En mi próxima vida quiero ser actor (porque en esta ya soy actriz)
Leticia Huijara ha ganado un Ariel como mejor actriz, ha sido nominada a ese premio en distintas ocasiones y recibió también el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda. Es una actriz que escribe y una escritora que actúa. Narra cómo descubrió los prejuicios que hay en México en torno a las actrices y a lo que vemos. Su historia es una que inspira porque define, en parte, la transformación de las mujeres que saben crear mundos en escena.
Escena de Poses para dormir de Lola Arias, que se presentó bajo la dirección de la autora en 2014
Leticia Huijara ha ganado un Ariel como mejor actriz, ha sido nominada a ese premio en distintas ocasiones y recibió también el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda. Es una actriz que escribe y una escritora que actúa. Narra cómo descubrió los prejuicios que hay en México en torno a las actrices y a lo que vemos. Su historia es una que inspira porque define, en parte, la transformación de las mujeres que saben crear mundos en escena.
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Acto I
Prólogo
¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?
No
fui una niña que soñó con ser actriz. Antes, deseé ser astronauta, dueña de una papelería o
clavadista en la Quebrada. Quería ser marimacho. Así le decían a las mujeres
que se atrevían a realizar las actividades divertidas reservadas para los
hombres. Anhelaba ser prieta para que nadie me criticara por ser amiga de
Práxedis, mi compañero de la escolta al que mis tíos apodaban Benito Juárez
cuando yo presumía su gran inteligencia. Vaga: en mi infancia atesoré la libertad de escaparme todos los días con
los chamacos de la cuadra para hacer excursiones peligrosas a la playas de mi
natal Acapulco o a las vías del tren cuando el destierro del trópico nos llevó
a vivir a un rancho en el estado de México. No veíamos televisión porque la
vida real era más emocionante que las telenovelas; en el pueblo no había un
cine y lo más cercano al teatro que pudimos apreciar en aquel entonces eran las
representaciones de las batallas entre moros y cristianos.
Mamá Lola, mi bisabuela, nos repetía,
durante la comida, las historias que venían a contarle en las horas que atendía
su puesto de revistas. Algunas tardes o en días feriados, mi hermana y yo la
acompañamos y leíamos las historietas que publicaba la editorial Novaro. Desde
Rarotonga, una mulata de ojos verdes que
reinaba en la selva y se vestía siempre con bikinis, hasta las aventuras
de la pequeña Lulú, pasando por Kalimán,
Fantomas y la familia Burrón.
Mi bisabuela era una mujer empática que
intentaba ayudar a los demás aunque sólo fuera escuchando. Algunas veces hacía
pequeños préstamos de dinero y, muy pocas, se atrevía a dar consejos. Mamá
decía que había sufrido mucho y a mí me gustaba alegrarla haciendo parodias de
los personajes imperfectos del pueblo —el padrecito de la iglesia que oficiaba
misa totalmente alcoholizado, entre ellos— y bailándole cumbias. Adoraba mirar
sus mil arrugas que tenía alrededor de sus ojos mansos si lograba hacerla reír.
Aplicaba la misma fórmula con mi madre para distraerla cada vez que se ponía
sería y pretendía advertirme de los peligros que corría escapando de la casa mientras
ella estaba trabajando. Sin embargo, esas representaciones se llevaban a cabo
en estrictas condiciones de privacidad. En cualquier evento social me
comportaba en extremo tímida. Tendía a aislarme a grado tal que los adultos creyeran
que no me encontraba a gusto en medio de bautizos, primeras comuniones, bodas o
funerales. O que “sufría por el abandono de mi padre” (aunque no era así, porque en
realidad fueron ellas, la madre y sus dos hijas, quienes una noche abandonaron
el puerto).
Resting bitch face. Esa podría ser la tardía respuesta a la expresión que adoptaba el rostro de nuestra antagonista cuando le daba por ausentarse de su presente. Ahora sabemos que existe una explicación de orden morfológico para entender que la adopción de ciertas gestualidades no viene necesariamente acompañada de un sentimiento específico. Pero estamos en los años setenta, esa información no existe y a la niña vaga y marimacha se le agrega el estigma de malhumorada. Las princesas suelen ser agradables y sonrientes. Las actrices también. A las niñas de gesto adusto y/o reconcentrado no se les augura un futuro siendo el centro de ninguna historia. Ni de las trágicas. Los altísimos niveles de desinhibición emocional, que se le atribuyen a las comediantes, no formaban parte de los atributos sociales con lo que podría contar esa niña cuyas mejores, sensibles y cercanas relaciones eran las que entablaba con las plantas de la huerta.
Mi abuelo materno era un señor risueño
y hablador, a pesar de su profunda infelicidad matrimonial, que relataba, una y
otra vez , su participación como extra en una película protagonizada por Pedro
Infante cuando la producción de la misma llegó para utilizar la hermosa e
histórica plaza de Los Reyes Acozac, el pueblo
de origen náhuatl en el que vivíamos, como locación. Felipe Cano Villanueva,
mi dicharachero abuelo, presumía que la famosísima actriz Fanny Cano era hija de uno de sus primos. El
abuelo Felipe también era alcohólico y tenía poca credibilidad entre la
familia. Hasta ahí mis primeros encuentros con la farándula.
Acto II
¿A dónde voy?
Fui una alumna destacada, retenía conceptos con facilidad y poseía una extraordinaria memoria. A cambio de esas inmensas bondades mi sentido de la orientación es nulo y me pierdo aun después del invento de los GPS. Podría llenar páginas completas de los múltiples peligros potenciales e inminentes a los que esta condición me ha expuesto durante toda mi vida adulta, pero este texto va de los extravíos de una mujer que termina asumiéndose como creadora.
La línea que apuntala esta etapa del
relato es académica, era mi manera natural de destacarme. ¿Califica esto como
manifestación del narcicismo inherente al oficio de actriz
Obtuve el segundo lugar de un concurso
de aprovechamiento de las escuelas primarias del Estado de México. El certamen
en aquel entonces se llamaba Ruta Hidalgo, actualmente se conoce como Olimpiada
del Conocimiento Infantil. De no ser por mi gusto por la vagancia y la
necesidad de competir con los varones, mi personalidad encajaba más con la de
los nerds. Mataditos, era la palabra que se usaba entonces. La escuela entera
acudió para aplaudir mi proeza. Subí al estrado luchando por esconder el enojo
profundo que me producía haber perdido el primer lugar por décimas de punto y
por mantener en su lugar una pesada diadema de margaritas plásticas que mamá encajó
en mi cabeza y malamente sostuvo con un puñado de pasadores metálicos que
horadaban mi
cráneo y nublaban mi cerebro.
Por aquel entonces mi madre se casó, abandonamos
el pueblo y a Mamá Lola; a mis trece tíos, mis madrinas, las viejitas
rezanderas; las ferias, las fiestas del día de Reyes. La barbacoa y los
cocoles. La infancia se acabó. Mi
dirección ahora se ubicaba en un novísimo fraccionamiento residencial suburbano
y mi escuela secundaria en la inmensa, desconocida y aterradora ciudad de
México.
El cargamento con el que mi padrastro llegó a nuestras vidas incluía:
-Una abuelastra católica de carácter agrio. (Dos cosas a su favor: hacía las mejores tortillas de harina y me enseñó a prepararlas; nos obligaba a acompañarla a la iglesia (esto no suena nada bien, pero continúen leyendo y verán…)
-Una biblioteca en la que se distinguían la Enciclopedia Salvat de los Grandes Temas y una colección de cuentos y novelas de los más destacados exponentes del llamado boom latinoamericano.
“Las princesas suelen ser agradables y sonrientes. Las actrices también. A las niñas de gesto adusto y/o reconcentrado no se les augura un futuro siendo el centro de ninguna historia. Ni de las trágicas”.
La prohibición absoluta para salir de
la nueva casa tornó mis vagancias callejeras en vagancias literarias. A los
trece años sabía bastante del mundo y sus misterios gracias a Vargas Llosa,
Cortázar o García Márquez. A
la suma de mis pérdidas se agregaba la libertad de movimiento de la que gozaba
tanto en el puerto como en el pueblo. Para compensarlo, participaba en todas
las actividades físicas que la nueva
escuela ponía a mi alcance: atletismo en todas sus variantes, vóley, básquet. Diplomas de primero y segundo
lugar que el subdirector de la escuela ponía sobre las mesa cuando la histeria
de la maestra de Civismo exigía mi expulsión definitiva. Mi tendencia a
juntarme con los niños malos me hizo participar en aventuras peligrosas que
irremediablemente eran descubiertas y castigadas con severidad. No obstante, la
niña flaca a la que se le demoraban la aparición de los caracteres sexuales
secundarios, no paraba. Hablaba en clase, interrumpía a los maestros, los
contradecía. La psicóloga de la escuela recomendó la practica de actividades
artísticas. ¿Qué querría hacer si eso fuera posible? Volar dando giros interminables
como las bailarinas. Estallar el mundo en pedazos con las notas emanadas de mi
voz. Pero las mamás trabajadoras no tienen tiempo ni dinero para procurar a sus
hijos clases de arte. Y, en el suburbio, lo más cercano a la expresión artística
era la pista de patinaje.
En la secundaria existía el taller de artes
plásticas. Aunque la inversión inicial en telas, óleos y pinceles —adquiridos
en una hermosa tienda del centro llamada Casa Serra— resultaba onerosa para
Mamá, podíamos estar tranquilos porque eso materiales durarían los tres años de
la secu. Eso, las clases de matemáticas y de español, fueron los espacios de
fuga en los que la adolescente rebelde logró volar y hacer estallar el mundo.
También las trincheras desde las que se termina en estallar el mundo.
Mientras tanto en el suburbio…
Prohibición de salir, a menos que fuera
a la iglesia. Bueno, pues ni modo. A misa. A tocar la mandolina y a cantar “…una espiga dorada por el
soool…” a la hora de la comunión en la liturgia de los domingos a
las doce. Ensayos todos los sábados a las cinco. Venga, con alegría, que nos
escuché dios nuestro señor: “el racimo
que corta el leñadooor…”
Un
sábado. Saliendo del ensayo. Atrio de la
iglesia.
Muchacho melenudo se aproxima:
Hola…
(Mira hacia abajo y hace rayitas en el suelo con la punta de su zapato), me
dijeron que te preguntara si quieres participar en una obra.
Yo:
¿Una
obra? (Miro para todos lados buscando a mi hermana Laura que, como siempre, se
quedó a platicar con la monja del catecismo.)
Muchacho melenudo:
Sí.
Necesitamos gente que cante. ¿Estás en la estudiantina, no?
Yo: (Asiento, dudosa,
sin dejar de buscar. Esa monja quiere llevar a mi hermana por el camino
aterrador de la religión.)
Muchacho melenudo:
¿Sabes
bailar?
Yo: (Dudo pensando si bailar cumbias cuenta.)
Sí.
Muchacho melenudo:
En
este papelito está la dirección. Nos vemos el próximo sábado a las siete.
Domingo
por la mañana, después de desayunar. Comedor de la casa.
Mamá:
¿Teatro?
¿Cómo teatro?
Yo:
Es
una obra sobre la vida de Jesucristo.
Abuelastra: (Deja la gordita a un lado.)
Ay,
qué bonito. ¡cómo los misterios!
Yo:
Sí,
algo así.
Mamá:
¡Ah,
bueno, pues participa!
Consumatum est.
La
obra sobre la vida de Jesucristo (Súper estrella) se estrenó una noche gélida
de diciembre en el atrio de la iglesia. A Mamá le gustó mucho, sobre todo el
muchacho que hacía de Judas.
Mi abuelastra opinó que todos
gritábamos demasiado y no entendió por qué usábamos tan poca ropa estando en la iglesia. Mi
padrastro no dijo nada.
Me subí a la Rambler verde que arrancó
de inmediato para regresar a casa sin despedirme de mis compañeros que iban a
una fiesta para celebrar el estreno.
Ya no hubo más comentarios. El auto se
perdió de vista hasta el…
Oscuro total.
Acto III
El sí mágico
Si
yo fuera…
Literatura dramática y teatro. Así se
llama la carrera que ofrece la UNAM a la gente que sueña con hacer teatro desde
la dramaturgia, la dirección y la actuación. Cuando llegué a mi primera clase,
tenía claro que quería ser actriz pero me entusiasmaba la idea de seguir
leyendo y de escribir. Contar historias. Estudiar en la bellísima Ciudad Universitaria
fue un sueño que heredé de mi padrastro y mi mamá (aunque ellos creían que iba
a la Facultad de Biología y no a la de Filosofía y Letras, y que me convertiría
en Química farmacobióloga y no en bataclana.) El engaño terminó seis meses
después cuando, como en la canción de Serrat, les dejé sobre la mesa un adiós
de papel y partí, veloz y ligera.
Conseguí un trabajo de modelo de pantalones.
Me fotografiaban de la cintura para abajo y de espadas para anunciar diversas
marcas de esas prendas en catálogos de moda. Eso me alcanzaba apenas para comer
mal y pagar el alquiler de un cuarto de huéspedes, pero me permitía atender sin
falta a las clases y los ensayos. Leía una o dos obras al día, escribía ensayos sobre ellas y participaba
en todos los exámenes a los que me convocaban los compañeros de dirección que
estaban por titularse. Veía todas las obras de teatro que podía conseguir con
el descuento de mi credencial de estudiante y me colaba a las que me era
imposible pagar. Caminaba mucho para ahorrar lo del transporte y en las
clases de actuación, voz y movimiento corporal, hacía ejercicio por horas.
Estudiaba textos para después memorizarlos. Investigaba todas las formas
posibles de encarnarme en otra, de crear ficción, de contar historias. Los
griegos, los romanos, los románticos; el
surrealismo, el dadaísmo, el expresionismo. Jarry, Artaud, Chejov, Beckett…
Reviso esa mi vida mía de entonces y
trato de recordar alguna noción de cansancio sin que logre ubicarla.
Creo que era feliz.
Muy feliz.
Acto IV
¿A dónde voy?
Hice mi primera y única audición para participar en una obra de teatro institucional cuando aún no terminaba la carrera. Gracias a que en De la calle, célebre montaje de Julio Castillo, el ochenta por ciento de los personajes eran jóvenes, pude colarme al mundo del teatro artístico. La actriz que hizo el rol protagónico no compitió por él. Llegó para el primer ensayo. Muy pronto entendí que en ese teatro, al que aspiré a pertenecer, los personajes y proyectos se asignaban de manera directa. Me desconcertaba la naturalidad con la que una comunidad informada y sumamente politizada, aceptaba que novias, esposas, amantes o hijas fueran protagonistas o cabezas de reparto de compañías y proyectos teatrales auspiciados con el dinero del Estado. Alrededor de estas prácticas la costumbre era el silencio, la complicidad o la resignación que terminaban por normalizarlas. Al día de hoy, cuando de manera urgente y necesaria se denuncian abusos y acosos, la práctica del nepotismo entre nuestros creadores es un tema que sigue siendo tabú.
Como no era novia de ningún director,
no tenía ganas de serlo, ni tampoco de ser comparsa de la actriz “primera dama”,
y el teatro que en ese entonces llamamos de manera despectiva “comercial” no me
interesaba, empecé a contemplar un plan B: escribir era la segunda cosa que más
me entusiasmaba además de actuar, y quienes leían mis textos me alentaban de
forma constante para que no dejara de hacerlo. Mi maestro de teatro documental
había intentado que un ensayo mío sobre A
sangre fría, de Truman Capote, fuera publicado en la Revista de la Universidad. No lo logró, pero me dio alas. Escribir,
autogenerar proyectos, escaparme de un estado de cosas que me irritaba y con el
que sabía que no podía ni quería convivir.
“Las telenovelas contaban historias de mujeres rubias y hombres blancos de ojos azules en un país en el que la mayoría de la población era de mestizos e indígenas. Los morenos y los pobres eran unos seres difusos y chatos imposibles de reconocer”.
La televisión tampoco era una alternativa en esa época. Las telenovelas contaban historias de mujeres rubias y hombres blancos de ojos azules en un país en el que la mayoría de la población era de mestizos e indígenas. Los morenos y los pobres eran unos seres difusos y chatos imposibles de reconocer. Con el tiempo descubrí que, en el teatro y el cine, estos prejuicios también se ponían en práctica, aunque ahí la variedad de personajes era más amplia y se notaba menos.
Así que terminaría mi compromiso con la
obra y empezaría a trabajar en mi futuro. Quizá regresaría a la universidad a
estudiar letras hispánicas, intentar publicar pequeños textos. Mi novio hacía
documentales y yo escribía para él algunos guiones o textos extras que le
hacían falta en el proceso de edición. Buscar también por ahí.
Algo se me ocurriría.
De la calle fue un suceso escénico que me trajo
infinidad de regalos.
A saber:
Trabajar con un director-artista.
Hacer más de doscientas representaciones
en el bellísimo Teatro del Bosque, hoy conocido como teatro Julio Castillo en
honor al genio. Nunca me volvió a suceder.
Dar funciones en el Public Theater en
Nueva York.
Comprar mi primer auto.
Abrir una pequeña cuenta de banco.
La última noche en Nueva York, mi amiga
Pilar Boliver y yo, embriagadas literal y metafóricamente, abrimos la ventana
de nuestra habitación del piso dieciséis de nuestro hotel del Village y
arrojamos nuestros vestuarios para despedirnos de nuestros personajes.
En la madrugada del 19 de septiembre de
1988, Julio Castillo murió.
Ese mismo día, por la mañana, desvelada y con los ojos hinchados de llorar, María Novaro me abría la puerta
de su casa para hacerme una audición. ¡Una audición! Existía un mundo en el que
no tenías que ser pariente de alguien para obtener un personaje. Y me lo gané.
Tres meses después de esa primera cita supe que sería Lola. Mi primer personaje
protagónico en la película del mismo nombre.
No regresé a la universidad. Cada
cierto tiempo lo pienso. Me encantaba estudiar. A cambio, recuperé la posibilidad
de retomar el gozo de esa niña a la que
le gustaba hacer reír.
Dar cariño entreteniendo a los demás.
Si digo que también sigo siendo tímida,
nadie me lo cree. Diré entonces que soy reservada, que me niego a interpretar
la rutina de la actriz de tiempo completo. Que me gusta esconderme y,
finalmente, después de muchos años, puedo reivindicar mi derecho de tener el
rostro que tengo: fuerte, la mirada oscura, intensa. Con un ligero
endurecimiento de los labios.
Yo
no soy bonita, ni lo quiero ser…
Ni
tampoco dulce o vulnerable. ¿Por
qué a un hombre, a un actor, no le piden nunca que suavice su expresión? ¿Qué
sea menos duro?
No
quiero ser una actriz que interprete papeles “de acuerdo a su edad”. Esto
significa que a los cuarenta ya no eres deseable para un hombre, a los
cincuenta cuidas nietos y a los sesenta estás lista para morir. Deseo que a mis personajes les sucedan
cosas: que se enamoren, desencanten, ambicionen; apuesten y ganen. O pierdan.
Exijo mi derecho a envejecer igual que
los actores. Seguir actuando aunque tenga arrugas o panza o poco cabello. Me
encantaría que mis parejas en la ficción tuvieran mi edad, no veinte años más.
Quiero contar historias de mujeres que nunca quisieron casarse, tener hijos o
cuidar a sus padres. A las que la vejez no les conculque derechos. A las que la
belleza (el estereotipo de la misma) no les regale nada.
Más Jean Moreaus y menos Cenicientas (una camiseta que diga).
Acto V
Una actriz que escribe
¿Escribe?
El gran dramaturgo Víctor Hugo Rascón
fue tutor de la primera obra de teatro que escribí gracias a una beca del FONCA.
En el prólogo de la presentación comparaba mi caso con el de Yasmina Reza,
actriz francesa convertida a la dramaturgia y que por aquel entonces tenía fama
internacional por Arte, una obra que
se montaba alrededor del mundo. Juntos y
Felices era el título de esta obra acerca de una familia rota que arrancó
risas y una que otra lagrimilla cuando montamos un extracto en Morelia para
celebrar el final de nuestras becas de jóvenes creadores. La obra durmió el
sueño de los justos hasta que la presenté a un concurso y me ofrecieron una
mención honorífica. Después la produje con relativo éxito en una sala
independiente. Ya por entonces asistía regularmente a las sesiones del célebre
taller de guion de Vicente Leñero y escribía, fundamentalmente, guiones
cinematográficos. Intenté mostrar mis historias a algunos directores que
aceptaban leerme entre condescendientes y divertidos. Las actrices son
inteligentes para seducir, para conseguir privilegios gracias a sus atributos
físicos pero: ¿escriben?
Sometí uno de mis guiones a un concurso en el que la participación se daba por medio un pseudónimo. Gané un estímulo económico y la posibilidad de reescribirlo con mi admirado Jorge Fons. Jorge me convenció para que buscara que el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE) me ayudara a producirlo. ¡N’hombre, qué va a ser! A la muy normalizada costumbre de cerrar espacios a las mujeres se agregaba, en mi caso, el prejuicio hacia las actrices. Siempre que un proyecto mío como creadora requirió de mi nombre y apellido para ser puesto a consideración de los jurados (jurados mujeres, también) el apoyo se me ha negado.
“María Novaro me abría la puerta de su casa para hacerme una audición. ¡Una audición! Existía un mundo en el que no tenías que ser pariente de alguien para obtener un personaje. Y me lo gané”.
Aprendí
a sólo participar en las convocatorias en las que pudiera esconderme tras un pseudónimo.
Gracias a esa estratagema he obtenido tres apoyo más de reescritura y dos
premios de los que me siento más que orgullosa. El Premio Nacional de Dramaturgia de la Universidad
Autónoma de Nuevo León y el de mejor guion de largometraje Matilde Landeta.
El plan B de mi primera juventud se ha
convertido en muchas épocas de mi vida en plan A. Ha sido refugio y me ha
alentado para explorar nuevos caminos. Si nadie va a montar mi obra, la
produzco yo. Si nadie quiere hablar de tal o cual tema que para mí es
fundamental tocar, entonces yo la dirijo.
Empecé a escribir este texto sin saber
a dónde llegaría, todos los días que me senté para completarlo, una imagen se posaba en mi escritorio: mamá
Lola, mi bisabuela, al atardecer, sentada debajo de un pirul con el larguísimo
cabello blanco suelto. Lo cepillaba después de lavarlo hasta que se secaba para
volver a trenzarlo antes de dormir. Me pedía que le trajera cafecito y la
acompañara un rato. Entonces hablaba de sus sueños, los que la visitaban cada
noche.
Y entonces entiendo. Ahora ya sé.
Cuándo me preguntan a qué me dedico me gustaría contestar: yo me dedico a contar historias. EP
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