La migración es atravesada por distintas condiciones; a veces, afortunadas. En este íntimo texto, Mayte López narra su experiencia sobre migrar a otro país.
Raíces
La migración es atravesada por distintas condiciones; a veces, afortunadas. En este íntimo texto, Mayte López narra su experiencia sobre migrar a otro país.
Texto de Mayte López 19/04/22
I
Empieza con dos maletas. Empieza descartando libros y pares de zapatos, dejando atrás calles tapizadas de jacaranda. Me digo que no importa, que el límite de peso de las aerolíneas es providencial: solo cabe el futuro. Dos maletas, entonces, una vida entera dividida en dos bultos de 23 kilos. No voy a regresar. Eso no lo sé aún, pero lo intuyo y me cuesta arrancar de un tajo mis raíces, aunque vaya a volar a otro país con las manos cargadas de semillas.
Atrás quedan, también, cosas de las que preferiría no acordarme. El corazón roto (qué trillado) a punta de decepciones, demasiadas llamadas balbuceantes a deshoras que por fin conseguí dejar de contestar (desorienta tanto caminar durante años entre lámparas de gas, que me tambaleo al principio). Pero eso, aunque pesa, es lo de menos. Lo de más: pasillos y comida de hospital, meses de incertidumbre, de quirófano, de máquinas que miden los latidos pero a veces se descomponen, también a deshoras, y hay que salir corriendo a verificar que el hermano de una respira. La bendita palabra remisión (tan sonora, retumba todavía en la memoria familiar) que parece inalcanzable, pero que mi hermano me va a anunciar por WhatsApp —tantos, tantísimos emojis— un par de meses después. Aunque todavía no: mientras meto la ropa a la fuerza y hago presión para que cierren las maletas todavía no retumba nada, más que el eco de esa enfermedad capaz de resquebrajar familias. Soy una rata que salta del barco, que sale corriendo cuando las cosas se complican y no voltea a ver a las estatuas de sal. Pero las estatuas son compasivas y amorosas, me animan sorprendentemente firmes (aunque yo no me atreva a mirarlas), no se desmoronan: “Ándale, tienes que irte, ¿cómo vas a desperdiciar una beca, una oportunidad de estudiar?”, “Ándale, nosotros vamos a estar bien”. Adiós hermano-sal, papá-y-mamá-sal, amigos-sal. Adiós con caras tristes en el aeropuerto, pero ellos siguen sin desmoronarse, por mucho que una los apriete al momento de los abrazos. Yo sí, yo me deshago un poquito, pero me hago la dura para que no se den cuenta. Saltamos al vacío, mis maletas, mis semillas, mi nudo en la garganta, y yo.
II
Sigue con mujeres que son patria (o matria, matria, mejor). La que me recibe (sin fecha de salida) en su sofá en lo que encuentro dónde vivir; la que ya era mi reflejo desde México y ahora vive también aquí y me ayuda a conseguir trabajo (y es mi guía, mi confidente y mi escucha, muchas veces mi paz); la que llora conmigo en un parque cuando nos estafa un corredor de bienes raíces (y tantas veces después, en el departamento lleno de ratones que compartimos); las que vinieron a hacer lo mismo que yo y se vuelven hermanas y compañeras de ramen y helado de yogurt, de desengaños, de letras. Letras, porque a eso vine, ese es el pretexto con el que aterrizo en este punto preciso del mundo. A escribir, chula, que pa’ eso la becaron. Solo que al principio no escribo: la novedad y la euforia consumen demasiado tiempo. Me pierdo en la cuadrícula infinita de la ciudad, a ratos siento que me ahogo. Entrego en el primer taller de ficción un texto infame (sobre caminar entre lámparas de gas) que tenía encajonado hacía meses y que desde luego es minuciosamente descuartizado sobre la mesa de trabajo. Me lo merezco. La célebre escritora que dirige el taller habla siempre de los textos, pero no habla de los textos, habla de nosotros (o eso nos parece). Mira al interior de nuestras almas mientras da un trago a su Snapple de durazno y dispara, certera y letal: no se puede seguir escribiendo sobre esto, muchacha querida. Las otras almas asienten: no se puede. Esa noche me emborracho con la gente del taller (y con sus almas) y después camino —tambaleándome otra vez— sola a casa. Desde que estoy acá tengo menos miedo (también ese quise dejarlo atrás) o soy temeraria (porque las mujeres no estamos seguras en ningún lado), no importa. En la puerta de mi casa platico con un tipo que me pregunta por qué estoy tan triste. Le explico, le cuento entre hipos de tequila malo que vine acá a escribir pero no escribo, que nomás me maravillo frente a las escaleras de incendios (como una boba) pero no salen las palabras, que lo que escribí antes no sirve para nada, que dicen las quince voces como dagas de mis compañeros que toca saltar de verdad, decir adiós de verdad, dejar atrás de verdad. No me acuerdo de lo que me responde, pero eso tampoco importa. El hombre me desea buena suerte antes de volver a meterse al bar de la esquina. Subo las seis hileras de escalones que llevan a mi recién estrenado departamento pensando que la célebre escritora tiene razón: tengo que escribir cosas nuevas, tengo que escribir pensando en el ahora. Tengo que escribir.
III
Escribo, por fin. Y mientras escribo me aclimato, voy encontrando mi huequito y me abro paso entre la gente, las ratas y la nieve, aprendiendo poco a poco a moverme con soltura dentro del abrigo de plumas que ahora me acompaña a todos lados. Se cuelan en mis textos, tan informes todavía, los retazos de un español que muta según la gente con la que me voy cruzando. La isla nos permite ser de todos lados y de ninguna parte, los latinos adoptamos la variación que más nos gusta de un idioma compartido e infinito. Saboreo las palabras, los deslices, las traducciones fallidas. Dejo que cada cosa encuentre, como yo en esta ciudad-monstruo, su espacio en la hoja en blanco, e invada sin contemplaciones el papel: la palta, los zarcillos, los manes, el llámame pa’ tras, la guachafita. Se cuela, también, una nostalgia inescapable, y empiezo, casi sin darme cuenta, a escribirle a mi país y a mis estatuas de sal (que siguen en pie y me animan todavía, allá donde están). La añoranza es un insecto escurridizo, que me asalta mientras duermo y me aguijonea la punta de la lengua: no, por mucho que le busques, acá no van a saber igual los chilaquiles, por mucho que te empeñes esta gente no va a entender la importancia de un frasco de Valentina junto a las palomitas. A veces el insecto se ensaña, el aguijón se clava con más fuerza en todo el cuerpo: cuando en una reunión con amigos intento contar un chiste, pero el chiste no se traduce y me hundo en la silla pensando que estas personas, que estos nuevos amigos, no pueden conocerme en realidad (porque en la traducción se pierde el chiste y me pierdo también yo); o cuando discuto con un señoro racista y machirulo (de esos que me dicen que no me preocupe, que casi no se nota que soy mexicana) y me faltan las palabras en inglés (¿porque cómo se traduce, verdaderamente y con precisión, vetemuchoalachingada?) y al final se me traba la lengua de rabia y me rindo, me rindo y evoco en mi cabeza el acento exagerado de Sofía Vergara en Modern Family: “Do you even know how smart I am in Spanish?” El insecto puede, también, ser mortífero, hay que tenerle cuidado —especialmente en temporada de elecciones— porque de pronto, ya lo vimos, el país que una ha empezado a llamar casa se descara (se desenmascara) y te recuerda que no, que a pesar del espejismo vivido en la isla (donde hay en la diversidad y la extranjería compartida una fiesta), aquí no dejan de existir jerarquías y gamas de colores: hay que temerle a nuestra propia voz, que de improviso puede resultar ofensiva para otros. Hay que temerle siempre a otros (el miedo, entonces, se transforma, pero no se deja atrás nunca).
Lo vuelco todo en el papel, porque no hay otro lado. Porque allá, lejos, las estatuas siguen con su vida. Las estatuas que, por suerte, ya no son estatuas: son sonrisas de FaceTime y hasta invitados de bodas virtuales y yo estoy siempre en medio (otro lugar común, el no-lugar). Lo que me atraviesa de este vivir-estando-lejos, lo que se filtra al fin a la escritura, es ese no-ser-del-todo, no terminar-de-estar. La migración, incluso la que, como en mi caso, ocurre en las condiciones más afortunadas, está llena de lugares comunes como esos. Cualquier experiencia de vida va a cambiarnos o moldearnos irremediablemente, va a colarse en las letras de quien escribe. Mi historia es la de dos maletas, la de adaptarme a esta isla como quien se adapta a la novedad en turno, conociéndole los secretos y las esquinas a evitar, pero también los parques y los poetas que son refugio. Ser de un país siempre desde otro, siempre desde la conciencia de esa lejanía. Hay que hacer las paces también con eso (y con los lugares comunes, que lo son por algo) y armarse casas, patrias, matrias nuevas. Escribo, entonces, desde esa experiencia, que es la única que tengo (y ahí, en la escritura, hay otro refugio).
IV
Termina —mejor dicho: sigue, porque quién sabe qué van a depararnos el futuro, los trabajos, las pandemias— con cuatro maletas compartidas, guardadas en un clóset (por si acaso), y una perrita moteada que persigue ardillas —a veces, desgraciadamente, también ratas—, y un montón de rutinas que me anclan (pero no es queja). Diez años después cuesta más trabajo moverse: la vida no entiende de límites de peso y ya no me cabe la existencia en 46 kilos. Hay cada vez más libros —leídos, escritos, por escribir—, más palabras, hay otras raíces (y está más que bien). Qué cosa perfecta es ver, después de todo, cómo germinan las semillas que vinimos cargando desde el otro lado. EP
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