En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Registro | Los nostálgicos solo mueren los domingos: algunas digresiones sobre Charly García, René Magritte y el final del verano
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Texto de Pablo Íñigo Argüelles 21/08/24
Carlos Alberto García Moreno, aquel pianista argentino entrenado en la disciplina del método clásico devenido en estrella de rock a mediados de los setenta, escribió en uno de sus poemas-canciones de la juventud, una falsa biografía precoz relatada en primera persona desde la postrimería de una vida piratesca.
Imaginamos, gracias a su narración inmaculada, que ese poeta maldito o bohemio tardío, que reflexiona sobre la muerte de dios y el fin de los amores en Confesiones de Invierno, lo hace dentro de una celda, tumbado en una cama y mirando al techo.
Hacia el último verso sentencia la última y más importante de sus confesiones, misma que termina de envolver ese inventario de lamentaciones como con un celofán muy fino y transparente: solamente muero los domingos y los lunes ya me siento bien.
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Hablemos de todo lo demás, de todo lo que nos circunda, lo que vuela alrededor y que permite que lo que esté al centro viva, sea y exista. Hay quienes insisten en hablar de un tema para entender ese tema. Ilusos: para hablar de algo y entenderlo, hay que hablar de todo menos de ese algo, como cuando cerramos los ojos y vemos una constelación de puntos móviles que, si intentamos mirar directamente, no harán más que esfumarse. Es irónico, pero para poder mirar bien esas luces (llamadas fosfenos), hay que verlas indirectamente.
Ahora, pensemos en una fotografía: René y Georgette Magritte con su perro, una de tantas que el fotógrafo Lothar Wolleh le hizo a la pareja a lo largo de su vida. A principios de los años ochenta, el músico Paul Simon estaba en casa de Joan Baez ensayando para un concierto. En algún punto de su sesión musical, el teléfono los interrumpió. Mientras Baez atendía la llamada, Simon, aburrido, se puso a hurgar en su librero. Ahí encontró un libro sobre la vida de Magritte. Al hojearlo, su atención fue para una sola foto, la de Wolleh, magnetizado más por el título que por la escena misma: René y Georgette Magritte con su perro. Al regresar a casa, Simon comenzó a escribir una canción, una digresión ficticia y tiernísima al rededor de esa imagen: René y Georgette, paseando por Christopher Street, bailando doo-wop a la luz de la luna, cenando con gente poderosa, espiando sus cajones, y todo eso, inspirado por una simple imagen.
La canción, René and Georgette Magritte with their dog after the war, que más tarde aparecería en su álbum Hearts and Bones de 1983, es una de las mejores letras de su repertorio y uno de los más bellos ejemplos de la hermandad entre la música y la fotografía, amalgama pocas veces explorada.
Irse por las ramas, componer una canción, inventar una historia; conquistar toda digresión para entender lo que no entendemos y lo que más bien es un misterio: el amor, nuestro oficio, una foto de los Magritte, las montañas, el mar y todas esas cosas que nos hacen sentir humanos (léase pequeños).
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El verano terminó el día que María y yo aterrizamos en Madrid el domingo pasado. Nos encontramos un pueblo fantasma y sofocante. Nueva York había sido desde hace tres meses un remolino de emociones (valga el lugar común) y, llegar a una ciudad desolada de la que todos han huido gracias al calor, acentuó más esa sensación como de huracán y posterior apocalipsis que nos trajo aquí. Y aunque solo estaremos un tiempo y estaremos de vuelta en el Lower East Side tan pronto los dioses del capitolio decidan nuestra condición migratoria, no podemos dejar de pensar que el día en que el Airbus separó su tren del concreto de la pista del aeropuerto Kennedy, una primera etapa de algo que no podemos ver aún, terminó.
Y con ella se fueron las formas, las digresiones, todo lo que nos ha llevado por este camino en el que la fotografía es el plato principal.
Ahora, mientras cruzamos la calle Génova en un taxi, hacia el lugar en donde nos quedaremos, pienso en lo que nos hace ser lo que somos. No es lo que decidimos mirar a través de la cámara, no es la cámara que sostenemos, desde luego. Es la forma en la que tomamos ese objeto con las manos, la forma en la que adaptamos nuestro cuerpo al entorno mientras sostenemos dicho artefacto.
Crucial e involuntaria decisión, esa, la de tomar la cámara de cierta forma. Lo que nos hace fotógrafos tiene mucho más que ver con la forma en que cruzamos los puentes, o la que caminamos, con la forma en la que vemos el mar y tomamos los aviones, que lo que al final resulta de una emulsión quemada.
Dedicarse a ver el mundo con una cámara, dedicarse a escribir, es también habitar una digresión constante.
Cruzamos Almagro en el taxi y pienso en Nueva York, en los que se van, los que ya no están y en cómo sostienen sus cámaras:
- La forma en la que Emile sostenía su Mamiya 645 en el Tompkins Square Park era como la de un inventor cuidadoso.
- Carlos, que desde hace un tiempo prefiere la película positiva en 35mm, toma su point and shoot con las dos manos, como si de una cajita de cerillos se tratara, siempre atento a golpear el flash, que le funciona una vez sí y otra no.
- Flor sostiene su Hasselblad entre las manos, como si entre ellas contuviera al mundo y a todo el mar de Uruguay entero, siempre comprobando (más por perfección que por incredulidad) que lo que ve en su visor de cintura es cierto.
- Suh Jeen, que cuando todos menos lo esperan, saca de una de sus bolsas una cámara amarilla, de plástico, que opera con una sola mano y que se vuelve una extensión de su mirada afilada y tierna.
Pienso en eso y en ellos, ahora, mientras giramos una llave en un edificio de la calle Caracas. Es domingo, estamos en Madrid, vamos a morir, pero mañana, lunes, quizá nos sintamos mejor. EP
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