Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno a las tumbas y los epitafios.
Sobre tumbas y epitafios
Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno a las tumbas y los epitafios.
Texto de Anuar Jalife Jacobo 23/10/23
Para Asunción, amiga que hablaba con la poesía.
The secret of the stars—gravitation.
The secret of the earth—layers of rock.
The secret of the soil—to receive seed.
The secret of the seed—the germ.
The secret of man—the sower.
The secret of woman—the soil.
My secret: Under a mound that you shall never find.
“Mrs. Sibley” — Edgar Lee Masters
Llegamos al mundo sin inscripción alguna. Una pulsera desechable; una anotación en la pizarra; una ficha sobre la cuna son los efímeros testimonios de nuestra llegada. Se nos da un nombre, es cierto. Se nos signa con una palabra que reproduce explícita o secretamente el nombre de nuestro padre o nuestra madre, un ancestro, alguna artista famosa, cierto personaje memorable, una santa, alguna virtud, una flor, una efeméride, un antiguo amor, etcétera. La imaginación de los padres para llamar a sus hijos es inagotable. Sin embargo, por más representativo que el nombre resulte, este es a fin de cuentas solo un aliento, una voz, un insuflo como el que Jehová dio al polvo para animarlo. Eventualmente, será consignado en un perecedero papel, que se multiplicará por cientos a lo largo de nuestra existencia, pero que en el fondo importa solo a burócratas, archivónomos e historiadores; hongos, ratas y lepismas. Tan frágil y resistente como la vida, nuestro nombre requiere de un soplo constantemente renovado para subsistir. Existe mientras es pronunciado; se vacía cuando deja de serlo. De ahí esa compulsión de los adolescentes, en plena curiosidad de sí, por escribir los suyos ad nauseam en las páginas de los cuadernos, la corteza de los árboles o las paredes de los baños, sabiendo que pronto esas marcas se perderán. Los testimonios de nuestra llegada al mundo y de nuestra marcha presente parecen resistirse a todo lo perdurable. No en vano, el rito católico del bautismo se hace con solo una poca de agua que escurre rápidamente por nuestra frente, dejando una marca perentoria pero invisible. Sabemos que el cambio es el sino de lo que vive y que, por lo tanto, sobre la vida no debe yacer nada demasiado pesado.
La tumba es la contracara de esta ligereza. De acuerdo con Edgar Morin, el entierro de los muertos señala el surgimiento de lo humano. Sobre el lugar de la inhumación, los neandertales colocaban pesadas piedras que más tarde se convertirían en casas, templos, mausoleos, palacios; construcciones muchas veces de mayor solidez y perdurabilidad que las destinadas a los vivos; monumentos funerarios que alcanzan dimensiones como las de pirámides de Giza o el Taj Mahal. Si la vida es liviana, porque es quebradiza y pasajera, la muerte es pesada, por contundente y perpetua. La tumba es gravidez. Alberga lo que se coloca en la tierra no para que crezca o se asiente, sino para que se hunda. La imagen que acompaña al entierro es la del suelo absorbiendo aquello que se ha depositado en sus entrañas. Es un ir hacia dentro, hacia el fondo, hacia un centro inmóvil y, en ese sentido, inalterable. A diferencia de otros rituales funerarios, como la cremación o el entierro marino, la inhumación apela a lo estable. Lo que se entierra no desaparece, no se dispersa; se conserva fijo, se convierte en un referente. Como recordatorio o advertencia, como una especie de lacre que aísla un pedazo de tierra, sobre la tumba se coloca una lápida hecha tradicionalmente de granito, mármol, cantera; materiales que con su rigor delimitan un lugar sagrado. En un mundo verticalizado, los nichos son el trasunto de la tumba, de la cual conservan el carácter monolítico, hermético, que cumple esa función de fijar, de enclaustrar, de separar el territorio de los vivos del de los muertos. No siempre fue así. Philippe Ariès da cuenta de cómo, durante siglos, las sepulturas ubicadas tradicionalmente en los atrios —que eran sinónimo de cementerio— conservaron un carácter colectivo y anónimo.
Idealmente, el lugar de un sepulcro ha de serlo a perpetuidad. La imaginería moderna de casas embrujadas por yacer sobre un viejo camposanto o famosas maldiciones —como la atribuida a la tumba de Tutankamón— tiene que ver con la violación de ese espacio que no debía ser perturbado. La contraparte de la profanación de las tumbas es la más terrible de los muertos sin sepulcro. Antígona —cuya imagen ha resurgido entre nosotros gracias a la poeta Sara Uribe— encarna la desgracia de quienes sufren esa ausencia. Hoy mismo en México miles de mujeres que buscan a sus personas desaparecidas soportan una carga acaso más pesada que la del personaje de Sófocles, pues no tienen un cuerpo sino sospechas, preguntas y manos terrosas. Buscan a sus personas queridas con vida, por supuesto, pero ante el horror de la desaparición incluso la muerte resulta un alivio, por rotunda y cierta en un mundo mendaz. Y es que la desaparición misma es una especie de muerte, pero más cruel, pues se trata de un símil grotesco; es una muerte despojada de ese famoso requiem in pace, que representa nuestro último y más democrático consuelo, y sin cuya promesa el resto de nuestra existencia se oscurece. “Hermosa es la serena decisión de las tumbas”: escribió el joven Borges. La búsqueda, en ese sentido, es un cortejo ajustado a la naturaleza de la desaparición. Frente a algo que es un proceso, incierto e inacabado, no se puede responder sino mediante la acción. Sus manifestaciones simbólicas son la manta, el bordado, el cartel, la ficha de búsqueda, el muñeco, el retrato, la playera serigrafiada y otra vez el nombre de quien se busca dicho en voz alta; sustancias efímeras porque no buscan permanecer, sino hacerse y rehacerse de manera continua como una forma de acompañamiento permanente, que muchas veces continúa incluso después de haber hallado al ser amado, pues no abandonar a los muertos, no abandonar a los desaparecidos, significa su supervivencia.
En las antípodas de la desaparición se encuentra el sepulcro, la lápida, el epitafio. Este último es el símbolo por excelencia con que se sella una muerte. Los más antiguos que han llegado hasta nosotros pertenecieron al antiguo Egipto y se encuentran escritos sobre sarcófagos y ataúdes. En la Grecia antigua, los epitafios solían ser expresiones elegíacas, normalmente escritas en hexámetros, aunque más tarde también se hicieron en prosa. Los epitafios romanos, por otra parte, eran más sobrios. Poseían un carácter formulaico y se restringían a consignar algunos hechos sobre la vida del difunto. Esta es un poco la tradición que ha llegado hasta nuestros días, después de que el epitafio permaneciera reservado durante siglos a monjes y aristócratas. Pariente cercano de otras formas como la esquela, el obituario y la elegía, el epitafio es ante todo una manifestación pública. El ascenso de lo privado que caracteriza a nuestro tiempo tal vez explique la falta de fuerza actual de este género. La mayoría de ellos recurren a frases hechas del tipo: “Padre querido y fiel esposo. Recuerdo de tu esposa y tus hijos” o “Vivirás en nuestros corazones. Tus hijas y nietas”. Muchos, más bellos e impersonales, recurren a versículos bíblicos relacionados con la promesa de la resurrección: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera” (Juan 11:25), “En Cristo todos volverán a vivir” (1 Corintios 15:22), “En la casa del Señor habitaré para siempre” (Salmo 23:6). No pocos epitafios hablan más de quien lo escribe que del finado. Hace no mucho encontré uno que decía más o menos: “Doña Rosa Irigoyen, mujer honrada, compañera leal, siempre cerca del corazón de sus familiares y amigos deja este recuerdo a la señora Josefina Ruiz”. Quizá el problema del epitafio ahora es que no está claro a quién le habla. Casi siempre parece dirigido a la persona fallecida, pero a la vez es una inscripción pública. Pertenece a una zona intermedia. No pude tener el grado de intimidad que una carta, pero tampoco puede tener la distancia de una placa conmemorativa. Es una manifestación siempre contenida de nuestros sentimientos más dolorosos, hecha para quedar fijada, sin posibilidad de transformarse, como si la expresión estuviera contagiada de la muerte. Edgar Lee Masters escribió los de todo un pueblo, el ficticio de Spoon River; para hacer del epitafio poesía tuvo que alejarse de la piedra y recurrir a la ficción para hacer honor a la biografía de sus entrañables finados que pudieran ser cualquiera.
Contra esa petrificación, más o menos puritana, en México levantamos altares y disponemos ofrendas. En un gesto de vitalidad no se les ofrece a los muertos una frase, sino un plato de comida y algo de beber. Cuesta imaginarse un acto más sencillamente generoso que el de saciar el hambre y la sed de alguien, y una mejor manera de ser recordado que la de estar invitado una vez a la mesa de quienes nos amaron en vida. EP
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