Taberna: La cebolla

En esta columna, Fernando Clavijo ofrece un amoroso homenaje y despedida ante la pérdida de su madre, a la vez que nos invita a reflexionar sobre la belleza y fragilidad de la vida.

Texto de 29/02/24

Cebolla

En esta columna, Fernando Clavijo ofrece un amoroso homenaje y despedida ante la pérdida de su madre, a la vez que nos invita a reflexionar sobre la belleza y fragilidad de la vida.

Tiempo de lectura: 5 minutos
En memoria de Nora Mostajo

Habrá sido de mañana, tal vez en verano porque no estaba en la escuela. Llevábamos bolsas de mandado. Mi mamá se detuvo frente a un carnicero y le pidió carne, de dos tipos. La primera era para un guiso, algo en cubos que habría de deshacerse a fuego lento, seguramente con arvejas y ají. Lo segundo, unos filetitos para comer ese mismo día. “¿Se te antoja un trocito de carne?”, me debe de haber preguntado, mirándome hacia abajo y yo pegado a ella, a lo que contesté, “sí, pero sin cebolla” como el niño consentido que era, temeroso todavía de aventurarse fuera de su burbuja maternal. Aquí el carnicero, cuchillo en mano, sonriente y valentón, intervino sin empacho: “Ah, ¿no le gusta la cebolla? ¡Pues doble cebolla! ¿Verdad, señora?”.

“[…] la madre intercede por el niño ante el mundo, es la Virgen que ruega por nosotros ante el Dios iracundo.”

Mi pánico debe de haber sido fugaz, pues solo tenía que ver a mi mamá para saber que por supuesto que no, que ella me protegería de tal asquerosidad en la privacidad e independencia de nuestro hogar. Porque, en esos tiempos yo era de los que creía que no les gustaba la cebolla. Pero si a uno le gusta prácticamente cualquier salsa, desde una básica de tomate hasta el curry más complejo —es decir, un mole—, va a comer cebolla. Caramelizada, acitronada, deshecha en mantequilla o aceite como base de todo guiso.1 En gran parte de los casos simplemente no la vemos, pero ahí está. Es un componente fundamental del olor del hogar, como lo son las notas de café, sudor y mascota.

Hay, por supuesto, cebollas que sí se ven. La cebolla morada del aguachile sinaloense o nayarita. La cebolla en pluma de la salsa cruda que va sobre los guisos bolivianos, algo similar a lo que en México le ponemos al pozole. El sabor ligeramente picante y crujiente del rabo verde de la cebollita. La cebolla medio caramelizada de la tortilla de patatas, del hígado o bacalao encebollados. Las cebollas enteras puestas en la parrilla del restaurante en Puerto Madero, Buenos Aires, La cabaña de las lilas, cortado con vinagre de Módena y mostaza Dijon. Los calçots con salsa romescu. Hay cebollas que se ven tanto que son el único alimento, como relata Hemingway que le sucedió durante la guerra, pues son duraderas como la mayoría de los tubérculos. Más tarde, de hecho cuando ya estaba muerto, publicó que le gustaban los sándwiches de cebolla con mantequilla de cacahuate, algo a lo que no hay que ponerle mucha atención.

En términos literarios, la cebolla es mucho más, por su forma y sus capas, así como por ser un lugar común de la cocina. Es, como la matrioska rusa, el ejemplo perfecto de una historia que envuelve a otra, en la que puede haber un sinfín más de paréntesis contenidos, siempre con simetría. Como se explica en los argumentos sencillos de la ópera, la historia más común es la que tiene la forma ABA, pero puede haberlas ABCBA, etc. Incluso los ensayos argumentativos pueden seguir esta lógica, en la que la introducción y la conclusión son similares, como la primera capa, y que dentro contienen un sustento tan superficial o profundo como se quiera.

Todo mundo sabe que la cebolla hace llorar. Cortarla irrita los ojos debido al sulfóxido de tiopropanal, un gas lacrimógeno. Este paso ocupa la primera parte de casi todos los videos de recetas de cocina. Es tan obvio que ya no saben cómo hacerlo interesante, y entonces los chefs ultra machos despliegan cuchillos enormes en tablas de madera tan rústicas como exclusivas y ¡taz!, dan un corte a la cebolla entera antes del fade-out que nos transporta al futuro donde todo ya está picadito. Así, con la tecnología de la información y los gadgets, logran deshacerse de la química de la cebolla.

Que la cebolla hace llorar, que huele a hogar, que se le termina agarrando el gusto y que sus capas son como las interpretaciones de una historia compuesta de muchas historias… todo esto, ¿qué? ¿Son ideas sueltas? Puede ser, pero el ser humano no sería lo que es sin esa capacidad para crear narrativa de la nada, del azar incluso. Justo esa capacidad narrativa que el maldito Alzheimer hace añicos. Para mí esta escena —la del mercado— se ha repetido en múltiples ocasiones, muchas veces en sueños y con personajes diferentes, pero siempre relacionados con la protección materna.

En los sueños constelan y conviven los fantasmas personales con los heredados, aun con los históricos. Es más, diría que esta escena es arquetípica: la madre intercede por el niño ante el mundo, es la Virgen que ruega por nosotros ante el Dios iracundo. Sin esa intercesión o mediación, estaríamos desnudos ante la ira del padre o simplemente ante la crudeza de la vida. Por eso, si perder a un padre es como ser revolcado por una ola —al cabo de lo cual hay que encontrar el piso arenoso y levantarse—, perder a una madre es como ver el sol apagarse y saber, sin más, que habrá que acostumbrarse a vivir con frío.

Mi mamá murió este 14 de febrero. Que haya tenido una versión de este sueño no es nada de que asombrarse, y de más está decir que en los sueños todos los personajes somos nosotros mismos. Una parte de mí exige, otra se esconde, y una más es mediadora. Mediar es proteger, pero también dar ánimo. Ya me he animado a comer cebolla en todas sus formas, y la disfruto y considero el aroma del hogar. Sin embargo, y digo esto luego de haber escrito de entrecôte, chuletón, bistecca fiorentina y aun el plato típico de la ciudad en que nació mi abuela materna, el asado de tira, daría todo por comer ese bistecito sin cebolla. Jugoso y acompañado de arroz, como solo ella sabía hacerlo, y no por falta de amor a este tubérculo, sino solamente porque en el fondo sigo siendo un hijo de mamá. Esa parte de uno nunca desaparece, pues si la personalidad, como la cebolla, está compuesta de capas, estoy seguro de que en la parte más interna está la madre.

“La muerte de alguien querido es el memento mori por excelencia: nos recuerda que hay que aprovechar cada día, apreciar desde el azul del cielo hasta el olor de la tierra.”

Puedo decir que hoy en día entiendo mejor a la cebolla que cuando era niño. Y ahora este tubérculo recreará para mí una escena y calor que seguiré buscando por el resto de la vida. Porque, a pesar de la cercanía con la muerte, yo sigo habitando el mundo de los vivos y lo hago feliz. La muerte de alguien querido es el memento mori por excelencia: nos recuerda que hay que aprovechar cada día, apreciar desde el azul del cielo hasta el olor de la tierra. La vulnerabilidad así se convierte en voluptuosidad, y cuando camino por el circuito escolar de Ciudad Universitaria, mirando los cactus y la roca volcánica, lo comparto con ese ser que está dentro de mí y le digo: “Mira qué hermoso, ven, acompáñame en este paseo”, tal vez como el Adriano de Yourcenar le dijo a su propia alma: “sigamos viendo el mundo juntos”. EP

  1. Sorprendentemente, la cebolla es solo el segundo vegetal más consumido en el mundo, parece ser que le gana el tomate (procesado, pues al menos en los Estados Unidos, el 77 % de los tomates se usan para salsas o kétchup). []
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