de agroquímicos, y cuatro empresas controlan entre 70 % y 90 % de la comercialización de cereales.
Se entiende, aunque no se justifica, el actuar desde el hartazgo. Personas como el tejano Stephen McRae, quien en el 2016 intentó sabotear dos minas de oro, algo que detesta por su poder corruptor pero también por lo mucho que contaminan, han convertido al eco-terrorismo en una nueva forma de inseguridad o lucha social, según como se quiera ver. Incluso el movimiento zapatista, sin duda el reclamo más propositivo y futurista que ha producido México desde la Revolución, que aboga por la autonomía indígena de la milpa, así como por la expulsión de su territorio del entramado corporativo internacional, ha tenido que constituirse como ejército.
Las pocas soluciones o acciones en el sentido correcto no parecen generar un cambio por sí mismas, aunque las hay. Una de ellas es el Informe de avances para el cumplimiento del decreto sobre glisofato, elaborado por el Gobierno mexicano, según el cual México prohibirá gradualmente el uso, adquisición, distribución y promoción de este famoso herbicida para este mismo 2024. Pero aún falta mucho; a nivel país se debe por lo menos incorporar la asistencia alimentaria como un derecho constitucional, de modo que deje de ser una ayuda extraordinaria clientelar sujeta a los vaivenes del proselitismo. A nivel internacional, el sistema necesita más transparencia, pero también acotar el peso de los actores financieros, recortar las cadenas de abasto. Por último, debe atenderse el lado del consumidor, pues toda la educación del mundo no va a lograr mejorar la dieta mientras un menú saludable cueste unas cinco veces más que uno chatarra. Así que los problemas asociados a la obesidad, que según la World Obesity Federation llegará al 88 % de la población nacional para el 2050, y que son hipertensión, diabetes e insuficiencia cardiovascular, solo pueden aumentar.
Tenía la intención de escribir sobre una buena noticia: que las preocupaciones típicamente enarboladas por el sector campesino o de pequeños productores —los “perdedores” de la modernización económica— habían finalmente llegado al mainstream académico. Sin embargo, la argumentación y los datos es tan deprimente que el hecho de que una publicación seria como Foreign Affairs los reporte a su grupo de pares queda hundido en un desierto de desesperanza. No parece que haya mucho por hacer cuando claramente estamos en manos de ejecutivos y banqueros al otro lado del mundo, quienes toman decisiones respecto a precios que para ellos representan márgenes y porcentajes, pero para nuestra población significa la diferencia entre comer o no comer. Los productos que impulsan como “soluciones”, a través de los organismos internacionales de mayor reputación, solo agotan más la tierra al tiempo que aumentan la dependencia económica de la población más necesitada. Los gobiernos, locales e internacionales, no pueden más que acceder y acomodarse a estas prácticas con la esperanza de obtener algo de las derramas de dichas corporaciones.
No sería yo si no dejara el título de un artículo para el final. La imagen que me queda después de este recuento es la de una escena de la película de Sergio Leone, El Bueno, el Malo y el Feo, en la que Tuco (Eli Wallach) corre por el camposanto buscando la tumba sin nombre en la que está enterrado el dinero. Su búsqueda es frenética y desordenada, en un desierto lleno de polvo y muerte. No ha comido ni tomado agua en días, sus ojos desorbitados y su rostro desencajado parecen un retrato de la humanidad: la cara de un adicto. El tema con el que Ennio Morricone acompaña esta secuencia no podría describir mejor su locura: “The ecstasy of gold”. EP
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